Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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vientos del pueblo me arrastran,

me esparcen el corazón

y me aventan la garganta.

Recitaba en silencio a su idolatrado Miguel Hernández mientras pensaba en la devastación de la guerra, en la pérdida de los poetas: Antonio Machado acababa de morir exiliado en Francia; Federico García Lorca en Granada, y Miguel Hernández continuaba en prisión. Reflexionaba sobre la estupidez humana, sobre la patria y el honor, sobre la unión y la fuerza, sobre la solidaridad… Tres años atrás aquellas palabras le habían llenado el corazón, pero en ese momento sonaban huecas y vacías de contenido. Habían sido sustituidas por supervivencia, comida, libertad…Todo su idealismo se había esfumado y se esforzaba en emplear sus débiles energías para olvidar aquella barbarie y todo lo que había dejado atrás.

De pronto, una voz femenina a su espalda mencionó su nombre, sacudiendo de un golpe todos aquellos pensamientos.

– ¡José! ¿Eres tú?

Se volvió como un resorte y abrió los ojos para convencerse de que no era una alucinación lo que estaba viendo: ¡Isabel estaba allí, frente a él, en aquel barco!

Isabel apenas pudo reconocer en aquella delgada y demacrada silueta al hombre a quien había amado en silencio durante aquellos difíciles años. Sus ojos estaban hundidos bajo los pómulos y la piel amarillenta era un recuerdo del brillo rosado de antaño; las arrugas surcaban los alrededores de las apagadas pupilas y sus labios habían perdido el color. Se abrazaron envueltos en lágrimas, repitiendo sus nombres. Su amor había superado aquella prueba y estaban juntos para siempre.

La travesía fue difícil. La escasez de comida era compensada con la abundancia de solidaridad y sincera confraternidad. Todos tenían una historia que contar, algún familiar a quien recordar, una lágrima que derramar. Tras interminables jornadas de navegación, un brillante sol les recibió a la llegada al país azteca. El puerto de Veracruz se había engalanado para saludar a los exiliados españoles, y José e Isabel observaron con regocijo los balcones decorados con pancartas dándoles la bienvenida y ofreciéndoles su hospitalidad. Lloraron de emoción al recordar su penosa huida, y durante el tiempo que vivieron en aquel país no pasó un solo día en que no recordaran su tierra. Los inicios no fueron fáciles, lejos de su patria, de su familia, sin raíces; pero estaban juntos para siempre. México es una tierra acogedora y dio muestras una vez más de su solidaridad con los españoles que se habían visto obligados a exiliarse. Con la venta de las joyas que Isabel heredó de su madre y que logró camuflar en su equipaje, adquirieron una bonita casa al sur de la Ciudad de México, donde José trasnochaba en su pequeño taller poniendo en práctica su habilidad con la piel curtida. Isabel pensaba que aquel exilio duraría pocos años y regresarían pronto. Había perdonado la traición de su hermano y añoraba a su familia; pero José aún no había olvidado.

– Solo con imaginar la cara de ese miserable al descubrir que su querida hermana se ha fugado, me compensa todo el rencor que siento hacia él -decía una tarde.

– No es bueno odiar, José; es mejor olvidar los resentimientos. Miremos hacia delante y soltemos el lastre de una vez -respondió Isabel mientras tejía un bonito vestido de vivos colores.

Él trabajaba el cuero con gran destreza y comenzó a confeccionar sandalias y bolsos. Más tarde aprendió a elaborar bridas y arreos para los caballos y, con paciencia y la inestimable ayuda de Isabel, se inició en el arte de fabricar sillas de montar, aplicando su pericia en repujar la piel. Ella sabía coser y también trabajó duro confeccionando para la venta los típicos y coloridos trajes del país. Con los años, su fama de excelente artesano se propagó entre las fincas de la región, y la extraordinaria calidad de las monturas y la filigrana del grabado le proporcionaron un gran prestigio entre los grandes terratenientes, quienes le encomendaban trabajos exclusivos con un toque de distinción.

