Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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– Dígame dónde está su hermano y le haré la vida más agradable -le dijo con una afable mirada tratando de convencerla.

– Yo no le conozco, señor -repetía de nuevo-. Solo recibí una carta suya hace meses…

– Está bien -dijo comenzando a rendirse-. Hábleme de su pasado y no se le ocurra mentirme. ¿Quién es su padre?

– Mi padre se llamaba Rafael Peralta Ramos. Murió hace veintiséis años y está enterrado en un pueblo cerca de aquí.

– Y se casó con su madre y también es el padre de su hermano -continuó con una irónica sonrisa.

– Pero ¿por qué no me cree? ¿Qué importancia tiene para usted el nombre de mi padre?

Él cruzó los brazos sobre la mesa y la miró fijamente.

– Porque me tiene confundido. No sé si es usted una excelente actriz o realmente está convencida de lo que dice.

– He crecido oyendo decir a mis abuelos que yo era idéntica a mi padre, tanto en el carácter como en el físico. Todo lo que le he dicho es cierto, es la verdad… No sé si usted sabe algo sobre mi familia que yo ignore…

– ¿Sus abuelos le dijeron que Agustín era hijo de su padre?

– Pues… -Quedó callada, titubeante-. No… pero éramos una familia. Cuando mi abuela me dijo que mi madre estaba viva me mostró fotos de ella con su hijo…

– ¿Y qué más le dijeron? ¿Cuál fue el motivo para separarles?

– Mi madre pensó que con ellos yo tendría una vida más cómoda. Quizá se quedó con Agustín porque era mayor y no se adaptaría tan fácilmente… no lo sé.

Había algo en ella que le desconcertaba. Su instinto bien adiestrado ante el mundo en general -y las mujeres en particular- detectaba una incongruencia, un matiz falso; estudiaba esa nota disonante que sobresalía de su relato. Ella parecía estar convencida de lo que contaba, y lo que contaba no era cierto. ¿Y si la confundieron sus abuelos? ¿Y si era una treta para confundirle a él?

– ¿Tenía una buena posición su familia?

– No eran ricos, pero vivíamos en una bonita casa y nunca me faltó de nada.

– He visto su equipaje. He encontrado unos documentos muy valiosos -dijo examinando su reacción-. ¿Dónde ha conseguido tantos dólares?

– Es la herencia de mis abuelos, los ahorros de toda su vida.

– ¿Y pensaba liquidar todo su patrimonio? ¿Para qué? -preguntó sorprendido.

– Para compensar a mi madre y a mi hermano. Quería ayudarles a salir de aquí, convencerles de que fueran a España conmigo. Pero en caso de que prefiriesen quedarse, pensaba darles el dinero para que se compraran una casa y ayudar a Agustín a crear su propio negocio.

– ¿Qué clase de negocio habían pensado?

Elena le miró, impotente.

– Ya no sé cómo explicarle que nunca he hablado con él -dijo suspirando profundamente.

– ¿Y por qué tanto empeño por ellos? Eran unos extraños para usted… -preguntaba incrédulo.

– Era una forma de agradecerles el sacrificio que hicieron por mí.

– La buena samaritana venida del otro lado del océano. Demasiado bonito para ser verdad -le respondió con burla-. ¿Está casada?

– Sí -mintió.

– ¿Con el hombre de la foto?

– ¿Qué foto?

– La del álbum de su vida. Lo encontré en su maleta. ¿Por qué no lleva alianza? -preguntó sin estar convencido de su respuesta.

– Pensamos que podría ser peligroso traer joyas.

– ¿A qué se dedica su marido?

– Es arquitecto.

– Entonces deben de tener una buena posición.

– No puedo quejarme.

– ¿Cuánto tiempo lleva casada? ¿Tienen hijos?

– Desde hace dos años, y no, no tengo hijos.

– ¿Por qué no ha venido él con usted?

– Porque tenía mucho trabajo, y yo preferí afrontar por mí misma esta situación.

– Su marido debe confiar mucho en usted al dejarla sola durante un mes.

– Él piensa reunirse conmigo muy pronto. Debe de estar alarmado por no tener noticias mías y pronto comenzará a buscarme.

– Ha dicho antes que quería encarar sola esta situación -insinuó incrédulo.

– Solo durante los primeros días. Él tiene previsto venir dentro de una semana y regresar conmigo. Espero que para ese tiempo usted haya comprobado que todo esto es un desgraciado malentendido y me deje marchar -dijo mientras se colocaba un mechón de pelo tras la oreja, un gesto que a Antonio le pareció especialmente sensual.

