Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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– Vayamos a la dehesa. Quiero examinar unos sementales que acaban de llegar de España.

– ¿Tienen toros de lidia en la hacienda?

– Sí. Mi abuelo inició la cría de esta ganadería y con el tiempo hemos conseguido la mejor raza del país. Mire, allí tenemos uno de nuestros ejemplares más apreciados -dijo señalando a una res de color negro.

– ¿Es verdad que los toros mexicanos son más pequeños que los españoles?

– Eso era hace años, pero ahora apenas hay diferencia. Solemos adquirir allí los sementales y los cruzamos con nuestras razas.

Cabalgaron durante un buen rato rodeando las cercas desde donde observaban los animales mientras Antonio iba explicando las condiciones de crianza del ganado y la preparación para la plaza. Pero Elena recelaba de la amabilidad del carcelero; su último encuentro fue incómodo e irritante. ¿Había cambiado de método para hacerla hablar? ¿Se habría convencido de su inocencia? No, de esto último habría jurado que no. Él era un perro de caza y estaba jugando a confiar a su presa. Decidió seguirle el juego; a fin de cuentas, ¿qué más podría perder?

– Regresemos, está oscureciendo.

– ¿Qué son aquellas construcciones de madera? -preguntó Elena señalando una colonia de cabañas alineadas en paralelo formando dos calles.

– Los antiguos barracones de los obreros. Ahora están abandonados.

– ¿Por qué?

– La mayoría de los trabajadores viven en los pueblos vecinos y se trasladan diariamente a la finca. El resto reside en las nuevas viviendas construidas hace unos años en la parte sur.

Elena dirigió su caballo hacia las viejas cabañas. De pronto su corazón empezó a latir con fuerza; había algo familiar que la atraía desesperadamente hacia allí. Bajó del caballo y deambuló entre aquellos barracones hasta detenerse ante unos lavaderos de piedra unidos en batería a los lados y al frente; eran pilas comunes donde los antiguos residentes lavaban los enseres y la ropa. Reconoció de inmediato aquel lugar, se acercó al pozo y recordó de repente cómo se conseguía el agua a través de un cubo de cinc de color gris oscuro unido a una gruesa cuerda renegrida y húmeda que subía a través de una polea del tamaño de un plato grande, colgada del arco de hierro oxidado que enmarcaba el brocal de piedra. Un escalofrío recorrió su piel al revivir aquella escena. Comenzó a escuchar el murmullo de la gente allí reunida: mujeres de largas trenzas atadas con lazos multicolores, niños gritando alrededor mientras ellas lavaban la ropa utilizando una tabla de madera con surcos horizontales y untando de vez en cuando una especie de jabón blanco de forma irregular…

Antonio Cifuentes la observaba sobre la montura, intrigado por su desorientado proceder. Como una sonámbula, Elena se dirigió hacia una de las cabañas y advirtió que las bisagras apenas podían sostener la vieja puerta de acceso, desvencijada y maltratada por el paso del tiempo. Entonces se acercó y lanzó una fuerte patada, consiguiendo abrirla. Al acceder al interior, advirtió que aquel espacio había sido saqueado, y un manto de polvo y desolación lo cubrían por completo; sin embargo, enseguida reconoció el olor a madera añeja, lo había percibido el día de su llegada, cuando la encerraron en un barracón parecido a aquel.

De repente, su mente experimentó una tremenda convulsión al reconocer aquel lugar… ¡Era el hogar con el que había soñado a lo largo de su vida! ¡Su casa!

