Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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Una templada tarde de enero de 1965, Rafael y Trinidad se prometieron amor eterno en la pequeña iglesia del pueblo. Al día siguiente se separaron para continuar su vida cotidiana, guardando el celoso secreto de su unión, en la esperanza de que el amo aceptase como un hecho consumado la rebelde conducta de Trinidad. Pero tras informarle de su matrimonio y solicitar el consentimiento para trasladarse al pueblo vecino, recibió una respuesta tan contundente -una bofetada en pleno rostro- que decidió no volver a repetir la demanda. Jamás habló a Rafael del maltrato recibido, convenciéndole de esperar un poco más. A pesar de las dificultades, siguieron viéndose a escondidas y durante aquellos meses concibieron un hijo. Trinidad logró ocultar su estado, hasta que el voluminoso vientre del segundo embarazo se hizo patente y trató por segunda vez de conseguir la preciada libertad para reunirse con su marido.

Sin embargo, la fortuna no estaba con ellos y un trágico suceso acabó de repente con todos sus proyectos de futuro. Rafael sufrió un accidente; unos campesinos le hallaron en un solitario descampado bañado en sangre y con graves heridas en la cabeza. Le trasladaron en un carro de bueyes hasta el pueblo, pero murió aquella misma noche sin recobrar el conocimiento. Trinidad conoció la trágica noticia al día siguiente al acudir a escondidas a la casa de su marido. Encontró la vivienda llena de gente, y al ver a Isabel vestida de luto riguroso, temió lo peor. Corrió hacia el dormitorio y no pudo evitar un grito de dolor al contemplar por última vez a su gran amor, amortajado con un traje negro que contrastaba con la blancura de su piel. Todos sus proyectos, todo su futuro, toda su felicidad quedaron atrapados para siempre en aquella habitación.

De nuevo estaba como al principio: sola. Su destino estaba escrito y ni siquiera el amor sincero de Rafael fue capaz de esquivarlo. Regresó a la hacienda llena de rabia y dolor, con el fruto de su amor en el vientre y el firme propósito de luchar hasta la muerte para darle vida. Era el único consuelo, y a la vez su venganza, contra el tirano que había arruinado su felicidad. El parto fue largo y difícil, pero el recuerdo de Rafael le impulsó a salir adelante. Llegó a contemplar a su bebé nada más nacer, recreándose en aquel pedacito de carne rosado de ojos claros y un pequeño mechón de pelo dorado que le devolvió la imagen de su amado.

A los pocos días del parto, Trinidad regresó al trabajo diario en la gran casa. Agustín aceptó a su hermanita con gran devoción y se encargó de ella como un pequeño padre; eran una familia unida por una preciosa criatura a la que, sin embargo, no se atrevían a mostrar al resto de los habitantes de la hacienda. Sus abuelos no podían visitarla, pero Trinidad la dejaba en la casa de sus suegros durante las temporadas de agobiante trabajo, lo que suponía una descarga para ella y una felicidad infinita para Isabel y José. El miedo la acompañó en su humilde hogar, temía por la seguridad de la pequeña en aquella cárcel dominada por rudos hombres y por un despiadado dueño que no había olvidado su traición, y se propuso luchar con uñas y dientes por la felicidad de aquel ser concebido en el más puro y sincero amor. Jamás permitiría un futuro como el suyo para la pequeña Elena.

El dolor por la pérdida de su único hijo sumió en una profunda depresión al matrimonio. José procuraba mostrar serenidad y regresó al rutinario trabajo del cuero, agazapándose en cualquier solitario rincón para llorar a espaldas de su mujer. La nostalgia les había mantenido unidos en aquel largo destierro y se sentían vinculados a aquella tierra por el amor a Rafael y a su pequeña nieta. Isabel se lamentaba de su suerte y renegaba de Dios, a quien creía benévolo y justo, reprochándole la pérdida de aquel ser joven, noble y lleno de vida. Durante mucho tiempo creyó escuchar, sentada ante la máquina de coser, aquel «¿mamá?» con el que Rafael la reclamaba al llegar a casa, e impulsivamente miraba hacia la puerta como antes, esperando verle entrar sonriente y recibir de él un beso en la mejilla.

