Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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– Más de la que imaginas.

– Pero de esta forma estarías legitimando mi encierro y me tendrías a tu merced…

Antonio se inclinó hacia ella sin apartar su mirada.

– Elige tú. Solo pretendo maquillar tu situación legal. Es un hecho que no vas a regresar a tu país por el momento… y puedo hacer que tu estancia aquí sea más agradable. Considero que es una excelente oferta.

Se estableció un silencio que ninguno quiso profanar. Elena advirtió que él había asumido el mando. Pero no iba a quedarse de brazos cruzados para dejar que la condujera a su antojo.

– Pues yo no pienso aceptarla. No me parece tan generosa como pretendes vendérmela.

– Podemos discutirlo mientras cenamos. Después prometo dejarme seducir… -dijo en tono ocurrente.

Aquellas irónicas palabras le provocaron sonrojo y sintió como si la hubiera abofeteado en su amor propio.

– Tuviste esa posibilidad hace un rato, pero la desperdiciaste -dijo con dignidad mientras se levantaba-. Ya no habrá más oportunidades…

– Prueba de nuevo… -dijo impidiéndole el paso y colocando las manos en su cintura-. Esta vez no voy a defraudarte.

– Ya lo has hecho -dijo dando un paso atrás y liberándose de él.

– Yo también me sentí decepcionado cuando decidiste abandonar la casa. -A pesar de sus palabras, no había signos de irritación-. Ahora estamos en paz y podemos continuar donde lo dejamos hace un rato.

– Me voy de regreso a mi celda, y quiero estar sola. -Era la respuesta ante su insinuación. Después se dirigió hacia la puerta de salida.

– Tómate un tiempo para reflexionar. Mientras tanto voy a darte otro voto de confianza. Podrás moverte libremente por la hacienda. No volveré a encerrarte.

– Eres muy considerado… -replicó con sarcasmo antes de traspasar el umbral.

¿Y ahora qué?, se decía Elena enojada consigo misma mientras subía la escalera de regreso. Lo había estropeado todo. Con su intento de fuga había perdido la incipiente confianza que Antonio comenzaba a depositar en ella, y su absurdo comportamiento en el dormitorio le había abierto la posibilidad para creer que podría conseguir sus favores a cambio de sexo. Entró en su dormitorio y cerró la puerta. Más tarde se negó a salir cuando una criada le transmitió la petición del señor para que le acompañara en la cena.

Era medianoche y estaba a punto de caer en un profundo sueño cuando escuchó el familiar sonido del pomo de la puerta al abrirse. Esta vez quedó paralizada; ni siquiera le dio tiempo a cubrirse con la colcha. Volvió su cabeza hacia el lado contrario y cerró los ojos tratando de ocultar su miedo, confiando en la oscuridad que había en la estancia. Sintió pasos que se acercaban lentamente a la cama, y después reinó el silencio. Elena escuchaba en aquella quietud la pausada respiración de Antonio, que contrastaba con la suya, cuyo pulso cada vez más acelerado amenazaba con delatarla. Fueron unos largos minutos que a ella le parecieron horas. Después oyó cómo iniciaba el camino hacia la puerta y cerraba despacio procurando no hacer ruido.

Capítulo16

Al día siguiente despertó temprano, pero tampoco hizo ningún amago de salir de la habitación. Era casi mediodía cuando una sirvienta la visitó para preguntarle si deseaba tomar el desayuno allí mismo o en el comedor.

– ¿El señor está en el comedor? -preguntó a la criada.

– No, don Antonio se marchó esta mañana temprano a la ciudad.

Elena decidió entonces salir para explorar con tranquilidad la finca. Después del desayuno en el comedor atravesó el patio y se dirigió hacia la gran puerta de acceso a la casa. Lucía caminó tras ella hasta colocarse a su espalda y con voz firme reclamó su atención.

– Señora, si va a salir de la casa, le informo de que tengo órdenes del señor Cifuentes de acompañarla…

– Solo pretendía curiosear un poco por los alrededores… -respondió cohibida.