– No esté tan segura -dijo aparcando su frialdad.

Antonio trataba de hallar algún resquicio de verdad en sus palabras. Su mirada parecía sincera y el aire de inocencia que la envolvía incitaba a creerla. Comenzaba a sentir algo confuso y a la vez agradable por aquella mujer sentada frente a él. Su animadversión había desaparecido, aunque no confiaba del todo; además… era hermana de quien era hermana, no podía olvidarlo fácilmente. Tenía la impresión de que mentía continuamente; sin embargo, ella misma le había mostrado su punto débil al confesarle sus temores, exhibiendo una candidez impropia de una mujer madura.

– ¿Puedo irme ya? -preguntó Elena, haciéndole regresar a la realidad.

– Sí, vuelva a su habitación.

Elena se sintió aliviada, pues temía que el entusiasmo hacia ella se desbordase. Intentó dormir, aunque la inquietud ante cualquier ruido la mantenía tensa. Al fin sus ojos se cerraron, pero su mente volvió a atormentarla y las pesadillas de la infancia regresaron. Soñaba que corría por un laberinto de muros de madera, perseguida por la sombra de unas enormes manos que pretendían atraparla. Ella trataba de escapar por unas pequeñas cavidades cuadradas y separadas entre sí por altas paredes que le impedían saltar de una a otra. El largo pasillo no tenía salida y a los lados solo había pequeñas puertas que accedían a aquellos huecos ciegos. La sombra se acercaba lentamente y empezó a gritar, pero aquellas gigantescas garras la habían atrapado y comenzaban a sacudirla. Ella se defendía agitando los brazos y las piernas para zafarse de aquella abominable silueta que la zarandeaba con violencia.

– ¡Despierte! ¡Despierte! -Antonio Cifuentes la sacudía de atrás hacia delante, sujetando sus manos con las que trataba de protegerse, pero por más que se esforzaba, no conseguía devolverle la consciencia.

– ¡No, por favor! ¡No me haga daño! -seguía gritando Elena.

– ¡Es una pesadilla, solo un sueño! ¡Despierte ya! -le ordenó mientras encendía la luz de la mesilla.

Por fin se quedó quieta, sentada en la cama, temblando como una hoja, con la respiración entrecortada y la mirada perdida. Antonio se acercó e intentó abrazarla, pero ella alzó sus manos para impedírselo. Sus ojos reflejaban pánico.

– Ya pasó todo. Solo ha sido una pesadilla -le dijo en tono tranquilizador-. ¿Se siente mejor?

– Sí -respondió mientras se tendía de nuevo cerrando los ojos y dándole la espalda.

– Está bien, intente dormir. -Antonio acariciaba su hombro tratando de calmarla, ignorando que aquel contacto producía en ella el efecto contrario al de sus intenciones-. Me quedaré aquí hasta que recupere el sueño.

– No es necesario. Ya estoy bien, gracias -dijo sin volverse-. Prefiero estar sola.

– De acuerdo, dejaré la puerta abierta, estaré en la habitación de al lado.

Elena recuperó el sueño con las primeras luces del alba. El rumor de las voces de los trabajadores y el trotar de los caballos contribuyeron a tranquilizarla, aportándole una seguridad que hasta entonces desconocía. Aquellos sonidos no eran nuevos para ella, recordaba haberlos escuchado antes, desde otro lugar, pero el subconsciente se negaba a facilitarle más información; solo podía describir las sensaciones al oírlos desde su cama, las cuales le hicieron reconstruir otro sueño menos violento pero más obsesivo y repetitivo: la imagen de una casa pequeña con una cama grande al fondo y otra en la parte derecha de la puerta de entrada, junto a la pared. Recordaba una tela de grandes flores rojas y una mesa redonda. Elena soñó cientos de veces que accedía a aquella estancia, que pasaba cerca y, tras reconocerla, entraba a hurtadillas. En algunos de sus sueños la encontraba abandonada y sentía una gran decepción; en otras ocasiones, la hallaba totalmente distinta a como ella la recordaba. Era el sueño que más se repitió a lo largo de su niñez; parecía que su mente había dejado algo pendiente allí y sabía que debía de tener algún significado, pues en su memoria quedaron grabados todos los rincones de aquella sala y era capaz de describir detalle por detalle, cuadro a cuadro y mueble a mueble todo lo que había en su interior. Más de una vez se la describió a su abuela, preguntándole si ella habría estado allí de pequeña, pero nunca recibió una respuesta clara.

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