El trabajo en el taller comenzó a escasear, pues el mejor cliente, el dueño de la hacienda Santa Isabel, había cancelado todos los encargos y boicoteado su negocio. Sin su principal apoyo comercial y sin fuerzas para desplazarse a fin de captar nuevos pedidos, las ventas fueron menguando y José fue despidiendo uno a uno a los empleados. Lograron sobrevivir confeccionando alpargatas y demás útiles de uso común para la gente del pueblo, y esporádicamente fabricaba alguna fabulosa silla de charro de gala como antaño, aunque los clientes habían desaparecido con la misma facilidad que décadas antes habían llenado el cuaderno de pedidos.

En una de las visitas de Trinidad hablaron abiertamente sobre la nostalgia de su tierra y sus recuerdos. Ellos aún eran jóvenes y añoraban su país, y el lazo de sangre con la pequeña Elena y el cuerpo de su hijo enterrado allí eran los únicos motivos para permanecer en aquella tierra donde habían prosperado con gran esfuerzo y que ahora les daba la espalda.

Aquella noche Trinidad apenas pudo conciliar el sueño mientras una dolorosa idea le rondaba la cabeza mortificándola. Al día siguiente regresó y depositó a la pequeña Elena en brazos de Isabel, rogándoles, entre lágrimas, que regresaran a España y llevaran a la niña con ellos. Los tres se abrazaron y rompieron en un emocionado llanto. Ellos jamás se habrían atrevido a pedirle ese sacrificio, deseaban fervientemente envejecer junto a la pequeña Elena y estaban dispuestos a quedarse allí para siempre; pero aquella inesperada decisión promovió su definitivo regreso, y semanas más tarde habían liquidado todos sus bienes y volaban hacia España en compañía del mejor regalo que les hizo Dios en compensación por la pérdida de Rafael, tras prometer a Trinidad, aun en contra de sus voluntades, que Elena jamás conocería la existencia de su familia mexicana.

Con el dinero obtenido por la venta de sus bienes se instalaron en un pueblo del sur, en la provincia de Cádiz, en una confortable casa junto al mar, lejos de la ciudad que les vio nacer. Corría el año 1970, el dictador Franco seguía gobernando el país con mano dura y el miedo a los instintos revanchistas sufridos treinta años atrás aún les perseguía, así que optaron por no informar del regreso a los escasos parientes que aún les quedaban vivos e iniciaron una nueva vida, guardando celoso secreto del forzoso exilio y comenzando desde cero como una familia ejemplar.

Trinidad añoró a la pequeña Elena hasta el fin de sus días, aunque jamás albergó ninguna clase de arrepentimiento. Sin embargo, Agustín había cumplido los catorce años curtido y maduro como si fueran veinticinco, y en numerosas ocasiones le lanzó duros reproches, exigiéndole que hiciera lo mismo con él y le enviara con la familia de su verdadero padre, como hizo con su hermana. Pero ella callaba ante sus críticas, rezando en silencio para que el sacrificio obtuviera recompensa: no deseaba una vida como la suya para su hija; Elena no debía regresar nunca a aquella inmunda cabaña ni pisar aquella maldita hacienda.

Capítulo6

La sirvienta llegaba puntualmente a las diez para depositar la bandeja del desayuno y retirarlo una hora más tarde. Elena se esforzó por ganar su amistad y así obtener información sobre su familia; por la mañana comenzó a ducharse y planeó terminar a las once en punto. Estaba en el baño y tenía una toalla alrededor del cuerpo cuando llegó la criada.

– Es horrible, no consigo controlar la melena. Necesito pinzas para el pelo.

– Lo lamento, señora, pero no puedo ayudarla. Pediré permiso y se las traeré esta tarde.

– No se moleste, no tiene importancia. No debemos incordiar al señor por unas simples horquillas. Ya me las arreglaré. Gracias de todas formas.

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