– Como desee, señora, pero debo obedecer al señor.

Durante unos segundos dudó si regresar a su habitación o seguir con sus planes, y resolvió ignorar a la sirvienta y continuar su proyectado paseo. En primer lugar tomó el sendero que conducía a los establos. Se detuvo tras la empalizada de madera a observar a los mozos mientras montaban y domaban hermosos caballos pura raza. Intentó reconocer a alguno de los que la recibieron el día de su llegada, pero ningún rostro de aquellos jóvenes le resultó familiar. Miró de reojo hacia la gran verja de entrada para confirmar su sospecha: estaba cerrada. Era lógico; si ella fuese Antonio habría hecho lo mismo. Tras recorrer la piscina y la amplia terraza, tomó un libro de la biblioteca y regresó al dormitorio.

Por la tarde escuchó la puerta y se estremeció al cruzar su mirada con la de Antonio. Este acababa de llegar de la ciudad y vestía un elegante traje oscuro con camisa de color claro a juego con la corbata.

– Estás aquí… -dijo a modo de saludo-. Sabes que puedes salir…

– No es agradable pasear mientras varios pares de ojos vigilan tu espalda.

– Es el precio que tienes que pagar por tus imprudencias. -Se detuvo e introdujo las manos en los bolsillos en un gesto muy natural-. Soy el responsable de tu vigilancia y no puedo correr riesgos. Si vuelves a escapar, me pondrás en evidencia y quedarás bajo la custodia de la policía del Estado, y te aseguro que no recibirás el trato que yo te estoy ofreciendo. -Sus palabras sonaban templadas a pesar de la velada amenaza que le lanzó.

– Puedes estar tranquilo. No pienso volver a intentarlo.

– De todas formas vas a trasladarte al dormitorio contiguo al mío. Prefiero tenerte más cerca -concluyó con una mueca, a punto de sonreír.

– Eso se llama confianza -ironizó Elena.

Antonio quedó callado y fijó sus ojos en los de ella. Su expresión parecía serena.

– Se llama prudencia. Te protejo de ti misma y de tus impulsos de salir corriendo hacia ninguna parte.

– Como quieras. -Era inútil seguir insistiendo en convencerle de que iba a portarse bien. Él no se fiaba de sus promesas y tenía motivos más que sobrados para hacerlo. De las tres ocasiones en que trató de escapar, en una de ellas destrozó una camioneta y en otra le robó el coche. Él sabía que no era osadía lo que le faltaba.

– ¿Me acompañas a cenar?

– No -respondió sin pensar. Cuando quiso rectificar ya era demasiado tarde. Antonio había hecho un gesto con la cabeza aceptando su respuesta y salía de la estancia cerrando la puerta.

Más tarde, una criada la condujo a través del pasillo hacia el ala opuesta de la mansión hasta llegar a un amplio y lujoso dormitorio con una puerta que comunicaba con otro gemelo. En el muro lateral había una chimenea enmarcada en piedra natural y Elena se sentó frente a ella a contemplar el fuego.

Había oscurecido cuando escuchó a su espalda el ruido de la puerta interior al abrirse y los familiares pasos de Antonio. Sin retirar los ojos de fuego, Elena esperó a que se sentara junto a ella en el sofá. Durante unos instantes compartieron un cómodo silencio mientras escuchaban crepitar la leña que ardía en el interior.

– ¿Has decidido ya la respuesta que vas a ofrecer a la embajada? -preguntó Antonio mirando al frente.

– Firmaré el documento. Voy a trabajar para ti -dijo mirándole de reojo.

– ¿Estás segura? -Se volvió hacia ella.

– Es la opción menos mala…

– Has elegido la mejor.

– Ahora estoy en tus manos. -Le miró con inseguridad.

Él dirigió su mirada hacia ella y permaneció callado.

– No debes temer nada. Te di mi palabra de que jamás te haría daño y pienso cumplirla. A cambio espero que tú asumas alguna responsabilidad.

– Puedes confiar en mí. Yo también te doy mi palabra de honor. Y vale tanto como la tuya.

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