Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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Isabelita celebraba su mayoría de edad el día que estalló el alzamiento contra la Segunda República. La noche anterior se observaron multitud de estrellas fugaces y la gente de los pueblos presintió que la guerra estaba cerca, pues las estrellas corrían de un lado a otro en el cielo, sobrecogidas y alborotadas como los animales a la espera de una tormenta. Aquel 18 de julio de 1936 amaneció ruidoso, y había más tráfico del habitual por los alrededores del ayuntamiento y de los cuarteles; pero la gente desconocía el motivo porque las noticias llegaban tarde y eran pocos los privilegiados que tenían una radio en casa. Se oían disparos por las calles de jóvenes milicianos que apuntaban con pistolas a los balcones y disparaban al aire desde los coches. El doctor Ramos reunió aquel día a toda la familia en torno a su mesa.

– Hijos míos, estoy escuchando las noticias en la radio desde ayer. ¡Estamos en guerra!

– Pero ¿contra quién? -preguntó Isabel.

– Es una guerra civil. Los militares se han alzado contra el gobierno de la República. A partir de ahora vigilad con quién os relacionáis y de qué habláis.

– ¡No hay nada que temer! -exclamó con pasión el hermano mayor-. Esta guerra era necesaria.

– ¡Ninguna guerra es necesaria! -le reprendió su cuñado.

– Esta sí. La República está llevando a este país al desastre, es necesario poner punto final a este descontrol.

– Sea como sea, vigilad vuestras palabras. Son tiempos revueltos y no debemos señalarnos ante ningún bando -sentenció el patriarca.

Joaquín dirigió la mirada hacia su hermana pequeña.

– Ya lo has oído, Isabel, cuidado con quién te relacionas.

Comenzaron las movilizaciones en ambos bandos, las denuncias anónimas y las detenciones clandestinas. José y todos los afiliados al sindicato fueron despedidos de la fábrica, cuyo dueño era un reconocido simpatizante del nuevo régimen en ciernes. Muchos de sus compañeros huyeron para enrolarse en el ejército republicano, pero José no creía en el éxito de aquella sublevación.

Una madrugada, un grupo de hombres uniformados irrumpieron violentamente en su casa y le llevaron detenido junto a su padre. Al día siguiente la señora Peralta recibió la noticia de la ejecución de su marido tras el muro del cementerio. Presintiendo su inminente arresto, abandonó la ciudad para refugiarse en un pequeño pueblo de Cataluña, donde murió años más tarde sin llegar a conocer la suerte que había corrido José, su único hijo.

José conoció el hambre, la miseria, las vejaciones y la mezquindad humana; escuchó por primera vez el nombre de Joaquín Ramos en la cárcel de Ávila, cuando le leyeron la sentencia de muerte que este había firmado contra él. Pero el día previsto para la ejecución amaneció cubierto de nieve y los camiones que debían trasladar a los reos no pudieron circular. Cuando el temporal amainó, un contingente de militares fue desplazado al cuartel de Toledo y todas las ejecuciones fueron aplazadas hasta nueva orden. José burló la muerte en más de una ocasión durante su periplo por diferentes prisiones españolas. En la soledad de la celda, era la imagen de su adorada Isabel la que le ayudaba a resistir aquella atrocidad. Sin embargo tenía conciencia de que no había futuro para ellos, pues aunque la guerra llegase a finalizar, aunque consiguiera su deseada libertad… ¿qué clase de vida podría ofrecerle? Seguramente ella se habría olvidado de él y se torturaba imaginándola rodeada de pretendientes en la gran casa de la esquina.

