Traía bombones para la miss y oporto viejo para mi maestro. Habló de Brasil y de sus bellezas, de que poseía allá tierras como provincias, y un palacete en Río de Janeiro. Pero cuando recorrieron la casa, permaneció muda y admirativa. Dio las gracias a la miss y a mi maestro y se despidió; pero volvió al día siguiente, y casi todos los días, uno con un pretexto, otro día con otro. Uno de ellos dijo: «Me gustaría comprar este pazo»; y otro: «Quiero comprar este pazo», y llegó a decir: «Daría todo lo que tengo por ser dueña de este pazo.» «Mi querido Ademar, es hermoso, y valioso, pero no tanto que uno dé lo que tiene por poseerlo.» Y después María de Fátima dejó de hablar de comprarlo, y sus preguntas recayeron sobre mí, que qué edad tenía, que si estaba soltero, que si era guapo. «Mi querido Ademar, esa mujer está dispuesta a casarse contigo con tal de ser aquí la dueña, y yo no encuentro que sea mujer apropiada para ti.» La razón de la entrevista, acordada previamente con mi maestro, de eso estoy seguro, era prevenirme contra las seducciones de María de Fátima, que, por cierto, comenzaron al día siguiente mismo. Nos hallábamos, el maestro y yo, lejos de la casa, viendo esto y aquello, y fantaseando sobre la futura vaquería, cuando vimos aparecer a una amazona que venía hacia nosotros. «Es María de Fátima -dijo él-. Mi mujer ya te habló de ella, ¿verdad?» María de Fátima cabalgaba un hermoso caballo, que montaba a horcajadas, no como había visto hacer a mi abuela, a mujeriegas. Antes de hablarnos, nos quedamos mirándonos. Por lo pronto, era la mujer más bonita que había visto en mi vida, de una belleza no sólo superior a la de Ursula y a la de Clelia, sino distinta; una belleza detrás de la cual estaba toda la selva brasileña, sensual, provocativa, avasallante. Cuando descabalgó y se acercó a mí, todas las cadencias del mundo se resumían en el vaivén de sus caderas. No la miraba mi maestro, sino a mí, como espiando el efecto de aquella aparición. Traía puesto un sombrerito de corte masculino; se lo quitó antes de darme la mano, y cayó sobre sus hombros una cabellera negra, larga, profunda, una cabellera como un abismo. «Hola. Soy María de Fátima, tu vecina.» «Hola. Soy Filomeno.» Se quedó un poco sorprendida. «¿Filomeno? ¿No te llamas Ademar?» «Según. Unas veces, Ademar; otras, Filomeno. Puedes elegir.» No había soltado mi mano, pero miraba a mi maestro, lo miraba como ordenándole que se fuera. Y él la obedeció, porque todavía su edad le permitía sentir los efectos de las caderas de María de Fátima. «¿Has venido también a caballo?» «No. Hemos venido andando. La casa está cerca.» Cogió de las riendas el suyo. «Vamos hacia allá. Puesto que somos vecinos, quiero que seamos amigos.» No me pidió de repente que le vendiera el pazo; se limitó a contarme parte de lo que yo ya sabía. Y mientras lo hacía, a eso de medio camino se me cogió del brazo. «Supe esta mañana que habías llegado. Y yo vengo a ofrecerte nuestra buena vecindad y a invitarte a comer con nosotros.» Hablaba el portugués musical y claro de Brasil, hablaba como si cantase, con una voz oscura y cachonda como un ritmo de maracas. Era morena y no venía pintada; hasta las uñas las llevaba al natural, aunque limpias y bien recortadas, no redondas, sino en punta, como unas garras. Mientras ella hablaba, mientras yo la escuchaba, agradecía en mi corazón a la miss el haberme prevenido contra ella, si bien no me hubiera detallado los encantos de que debía defenderme. Lo más peligroso de María de Fátima no eran, sin embargo, sus atractivos, sino ese aire de mando de los que están acostumbrados a que todo el mundo haga su voluntad. Presentí que me hallaba al lado de un huracán, y pensé que mi única defensa estaba en mi condición de flexible junco. Pero a veces también el huracán arranca a los juncos de cuajo, a los que no quieren plegarse a su imperio.
Cuando dije a la miss que María de Fátima me había invitado a comer, vi temblar en sus ojos el temor. Intenté tranquilizarla con una mirada, pero no sé si llegó a comprenderla o si, aun habiéndola entendido, consideró insuficiente la seguridad que con ella le había enviado. La miss no era religiosa, pero acaso en aquella ocasión se haya dirigido a un dios ignoto pidiéndole protección para mí.
