– ¿Sabe si aquí pasó algo hace mucho tiempo? -preguntó con ansiedad.
– ¿Algo? ¿A qué se refiere?
– Algo malo, fuera de lo normal.
– No tengo noticias de sucesos extraños en estos establos. ¿Por qué lo pregunta? ¿Es vidente o algo así?
– No me encuentro bien, tengo un terrible dolor de cabeza; por favor, regresemos -respondió precipitándose hacia el exterior con paso acelerado.
Necesitaba salir de allí para ver la luz de un sol que borrase los temores y fantasmas que la habían recibido en aquel tenebroso lugar. Montó el caballo y cabalgó a galope hacia los nuevos establos, donde volvieron a realizar la misma operación que al principio: Elena se quedó en el coche con las llaves puestas y él condujo los caballos hacia el interior. Durante unos instantes Antonio Cifuentes la observó desde su improvisado puesto de vigilancia, pero Elena aún seguía con la mirada extraviada y sin intención de huir.
Elena le pidió autorización al regresar a la mansión para retirarse a su dormitorio, aduciendo un fuerte dolor de cabeza.
– ¿No va a contarme qué le ha pasado?
– Es jaqueca. A veces siento un intenso y repentino dolor, y necesito estar a oscuras y en silencio durante unas horas.
– Está bien, pero antes acláreme qué le provocó ese malestar. Ha visto algo que la ha impresionado ¿Se trata de algún recuerdo, algún detalle que le contó su hermano?
– Por favor, no empiece de nuevo -suplicó agotada-. No me encuentro bien…
– De acuerdo. Vaya a descansar -claudicó con pesar.
Antonio Cifuentes se dirigió al despacho para telefonear al jefe de la Policía, pues la trampa que había tendido a Elena no había dado los resultados previstos.
– Manuel, anule el dispositivo de vigilancia. No ha habido suerte.
– ¿No ha huido? -preguntó el responsable de la Policía.
– No. Está algo desorientada; no creo que se atreva a escapar de nuevo.
– Quizá si la lleva a la ciudad se sienta más segura -recomendó el interlocutor.
– Es posible, voy a forzarla un poco más. Le llamaré cuando prepare otra salida.
– De acuerdo.
El dueño de la hacienda volvió a los barracones abandonados y ordenó llamar al capataz. Sentía curiosidad por saber quién ocupó la cabaña que tanto había impresionado a su prisionera. El empleado no pudo ofrecerle la información requerida, pues llevaba pocos años trabajando en la hacienda, pero regresó con Evelio, un anciano de piel arrugada como un fuelle y bigotes nevados. De figura delgada y desgarbada, vestía a la usanza charra, aunque su espalda ya no se mantenía erguida y los numerosos achaques le impedían montar a caballo, el oficio que había ejercido en los últimos cincuenta años. Antonio repitió la pregunta.
– Déjeme pensar, señor. Yo vivía en aquel de enfrente, y justo abajo, a la derecha, vivía la familia Muñoz, y en el de la izquierda los Cecilia, y ahí… -dijo señalando la cabaña- vivían los González.
– ¿Está seguro?
– Sí… estoy seguro, señor.
– ¿Quiénes vivieron en esa cabaña?
– Pues ya le he dicho, Trinidad y su hijo Agustín.
– ¿No hubo alguien más? ¿Una niña pequeña?
– ¡Ah, déjeme recordar, señor! Trinidad tuvo un bebé durante un tiempo. Una chamaquita de rubios tirabuzones y piel muy blanca. Pero no sé qué fue de ella, un día ya no estaba y nunca pregunté qué había pasado.
– ¿Y en las viejas cuadras? ¿Sabe si ocurrió algo allí?
El anciano le dirigió entonces una mirada de desconfianza, de temor, de alarma…
– Señor, es mejor dejar el pasado como está, no es bueno removerlo… -repuso con gravedad ensombreciendo el rostro.
Antonio se acercó intrigado, mirándole fijamente.