Sin embargo, una brillante mañana, un oficial de la prisión depositó en sus manos una cesta con comida, en cuyo fondo encontró una carta. Era de Isabel. Durante aquellos años de incertidumbre había conseguido averiguar su paradero a través del marido de una amiga, abogado de profesión. Recurrió también al familiar de una de sus criadas, que trabajaba como funcionario en aquella cárcel, y gracias a su colaboración José empezó a recibir alimentos y noticias. A partir de ese momento el ánimo comenzó a restablecerse con aquellas cartas semanales que le hablaban de amor, de esperanza, de libertad…

Isabelita apenas había sufrido privaciones durante los años de guerra fratricida. Su hermano llegó a ostentar un poderoso cargo político y muchas familias le recordarían durante años debido a las duras represalias sufridas por sus denuncias, a veces injustificadas, llevadas a cabo en ocasiones por simple antipatía. Sin embargo, se le escaparon a Joaquín Ramos los movimientos camuflados de la benjamina de la casa, quien a escondidas logró contactar con su perseguido sindicalista.

En los primeros meses de 1939, los puertos del levante español fueron el punto de huida para los republicanos que habían quedado atrapados ante la llegada de las tropas nacionales. La guerra estaba a punto de terminar, e Isabel tuvo conocimiento de la expedición de miles de pasaportes y salvoconductos para milicianos que debían partir hacia el exilio si no querían ser encarcelados. Era la hora de actuar. Joaquín había concertado su matrimonio con un coronel del ejército gran amigo de la familia, aunque ella le había impuesto una condición:

– Deja en libertad a José Peralta y me casaré con quien tú quieras.

– ¿Aún sigues enamorada de ese rojo zarrapastroso? -preguntó indignado.

– Está en la cárcel de Castellón -dijo ignorando su pregunta-. Sácale de allí y seré una esposa y madre ejemplar.

Al día siguiente viajó con él hasta el centro penitenciario. Joaquín Ramos entró en el despacho del director de la cárcel como quien entra en su casa: arrogante, elegante e impertinente. Isabel se quedó fuera observando la conversación tras los cristales. El director le escuchaba con atención y comenzó a revisar la documentación que tenía entre las manos. Era un hombre gris, de cabeza cuadrada y gafas de concha; comenzó a dar explicaciones y, por el gesto de las manos, parecía no estar muy de acuerdo con el visitante. Este no se había inmutado, inmóvil en el sillón, fumando un cigarro con indolencia. La diferencia en el atuendo era evidente; mientras Joaquín vestía un elegante traje de color marrón claro con chaleco y corbata, su interlocutor llevaba una chaqueta de paño oscuro de color indefinido sobre una simple camisa blanca. Vio a Joaquín incorporarse hacia la mesa y dar un golpe sobre ella. «Se acabó», pensó Isabel. De pronto los semblantes cambiaron y, tras unos instantes, Joaquín se levantó y los dos hombres se estrecharon las manos al despedirse.

– Ya está hecho. Dentro de dos días quedará libre. Espero que nunca olvides la humillación que me has hecho pasar -dijo enojado con el dedo amenazante.

– Nunca, querido hermano -dijo besándole en la mejilla-. Ya puedes concertar la fecha de mi boda.

La segunda vez que José Peralta oyó el nombre de su delator fue el 20 de marzo de 1939 a la salida de la cárcel, desde donde fue escoltado por la Guardia Civil hasta las afueras de la ciudad. Al llegar al puerto de Alicante, consiguió un salvoconducto y un pasaje para el barco mercante fletado por el agonizante gobierno de la República. Había recuperado su ansiada libertad y se preparaba para un futuro incierto. Paseó por la embarcación atestada de gente que, como él, escapaba de la derrota dejando atrás el pasado, su familia, sus raíces… De repente no pudo evitar una sonrisa al caer en la cuenta de que ignoraba el destino de aquel viaje.

Sintió la brisa del mar apoyado en la popa, contemplando absorto los blancos surcos que el barco dejaba olvidados en las aguas del Mediterráneo. El sol se despedía despacio, iluminando aquel cielo azul turquesa salpicado de caprichosas nubes que le obligaban a ocultarse de forma intermitente.

Vientos del pueblo me llevan,

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