Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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– De acuerdo… hasta mañana -dijo Elena sin atreverse a levantar la vista.

Él tomo su mano y besó su palma, después la rodeó con sus brazos y la mantuvo quieta durante unos instantes. Elena sintió un nudo en el pecho al notar aquellas manos grandes y fuertes sobre su espalda estrechándola con ternura y se dejó arrastrar por una fuerte emoción.

– Buenas noches. -Antonio la soltó con disgusto y besó su frente, realizando un esfuerzo para no tomarla en brazos y conducirla hacia su habitación.

Fue una noche intensa y confusa para Elena. La fuerte atracción que sentía hacia él se fundía con un sentimiento de culpa. Se sentía en deuda con su familia, estaba a punto de claudicar con el hombre para el que ellos trabajaron. Tantos sacrificios por la separación, tanto sufrimientos por su ausencia… Y estaba dejándose seducir por él. Su madre debía de estar inquieta en la tumba y Agustín se sentiría avergonzado por aquel comportamiento. Pensó en su abuela Isabel; tampoco ella estaría orgullosa.

Iba a traicionarles, a todos.

Estaba aturdida e indecisa, daba vueltas en la cama pensando en aquel hombre que le mostraba respeto de forma honesta y considerada. Siempre había creído que hacer el amor era más que un simple rato de placer entre dos personas, era una muestra de amor sincero, de confianza en un futuro común; quizá por no haber hallado nunca a alguien que le hiciera abrigar aquellos sentimientos aún no se había iniciado en el sexo. Nunca entendió a la gente que tenía aventuras fugaces o que cambiaba de pareja como de zapatos. Creció con sus abuelos, una pareja que se amaba y se respetaba mutuamente, y ese fue el ejemplo que ella había seguido.

Si atravesaba aquella puerta no habría vuelta atrás; hacer el amor con Antonio establecería un antes y un después que se traduciría en una entrega total por su parte. Y decidió que antes debía poner en orden sus caóticos sentimientos.

Capítulo15

Amaneció nublado. El cielo ofrecía un ambiente de color plomizo y la humedad se hacía sentir. Antonio había salido temprano, hacía un buen rato, y Elena se dispuso a preparar el equipaje para el proyectado viaje a la playa. El entusiasmo por aquel nuevo proyecto le hizo olvidar los prejuicios que la abordaron la noche anterior. Miró hacia la ventana y vio reflejado en ella el rostro de una mujer diferente, una mujer que estaba a punto de dar un giro radical a su vida, dispuesta a tirar por la borda su pasado y ponerse el mundo por montera. Ella nunca había recibido tantas atenciones y concluyó que Antonio sería el hombre con quien iba a compartir por primera vez su intimidad, y Acapulco era el lugar ideal para dar rienda suelta a sus íntimos deseos.

Pero a través del cristal vio algo que le hizo reconsiderar todo el arrojo que había mostrado minutos antes: la reja de entrada estaba abierta de par en par. Se detuvo en seco, acercó su nariz a la ventana y aguardó un buen rato. La puerta no se movía, y nadie parecía haber advertido aquel detalle. El jardín estaba desierto y el empleado de seguridad había desaparecido de su campo de visión. Bajó la escalera y caminó despacio hacia la reja para no despertar sospechas. Al llegar al límite con la calle se detuvo y sintió que sus pies flaqueaban, negándose a seguir avanzando. Pensaba en Antonio, pero el recuerdo de sus abuelos aguijoneó sus remordimientos. Debía regresar a casa, a España. Sí. Era su deber. Tenía una oportunidad de escapar y no podía desaprovecharla.

Inició unos tímidos pasos por la acera. Seguía pensando en Antonio. Estaba indecisa. Avanzó un poco más y se detuvo; volvió la vista hacia la casa que acababa de abandonar. Era su futuro lo que debía decidir en aquel instante. Antonio le estaba ofreciendo amor, compañía, seguridad… Y ella estaba sola… ¿Merecía la pena arriesgarse para regresar a un hogar solitario y vivir torturada el resto de sus días por haberle abandonado? «No», se dijo. No dejaría escapar otra oportunidad. Por primera vez reconoció que sus sentimientos hacia él no eran provocados por el encierro; era algo más profundo: le amaba, y sentía auténtica necesidad de estar a su lado, en aquel hogar… Sí… iba a regresar con él, y esta vez para siempre. Era una difícil decisión y rezaba para no equivocarse.

