Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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– ¿Para qué? Yo no he visto a mi hermano, usted tiene mi billete de avión; puede demostrar que llegué a México un mes después del crimen… ¿Qué puedo contarles yo?

– Sospechan que hubo contacto entre ustedes antes de su llegada y que sabe dónde se esconde. -La miraba desde su altura, intimidándola.

– ¿Acaso cree que si lo supiera le traicionaría? -Sonrió con sarcasmo.

– Pero ¿por qué le defiende? ¿Por qué le protege? -preguntó enfadado-. ¿Sería capaz de arruinar su vida y su futuro por un miserable indio a quien dice no conocer?

– Ese miserable indio lleva mi sangre y merece una oportunidad de defenderse -le gritó con rabia, levantándose del sillón-. Y usted, ¿por qué se cree mejor que él? Es un secuestrador y sé que aún mantengo mi integridad gracias al color de mi piel. Si hubiese heredado los genes de mi madre, sabe Dios dónde estaría ahora. ¿Acaso cree que el dinero y el poder le dan derecho a disponer de la vida de los demás? ¡Es usted el canalla, no él!

Antonio Cifuentes se acercó rojo de ira.

– No me hable así. ¡No vuelva a dirigirse a mí en ese tono! -ordenó bruscamente.

– Le pido perdón por mi osadía; olvidé que soy una mestiza, hija de una modesta sirvienta -masculló dedicándole una provocadora mirada-. Usted manda; haga conmigo lo que quiera. -Después salió de la sala con la frente alta, con el orgullo intacto… y muerta de miedo.

Elena esperó el castigo orando en la habitación, arrepentida mil veces por su imprudencia, y rezó a sus difuntos suplicándoles ayuda en aquel angustioso trance. Contó hora tras hora las campanadas del péndulo del corredor, y cuando sonaron las seis de la madrugada, se convenció de que nadie aparecería en el dormitorio. Al fin pudo cerrar los ojos, agradeciendo a sus ángeles de la guarda la serena protección que le habían ofrecido durante aquella larga noche.

Una criada la visitó muy temprano y le trasladó las órdenes del señor de bajar después del desayuno. Elena observó a Antonio desde la planta superior; estaba esperándola junto a la gran puerta de entrada y se acercó tímidamente, rehuyendo su mirada al llegar a su altura. Él apenas respondió al saludo, indicándole que subiera al coche.

– La policía de aquí es muy persuasiva -dijo rompiendo el tenso silencio antes de iniciar la marcha-. Sus métodos son contundentes. La prevengo porque quizá se lo hagan pasar mal; no son especialmente considerados con las mujeres -le dijo observándola de reojo-. Le recomiendo que diga todo lo que sabe antes de que se ensañen con usted.

– No tengo nada que decir -respondió mirando al suelo.

– Vamos, Elena. Le estoy ofreciendo una última oportunidad -dijo en tono amable-. Dígame dónde está y nos quedaremos aquí. Usted no merece que la encierren, no deseo que le hagan daño.

– No me lleve con ellos, por favor… -suplicó a punto de llorar-. Yo no sé dónde está, dígaselo usted.

– Yo deseo creerla… -Suspiró con calma-. Hagamos un trato. Lléveme hasta él y le prometo que me encargaré personalmente de que reciba un juicio justo. Lo haré por usted -dijo indulgente.

– Usted tampoco me cree. -le miró decepcionada-. Salgamos ya. Estoy preparada para cualquier barbaridad.

– Es… su última oportunidad -insistió, a punto de introducir las llaves en el contacto.

Por toda respuesta, Elena alargó la mano a su espalda para asir el cinturón de seguridad. Lo abrochó despacio y le dirigió una valiente mirada.

– Arranque de una vez.

Quería llorar, gritar, salir corriendo. Volvió su rostro hacia la ventanilla para evitar mostrar los surcos que dejaban sus lágrimas. Mientras tanto escuchaba en silencio cómo su carcelero iba hablándole de los poco ortodoxos métodos que utilizaba la policía para hacer hablar a los detenidos.