Pero la naturaleza no fue generosa con ellos, y tras varios abortos, Isabel dio a luz un varón rubio de grandes ojos claros como su padre que destacaba en aquel pueblo habitado en su mayoría por indígenas de cabello negro y piel morena. Rafael Peralta Ramos creció fuerte y sano, y desde pequeño heredó de José la afición por el trabajo del cuero; se convirtió en un zagal alto y atractivo como él, aunque de Isabel heredó también la determinación y la fuerza de voluntad. Fue de gran ayuda para el matrimonio, quien con tesón y empeño se adaptó a la vida en México, perdidas ya las esperanzas que mantuvo durante los primeros años de regresar a su país. Poco a poco el negocio fue prosperando y se mudaron a una casa más grande, donde instalaron el gran taller en la planta baja y una acogedora vivienda en la superior. Cuando Rafael cumplió los veinte años, José decidió delegar en él la tarea de presentación y distribución de los productos a los clientes, mientras él se dedicaba en exclusiva a la manufactura en el taller.

En una de las visitas a la hacienda Santa Isabel, Rafael conoció a Trinidad y se quedó prendado de aquella belleza morena de mirada dulce. Trinidad González había nacido en un pueblo del norte, cerca de la frontera con Estados Unidos. Su padre murió cuando apenas era un bebé y su madre volvió a casarse con un indio borracho y pendenciero que continuamente la acosaba y le propinaba palizas. Antes de cumplir los trece años escapó de aquel infierno y se dirigió a la capital en busca de una nueva vida; primero bregó como una esclava en casa de unos señores de rancio abolengo a cambio de una comida al día, pero al cumplir los quince decidió que ya estaba cansada de los maltratos e insultos a los que la sometían; empacó una noche sus escasas pertenencias en una tela anudada y salió a recorrer pueblos y ranchos, hallando el definitivo cobijo en la hacienda Santa Isabel, donde trabajó duro desde el amanecer por el módico sueldo de dos raciones diarias de comida y un barracón de madera donde descansar su desfallecido cuerpo. Trinidad era joven, y su belleza no pasó desapercibida en la finca. Los obreros se divertían acosando a las criadas, y al poco tiempo de su llegada quedó embarazada. Cuando nació Agustín le puso sus propios apellidos, y a partir de entonces dejaron de molestarla y crió a su hijo en soledad, el cual se inició en el duro trabajo de la hacienda nada más comenzar a caminar erguido.

Al principio Trinidad desconfió de las intenciones de Rafael, pues le costaba creer que un hombre tan atractivo hubiese reparado en una humilde sirvienta como ella, pero sus visitas a la finca se hicieron más frecuentes hasta convencerla de sus honestos sentimientos. Ella temía confesarle la existencia de su hijo, pero un día se armó de valor y lo arriesgó todo a cambio de su sinceridad. Rafael prometió casarse con ella y dar su apellido a aquel niño; la llama del amor había prendido con fuerza y era más fuerte que los prejuicios de la época.

Andrés Cifuentes montó en cólera al conocer la intención de Trinidad de abandonar la hacienda, y la primera medida fue prohibir a Rafael la entrada a sus propiedades; más tarde canceló todos los encargos en el taller de cuero de su padre. Él era el amo, los trabajadores de la finca eran de su propiedad y tenía el poder absoluto para decidir el futuro de cada uno de ellos, y había resuelto que Trinidad no se marcharía jamás.

Pero ellos no renunciaron a su amor y durante meses continuaron citándose de forma clandestina amparados por los padres de Rafael, quienes respetaron la audaz decisión que había tomado la pareja de contraer matrimonio en secreto. José e Isabel estaban inquietos por las consecuencias de aquella iniciativa y por la reacción de Andrés Cifuentes, que ya se había hecho sentir en la merma de su negocio; pero el deber hacia su único hijo les persuadió de apoyarle. A fin de cuentas, su propia historia de amor tampoco estuvo exenta de contrariedades y amarguras. Adaptaron una habitación en la casa familiar donde esperaban compartir sus días con ellos y, en la fecha convenida, avisaron al sacerdote para que celebrara el santo sacramento.

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