Antonio regresó a la hacienda la tarde siguiente y tuvo noticias de que Elena apenas había ingerido alimentos desde su llegada y había permanecido en la cama todo el tiempo. Entró en el dormitorio y abrió las cortinas de par en par. Una resplandeciente luz exterior inundó la estancia.
– Por favor, cierre las ventanas -suplicó Elena cubriéndose la cabeza con las sábanas.
– ¿No piensas levantarte?
Su ronca y autoritaria voz le produjo un sobresalto. Después él tiró de las sábanas bruscamente.
– Vamos, arriba -dijo tomándola del brazo y conduciéndola al baño; abrió el grifo de la ducha y la miró con severidad-. Te espero fuera.
La frialdad del agua sobre la piel estimuló sus reflejos y la hizo reaccionar. Salió después con pasos vacilantes y ojos asustados. Antonio aguardaba junto a la ventana y se acercó despacio con mirada grave.
– No te saldrás con la tuya -le dijo apuntando con su dedo índice-. No voy a ceder ante este nuevo chantaje y tampoco voy a permitir que te hagas daño.
Elena se sentó en la cama con la mirada perdida, envuelta en un blanco albornoz que palidecía aún más su rostro.
– No pretendía llamar tu atención, te lo aseguro. Estoy muy cansada. Eso es todo.
Él le alzó el mentón para mirarla y observó que sus ojos habían perdido la luz que le había seducido la primera vez que la vio.
– ¿Qué te ocurre?
– Apenas he dormido. Tuve pesadillas durante toda la noche.
– ¿Son como las que me contaste la otra tarde? -El tono duro había desaparecido.
– No. Ahora son diferentes, más reales, disparates sin sentido, sombras que me persiguen para hacerme daño, sitios oscuros donde estoy encerrada… y despierto aterrorizada…
– ¿Por qué crees que quieren hacerte daño?
– No lo sé. Es solo una percepción de peligro. Ahora veo sus rostros, son más humanos que antes.
– ¿Reconoces a alguien?
– Tú eres uno de ellos -dijo mirándole con recelo.
Antonio se sentó en la cama a su lado y emitió un suspiro.
– ¿Vas a castigarme? -Había miedo en su voz.
– Estoy decepcionado ante tu falta de sentido práctico, pero jamás te haría daño.
– ¿Hasta cuándo vas a tenerme encerrada?
– Depende de ti. -Se volvió hacia ella.
– ¿Qué debo hacer?
– Convencerme de que no vas a cometer otra imprudencia. Aún espero que hagas un esfuerzo para estar a la altura y que recuperes la sensatez.
– No volveré a hacerlo, te lo prometo.
– No es suficiente, ya no confío en tu palabra -replicó con gravedad.
Elena se volvió hacia él con timidez y colocó la mano en su rostro. Antonio quedó inmóvil al recibir aquella inesperada caricia. Elena se acercó despacio dirigiendo la mirada a sus labios y los rozó con suavidad. Él respondió con entusiasmo, abrazándola con fogosidad y empujándola hacia atrás sobre la cama. Estaba sobre ella, desabrochando el albornoz y recorriendo con las manos su piel fresca y perfumada. Elena cerró los ojos y se dejó llevar.
– Harías cualquier cosa por salir de aquí, ¿verdad? -preguntó en voz baja interrumpiendo aquel contacto. Estaba sobre ella, dominándola con su cuerpo y mirándola con severidad. Después rechazó despacio los brazos que aún estrechaban su cuello y se puso de pie con lentitud.
Los sentimientos que Elena había liberado se agolpaban en tropel, pero sus labios se negaban a abrirse para decirle que le quería, que deseaba ser su mujer; pero en vez de eso, un indeciso…
– … No volveré a hacerlo -emergió como una letanía.
– Nunca sé cuándo eres sincera.
Se quedaron en silencio durante unos largos instantes.
– Vístete. Hay novedades. Te espero en mi despacho -ordenó mientras salía de la alcoba dejando la puerta abierta.