En el fondo, en el centro del muro, había un catre de madera apolillada, y a su derecha, junto a la puerta, otro más pequeño. Se sentó en este último apoyando la espalda contra la pared, desde donde abarcaba toda la estancia. Comenzó a situar mentalmente los muebles en aquella pequeña habitación. En el muro contrario a la puerta de entrada recordó que había una cama de matrimonio cubierta por una colcha de color verde esmeralda, semejante al raso, y a la derecha, una alacena revestida con una tela de grandes flores rojas y verdes. A los pies de la cama se situaba una pequeña mesa redonda forrada con un tapete verde, y a su lado, junto a la despensa y apoyada en el muro, una cómoda de madera oscura con cajones y tiradores dorados. Sobre ella, Elena recordó la imagen en color sepia de la Virgen de Guadalupe rodeada de un marco oscuro y desconchado colgado de la pared, y entre la cómoda y los pies de la cama pequeña había una especie de lavamanos de escaso medio metro de anchura en cuya parte superior un espejo ovalado se movía hacia delante y hacia atrás. A la izquierda de la puerta de entrada, frente a la cama pequeña donde ella estaba, se ubicaba una gran mesa cuadrada, y sobre ella, un platero de madera repleto de platos de loza blanca.

De repente, una ventana se abrió en su memoria y comenzó a ver figuras humanas en aquella minúscula habitación. Recordó a una mujer con cabello largo y sonrisa dulce que la arropaba con extrema ternura. A su lado, en aquella pequeña cama, había alguien más: un niño a quien también la mujer besaba y hacía carantoñas.

¡Eran su familia!

El niño que dormía a su lado acercaba sus manos a la pared y creaba sombras imitando a animales en complicidad con la indecisa luz que se deslizaba por la ventana. Los recuerdos se amontonaban atropelladamente: estaba sentada alrededor de la mesa, tomando un cuenco de leche en cuyo interior había migas de pan a las que cazaba con una cuchara. Su hermano estaba a su lado, y su madre también…

– Se ha puesto perdida de polvo. Vamos, salga de ahí -ordenó Antonio Cifuentes, extrañado al observar su quietud.

Pero Elena no le oía: estaba con su hermano, él la montaba en sus hombros y corría con sus amigos cerca de un río. Sentía incluso la frialdad del agua en contacto con sus pies mientras jugaban junto a un gran árbol.

– ¿Elena? ¿Se encuentra bien?

Elena no respondía, ni siquiera había reparado en su llegada.

– ¿Qué le pasa? -le preguntó zarandeándola por los hombros.

Le dirigió entonces una extraña mirada, aún no muy consciente de dónde estaba; después se levantó despacio, en silencio, abstraída…

¡Acababa de descubrir su pasado y no sabía qué hacer con él!

– ¿Qué ha visto ahí dentro que la ha impresionado tanto? -preguntaba el dueño de las tierras mientras le sacudía el polvo y las telarañas de la espalda.

Ella seguía sin responder, aturdida, con la mirada perdida. Salió de la cabaña y montó el animal, cabalgando en silencio. Su mente aún estaba en la vieja cabaña.

– Dígame qué le ha ocurrido -preguntaba Antonio con expectación sin obtener respuesta.

Ella elevó la vista y, al mirar a su izquierda, descubrió otra vieja construcción de madera en forma de ángulo recto.

– ¿Qué es aquello? -preguntó dirigiéndose hacia allí.

– Son las antiguas cuadras, tampoco están ya en uso.

Pero ella no le escuchaba, galopaba hacia aquel establo con auténtica impaciencia, y al llegar a la puerta de entrada desmontó y corrió hacia el interior. Súbitamente se sintió invadida por una gran zozobra en aquella oscuridad. Recorrió despacio el pasillo que comunicaba a derecha e izquierda las cuadras, mientras iba empujando las puertas a su paso y mirando hacia el interior de cada una, como si buscara algo. De repente comenzó a temblar de miedo y corrió de regreso hacia el exterior. Al doblar la esquina tropezó con Antonio, que había salido tras ella movido por la curiosidad. Elena dio un grito de pánico y corrió en sentido contrario para alejarse de él, pero se detuvo al llegar al final y descubrir que no había salida; entonces se apoyó en el muro de madera, jadeando y tratando de controlar su temblor.

– ¿Qué le ocurre? Parece que ha visto a un fantasma -le preguntó muy cerca de ella, intrigado por el pánico que reflejaban sus ojos.

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