Antonio Cifuentes estaba conmovido; podía percibir su miedo y sentía un profundo remordimiento por las humillaciones que le había causado desde su llegada. Jamás una mujer había inspirado en él aquellas emociones. Durante unos instantes sus fuerzas flaquearon, y concluyó que el asesino de su padre le importaba menos de lo que creía; era una cuestión de honor y deseaba dar un escarmiento, pero… ¿a quién? Elena era inocente, estaba casi seguro, y su desgraciada madre también, y en cuanto a Agustín… bueno, ninguna familia es perfecta. Las palabras de la tarde anterior habían sacudido con intensidad su conciencia y ahora el deseo de venganza se diluía en un nuevo sentimiento, al caer en la cuenta de que ella era la única superviviente de una infortunada familia que luchó por darle una vida más digna.

Pero aún quedaba la última prueba: debía empujarla a escapar otra vez. El camino se tornó silencioso. Entraban por la parte sur de la ciudad, acercándose a una estación de servicio donde había acordado con la policía poner en práctica el plan de fuga. Bajó y entregó las llaves del vehículo al mozo para llenar el depósito de gasolina, con instrucciones de devolverlas al finalizar a la señora que le acompañaba mientras él accedía al interior del local. Desde un puesto de observación, tras el coche, se dispuso a vigilar su reacción.

Elena recibió con desconcierto las llaves, las observó entre las manos y miró hacia la calle de salida. Su mente se puso rápidamente en marcha y pensó escapar pero… ¿dónde podría esconderse y durante cuánto tiempo? El Distrito Federal era una ciudad demasiado grande y no conocía a nadie allí…

De repente, una luz iluminó sus pensamientos ¡la embajada! ¡Sí! ¿Cómo no lo había pensado antes? Podría intentar llegar y solicitar ayuda, era el único lugar donde le facilitarían un nuevo pasaporte y conseguiría un pasaje de vuelta a España. Comenzó a mirar hacia todos lados; Antonio Cifuentes había desaparecido en el interior de la gasolinera y solo un par de coches repostaban en aquel momento. Lentamente se cambió de asiento y, con las manos temblorosas, asió con fuerza en volante e introdujo la llave en el contacto. Giró un cuarto de vuelta con la convicción de que después de aquello no podría volverse atrás; iba a convertirse en una fugitiva, y su guardián tomaría fuertes represalias contra ella si la atrapaba de nuevo. Solo tenía una mínima posibilidad de salir indemne de aquella pesadilla; sin embargo, decidió arriesgarlo todo, así que arrancó y pisó con tiento el acelerador, pero el coche anduvo unos metros y se detuvo. Ella solo había conducido coches de marcha manual y aquel era automático. Sus pies temblaban aún más cuando reinició el contacto y pisó con fuerza el acelerador. Las ruedas emitieron un sonoro chirrido y salió a toda velocidad, realizando un brusco movimiento para evitar la colisión con otro automóvil que accedía al interior.

Se introdujo en la autopista y se mezcló con el tráfico. El primer objetivo era conocer la dirección de la Embajada de España. Respiró hondo para relajar el temblor de su pierna sobre el pedal y condujo con prudencia, procurando no llamar la atención; pensaba que aún contaba con algún tiempo hasta que él descubriese su desaparición y alertase a la policía.

– Manuel, acaba de salir.

– Sí, ya estamos tras ella. En un minuto estoy ahí, señor Cifuentes.

El dispositivo había sido minuciosamente organizado para la discreta persecución del todoterreno; participaban en él veinte coches de policía camuflados y unos cincuenta efectivos.

Elena divisó una señal que indicaba la salida hacia la colonia Santa Inés; se dirigió hacia allí y aparcó en la puerta de un restaurante de aspecto limpio y familiar. Con exquisita amabilidad pidió una guía telefónica, recorrió con su dedo índice la letra E y… ¡Allí estaba!: Embajada de España, calle Galileo 114, esquina a Horacio, colonia Polanco. Agradeció con una sonrisa mientras devolvía el libro al mozo y le preguntaba por la situación de dicha colonia.

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