De repente un coche frenó bruscamente a su lado y dos jóvenes ataviados con uniforme marrón descendieron del vehículo y se situaron frente a ella impidiéndole el paso. El guardia de seguridad de la mansión también la había seguido y se acercó con rapidez.

– Disculpe, señora… Debería volver a la casa -dijo azorado sin dejar de mostrar respeto.

– Claro. He salido a dar un paseo, pero ya regresaba… -dijo girando sobre sus pasos e iniciando el camino de vuelta.

Esperó a Antonio en el dormitorio junto a la ventana; advirtió la llegada de su coche antes de la hora habitual y supuso que le habrían informado de su intento de fuga. Estaba muerta de miedo por su reacción. Y la conoció enseguida.

Un portazo a su espalda le anunció su presencia en la alcoba. Elena se volvió y se enfrentó a un rostro contraído por la furia que avanzaba con pasos seguros hacia ella.

– Antonio… Lo siento…

– Yo también -dijo quieto frente a ella.

– Tuve un impulso de salir, pero después decidí volver… No pretendía marcharme… Quiero quedarme aquí…

– Sí. Vas a quedarte en México, de eso no tengo dudas porque ya he tomado medidas -dijo abriendo la puerta para indicarle que saliera.

– ¿Qué vas a hacer?

– Impedir que vuelvas a cometer otra torpeza -replicó con frialdad-. ¡Vamos!

Salieron de la sala en dirección a la puerta exterior. El motor del coche aún estaba en marcha y uno de los empleados de seguridad se sentó junto al conductor. Antonio abrió la puerta indicándole que subiera. Elena esperaba que él lo hiciera a su lado, pero cerró de un golpe desde fuera y ordenó con un gesto al conductor que partiera. A través del cristal cruzó por última vez sus ojos con los suyos. Su mirada desprendía decepción y tuvo la desagradable sensación de que había tirado por tierra una oportunidad de ser feliz, pero se dio cuenta demasiado tarde.

La incertidumbre sobre su destino le hizo estremecer. ¿La enviaba a la cárcel? ¿Sería capaz de aquella crueldad? La mampara de cristal opaco estaba elevada, impidiendo así la comunicación con los silenciosos guardianes que viajaban con ella. Durante más de una hora recorrieron numerosas calles y circunvalaciones hasta salir de la ciudad, y al cabo de unos cuantos kilómetros de caminos sin asfaltar se tranquilizó al reconocer el lugar de destino: la hacienda Santa Isabel.

El coche se detuvo en la puerta y fue recibida por el ama de llaves. Lucía era una mujer áspera, huesuda y excesivamente delgada, con el cabello recogido y la espalda siempre recta, altiva y autoritaria. Su rasgo predominante eran los gélidos ojos grises que comenzaron a escudriñarla con una mirada penetrante y altanera, haciéndola sentir una intrusa en la mansión donde ella ostentaba el mando.

– Sígame, señora -le pidió mientras caminaba delante, erguida, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás.

La condujo hacia la habitación donde estuvo encerrada los primeros días de su llegada y se despidió con un frío «buenas tardes». Después cerró con llave la puerta desde fuera.

El día continuó desapacible y la lluvia golpeaba con fuerza en los cristales. Elena posó su mirada en la ventana para descubrir que no era el suyo el rostro allí reflejado, sino el de una extraña que poco a poco iba perdiendo su forma, desdibujando sus rasgos y convirtiéndose en un fantasma. La persistente lluvia no dio tregua en toda la tarde y el sonido del agua sobre los cristales la sumió en una triste melancolía. Su recién hallada familia se había esfumado y el futuro al lado de Antonio se deshizo como un castillo de arena. Había perdido su confianza y estaba completamente sola. Las pesadillas regresaron con virulencia aquella primera noche de encierro. La invadieron sueños desagradables, inquietos, sin sentido. Pasó en vela toda la madrugada y amaneció exhausta. Solo con las primeras luces retomó el sueño y consiguió descansar unas horas.

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