La tarde por fin mostró los primeros rayos de sol tras el largo aguacero. Olía a tierra mojada y el patio iluminaba la gran escalinata que conducía a la planta baja. A pesar de su encierro, Elena se sentía como en casa, había algo allí que la atraía como un imán.
El despacho estaba situado frente a la puerta de entrada de la casa, bajo los soportales de arcos apuntados que rodeaban el patio. Llamó con unos tímidos golpes a la puerta y recibió una respuesta firme desde el interior. Antonio estaba sentado tras una enorme mesa de madera labrada y a su izquierda se situaba el ordenador, en cuyo teclado trabajaba en aquel momento.
– Siéntate -le pidió señalando un sillón de cuero frente a él. Después colocó los codos sobre la mesa y cruzó sus manos sobre ella-. Me han informado de que alguien denunció tu desaparición ante la embajada española y han solicitado información oficial a la policía de México.
Esperó una reacción, una respuesta. Pero Elena no se inmutó.
– ¿No vas a preguntarme quién ha sido? -preguntó con gravedad.
– Ha sido Jean Marc. Jean Marc Detroux, ¿no es cierto?
Él afirmó en silencio.
– ¿Estabas con él?
Ella le miró con insolencia sin ofrecer respuesta.
– ¿Te importa?
– Sí -respondió con severidad.
– ¿Por qué?
– No has contestado. ¿Estabas con él?
Ella no respondió de inmediato, hizo una larga pausa con una serenidad que a él le pareció irritante.
– Qué más da… Estoy aquí, contigo. Y para una larga temporada… -dijo con sarcasmo.
– No juegues conmigo, Elena -ordenó con gesto amenazante.
Elena se levantó con intención de dejarle solo. Quería provocarle para devolverle el desprecio que él le hizo antes en el dormitorio; quería decirle que ella no le pertenecía; no pertenecía nadie… pero Antonio alcanzó su brazo y la retuvo, obligándola a sentarse de nuevo mientras él quedaba en pie frente a ella, apoyado en el borde de la mesa.
– Aún no hemos terminado. No me has dado una respuesta.
Cuanto más la conocía, más curiosidad sentía por la vida de ella, no tanto por los recuerdos que le había relatado desde su llegada como por lo que aún no le había expuesto de sí misma.
– Jean Marc era amigo de mis abuelos. Ha sido mi único apoyo desde que murieron y se ha portado como un padre desde entonces… ¿Satisfecho? -respondió mordaz.
– ¿Se trata de la persona de la que me hablaste la otra noche?
– Sí, y me gustaría hablar con él para tranquilizarle…
Por toda respuesta, Antonio abrió un dossier, extrajo unos documentos y los volvió hacia ella.
– No será necesario. Esta es una copia del expediente de tu detención que la policía va a presentar ante la embajada. En él se detalla tu presunta relación con un asesino huido de la justicia y la orden de prohibición de abandonar el país que han emitido contra ti.
– Entonces… las autoridades españolas me tomarán por una vulgar delincuente y se olvidarán de mí… -dijo ensombreciendo su mirada.
– Así es… No obstante, puedo ofrecerte una alternativa para evitar que este asunto llegue a enturbiar tu reputación…
– ¿Cuál?
– He redactado una declaración en la que notificas que te encuentras en perfecto estado, que has conseguido un excelente empleo y has decidido establecer tu residencia en México. He hecho preparar también un contrato de trabajo como directiva en una de mis empresas. Si firmas estos documentos no tendrás que dar explicaciones ante las autoridades españolas… y tu amigo no volverá a preocuparse por ti.
– ¿Eso es todo? ¿Una simple firma? Cualquiera podría hacerlo en mi nombre…
– Estos documentos, junto con tu pasaporte, serían entregados personalmente en la embajada por el jefe de la Policía de Ciudad de México, quien daría fe de que lo has firmado en su presencia. Con ese trámite es suficiente.
– Tienes mucha influencia ante las autoridades -dijo sarcástica.
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