– Hable, cuénteme, qué ha pasado aquí… -ordenó con autoridad.
Elena estaba impresionada. Había encontrado la casa que su abuela nunca supo reconocer. ¿La habría visitado en alguna ocasión y le mintió, o realmente nunca estuvo allí? Ella sí tenía la seguridad de haber vivido en aquella cabaña con su madre, por esa razón eran tan nítidos los recuerdos en sus sueños. Se sentía feliz, había despejado un enigma de su subconsciente, pero… ¿y el establo? lo había reconocido también: era el laberinto de sus pesadillas… ¿Qué había sucedido allí? El sueño se repetía con el mismo argumento: escuchaba golpes, hombres que gritaban, ella corría entre las cuadras sin encontrar la salida hasta que conseguía ocultarse en un rincón; de pronto la invadía el pánico al contemplar cómo la sombra de unas gigantescas manos se acercaba hacia ella para atraparla. ¿Quién era el dueño de aquellas manos? ¿Pasó realmente algo grave en aquel establo o solo era una simple pesadilla? Apenas pudo dormir aquella noche, presa de una gran excitación, escrutando su mente en busca de recuerdos, sonidos, personas que le hicieran recordar algo más. Pensó en su abuela Isabel. Debió contarle toda la verdad sobre su familia, sobre su niñez…
El sol se despedía con tímidos rayos a través de los visillos; Elena no conseguía habituarse a las largas horas de solitario encierro que pasaban con una lentitud exasperante. Desde el día que habló sobre su familia con Regina Gutiérrez, esta no había vuelto a visitarla, y en aquellos momentos necesitaba más que nunca recabar información sobre ellos. La nueva y «locuaz» sirvienta era una chica joven de larga trenza y cortos modales; los rasgos indígenas se acentuaban en su oscura e indolente mirada y respondía al saludo con un gruñido.
– ¿Y la anterior criada, Regina? ¿Está enferma? -preguntó Elena una mañana.
– No -balbuceó la joven sin dejar de realizar su trabajo.
– ¿Está aquí en la hacienda?
– No.
– ¿Está de vacaciones?
– No -dijo dirigiéndole una irónica sonrisa.
– ¿Se ha ido de la casa?
– Sí.
– ¿La han despedido?
– Sí.
– ¿Por alguna razón especial?
– Señora, no puedo hablar con usted -dijo en voz baja mientras recogía los utensilios de limpieza y se marchaba como siempre, sin despedirse.
Desde su ventana divisaba el extenso valle a través de la espesa neblina que desprendía la tierra empapada por el aguacero de la noche anterior. A lo lejos asomaban con timidez las cimas de las montañas, agazapadas entre un cielo encapotado de nubes grises. Hacía dos días que el dueño de la casa no había vuelto a visitarla después del paseo a caballo y comenzó a leer uno de los libros que trajo en su maleta, pues había contado varias veces el número de barrotes de hierro de la ventana, tanto en horizontal como en vertical, y contó también el número de cuadros de diferentes colores que formaban un puzzle en la colcha que cubría la cama. Comenzaba a sufrir claustrofobia en aquella amplia habitación de paredes color tierra y decorada con muebles de madera maciza. Del dosel de la cama, sostenido por delgadas y labradas columnas, colgaban unas finas cortinas de lino de color marfil. Parecía una cama de película en la que dormían princesas europeas ataviadas con grandes camisones y ridículos gorros de volantes bordados. A pesar del contraste de los diferentes muebles, había armonía en aquella estancia y debía reconocer que habían tenido un gusto exquisito al decorarla.
Aquella tarde una criada interrumpió la monotonía para conducirla al salón por orden del señor. Antonio Cifuentes la esperaba junto a la chimenea bajo el pomposo cuadro de su padre.
– Buenas tardes -saludó con timidez.
– Hola, Elena -respondió y señaló hacia uno de los sillones indicándole que se sentara mientras él permanecía de pie-. La policía quiere interrogarla, mañana debo llevarla a la ciudad.
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