Había dejado sola en el vestíbulo a María de Fátima con el pretexto de que no estaba vestido con la decencia necesaria. Mientras yo me cambiaba, ella esperó, no sé si fisgando o entreteniendo la paciencia con idas y venidas, con fustazos más o menos violentos a las botas de montar. Cuando bajé, la hallé plantada bajo el arco del portalón, las piernas un poco abiertas, mirando el césped y al jardín. «Es temprano todavía. ¿Por qué no me enseñas tu casa?» ¿Y por qué no? La cogí de un brazo y la llevé de salón en salón, por las partes más visibles, por las mejor alhajadas, si bien le haya hurtado, al menos aquel día, los recovecos, pasadizos, cámaras y escalerillas que habían encantado mi infancia, que me habían dado una sabiduría del misterio de la que después hice uso escaso. No hizo comentarios hasta llegar a la biblioteca. El aire de su interior estaba gris, como aquella mañana, y la penumbra oscurecía los plúteos. «Es bonito esto -dijo ella-. ¡Qué gran salón de baile podría hacerse aquí.» «Pero -le dije yo- es una biblioteca.» «Y tú ¿para qué quieres tantos libros?» Me eché a reír. «¿No sabes que soy una especie de escritor, o, por lo menos, aspirante a serlo?» «No. No lo sabía ni pude suponerlo. A eso sólo se dedica la gente rara y, por supuesto, pobre. Tú no lo eres.» «¿Qué sabe uno lo que es?» Se volvió hacia mí y me miró con fijeza. «Es una enfermedad que tiene remedio.» Salimos de la biblioteca. «¿No se te ha ocurrido nunca que podrías traer gente, dar fiestas, en una casa tan hermosa?» «Por lo que a ti respecta, mañana te ofreceré una a ti y a tu familia. Pero, fuera de vosotros, ¿a quién podré invitar? La gente de por aquí pasa el invierno en Lisboa o en Oporto.» «Una fiesta como las que yo sueño, la podría atraer.» «Tengo poca imaginación para esas cosas.» «Otros podrían tenerla por ti.» Fuimos en mi cochecillo, el caballo de María de Fátima atado a la trasera. Por el camino se me ocurrió hablarle del proyecto de montar un negocio de vacas. Me preguntó cuántas. Le dije que alrededor de ciento, para empezar. Se echó a reír. «En una finca cerca de Uruguay tenemos dos o tres mil. Y no creas que son un buen negocio.» No obstante, seguimos hablando de vacas. Se refirió vagamente a una compañera suya, en el colegio suizo, cuyo padre vendía ejemplares de raza y sementales. «Si sigues adelante, podríamos ir a verla, a esa amiga mía.» ¡Oh Dios! ¡Qué manera tan suave de tener por suyo el mundo!
La casa en que vivía María de Fátima la recordaba: abandonada, invadido el jardín por los matojos, tenía reputación de embrujada o cosa así, porque allí habían dado muerte a alguien, no sé si por amor o por política. Me quedé sorprendido al entrar en la finca. Todo estaba cuidado, renovado, y la fachada de la casa relucía de bien tenida, una casa de estilo modernista, como tantas otras del norte de Portugal, graciosa, además de suntuosa. Su interior me dejó deslumbrado, aunque un poco sofocado por el calor y la abundancia de plantas. Las caobas relucían, se miraba uno en los suelos, los vidrios impolutos de las ventanas dejaban ver el jardín y sus bellezas. Un criado negro nos recibió, me acompañó al salón, mientras María de Fátima iba a cambiarse. «Mis padres vendrán en seguida.» En el salón nada desentonaba, nada estaba fuera de lugar. Si acaso sorprendían algunos cuadros de paisaje, hechos con élitros de mariposas, de un verde intenso y distinto, pero no los habían colgado muy a la vista. Eran el único recuerdo colonial. Lo demás había sido ordenado y dispuesto por alguien conocedor de la decoración que correspondía a aquella casa. Me sentí a gusto, salvo el calor, pero con una sensación de miedo indefinida. ¿Basada en qué? ¿En la personalidad atractiva y mandona de María de Fátima? Me entretenía examinando las chucherías de las vitrinas, cuando entró alguien: los padres de María de Fátima. Ella, delante; él un poco rezagado. Antes de saludarnos, tuve tiempo de examinarlos. La madre de María de Fátima tendría cuarenta años, todo lo más; era bellísima, de una belleza tropical y exuberante, como sería su hija, seguramente, cuando alcanzase su edad. Un poco más morena que María de Fátima, con la sangre mestiza más próxima. Sus ojos grandes y negros miraban con poder. Detrás de ella el marido parecía insignificante. Acaso por sí solo pudiera interesar, pues ciertos rasgos de su cara denotaban energía y tenacidad; pero la presencia de su mujer lo oscurecía. Vestía bien, aunque vulgarmente. Vestía como alguien que sigue obligatoriamente la moda porque puede comprarla y porque no se le ocurre otra cosa; aunque a su facha recia y a su cara tosca (de una tosquedad disimulada por el afeitado diario y por un buen corte de pelo) le hubieran ido mejor un traje campero. Pero no advertí que al hallarse dentro de aquellas ropas civilizadas, se sintiese incómodo. Las de Regina eran sencillas y atrevidas: se le adivinaba el cuerpo, de ondulaciones sabias, como calculadas, y el escote dejaba ver el arranque de los pechos: no demasiado grandes, recios todavía, desafiantes, como si fueran afirmando (o proclamando) que se tenían solos. Me tendió la mano, me la tendió sonriendo, mientras decía: «Bien venido a nuestra casa, señor de Alemcastre. Me llamo Regina, y éste es mi marido, Amedio.» También el marido me tendió la mano, pero se limitó a decir: «Mucho gusto en verle por aquí.» Me pareció que con una mirada pedía la aprobación de su mujer, pero ella no le miraba.
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