Gonzalo Ballester - Filomeno, a mi pesar

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Premio Planeta
Esta novela obtuvo el Premio Planeta 1988, concedido por el siguiente jurado: Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol y José María Valverde.
Filomeno, gallego de origen portugués por parte de madre, es un personaje de incierta y compleja personalidad, lo cual se refleja en un nombre de pila indeseado que suena a ridículo y en el uso habitual de sus diferentes apellidos según la situación y el país en que se encuentra. Tras estudiar Derecho en Madrid, se traslada a Londres para trabajar en un banco, es corresponsal de un periódico portugués en París y, después de residir en Portugal durante la guerra civil española, acaba volviendo a la Galicia donde nació. En el curso de estos viajes, y mientras la historia de Europa se va ensombreciendo progresivamente, Filomeno tiene experiencias de todo género que le hacen madurar y se enamora varias veces. Este itinerario personal forja la personalidad del protagonista, y constituye un hondísimo retrato que en la pluma de Gonzalo Torrente Ballester se enriquece con sugestivos matices de observación e ironía. Extraordinaria novela en la cual lo real y lo misterioso, la tragedia y el humor, el curso de una azarosa vida y la trama de la historia contemporánea se mezclan en una armoniosa síntesis de arte narrativo y verdad humana para darnos una de las grandes obras maestras de su autor. «El Filomeno Freijomil que se desdobla en Ademar de Alemcastre para disfrazar su desasosiego, no es sino expresión de ese juego de máscaras en el que el hombre moderno necesita refugiarse para afrontar el dolor de su propia inconsistencia» (Juan Manuel de Prada).

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VII

MADAME CLAUDINE ME REPROCHÓ que ninguna chica me durase más de un día, o a lo sumo dos, y le echó la culpa a mi preferencia por mujeres de cierta clase, como lo eran evidentemente Ursula y Clelia. De ésta llegó a decirme que cómo podía durarme una mujer que usaba un sombrerito como el que había traído la última vez, porque esa clase de mujeres cambia de hombre como de sombrero. «Lo que tiene usted que buscarse es una chica corriente, de tantas como hay esperando un amor, y no complicaciones. Hay muchachas excelentes en París para un hombre como usted, como esposas o como amantes. Hágame caso.» No hubiera entendido mis razones, no porque no fuese espabilada mi portera, sino porque me vería en graves aprietos para razonar. Recibí una tarjeta de Clelia desde el puerto inglés al que había ido para embarcarse, y varios días después, un cablegrama de llegada desde Nueva York. Ambos decían lo mismo: «Estoy bien. No me olvides.» ¿Cómo iba a olvidarla? Jamás mujer alguna hizo dar más vueltas a mi cabeza en un intento de entenderla, hasta el punto de quedar las noticias de la guerra lejos de mi preocupación constante. Lo advirtió el señor Magalhaes. «¿Está usted enamorado?» «Más bien desenamorándome, aunque con dificultad.» «Un clavo quita otro clavo, amigo. Búsquese cualquier chica.» Creo haber dicho que Clelia no era misteriosa, aunque sí incomprensible. Intentaba entenderla con los pocos datos que tenía de ella, datos inseguros, recargados de conjeturas y de suposiciones, porque, lo mismo que me había mentido el primer día, podía haberme mentido esta vez, podía haber representado un papel, o simplemente podía haberse divertido a mi cuenta, aunque mi orgullo y el recuerdo de ciertas ternuras habidas en el bosque me hicieran rechazar la hipótesis. No había dejado de pensar en ella, cuando recibí una larga carta, escrita en Nueva York en las horas inmediatamente anteriores, según ella, a su ingreso en el sanatorio. Era una larga carta cuya sustancia podía resumirse en el recuerdo del aplacamiento, de la paz interior que las horas pasadas conmigo le habían causado, y reforzaba la afirmación añadiendo que yo «había encadenado su demonio», aunque mi ausencia pronto le permitiría, supongo que al demonio, deshacerse de las cadenas y quedar otra vez dueño de su alma. También se preguntaba si, queriendo huir al infierno, no habría caído en él, pues la impresión habida del sanatorio, durante la visita preliminar, era la de una cárcel perfecta y fría. Sin embargo, ella lo había elegido; ahora aceptaba las consecuencias. Dedicaba unas líneas a descubrirme el Nueva York que había paseado en las últimas horas de su libertad. «Me gustaría llevarte de mi brazo y contemplar juntos lo que vi. No deja de ser fascinante, pero no creo que sea una ciudad hecha para el amor: aquí, los que se aman tienen que crearlo todo menos la cama, que ésa no te la niegan. La gente tiene mucha prisa, y el amor requiere calma y, sobre todo, silencio, ese que nos acogió en el bosque aquella tarde que no olvidaré jamás. En el infierno en que voy a entrar sé que lo hay, pero de otra clase. Se adivina que algo que está en las paredes no deja pasar los ruidos, pero recuerdas los que quedan fuera, y los sigues oyendo. No sé cómo será tu Lisboa; en cualquier caso nunca iré allá si no es para encontrarme contigo.» No volvería a escribirme porque, en el sanatorio, estaba prohibido. «Tampoco sabré cómo marcha tu guerra, pero me asistirá la esperanza si me prometes que no irás allá. Hazlo en voz alta, y yo lo escucharé, por mucha tierra y mucho mar que nos separen. No vayas allá. Todos están locos en el mundo, nadie tiene razón; para vivir hay que esconderse.» Se despedía: «Espero en mi corazón que volveremos a vernos.» La posdata venía en francés: «C'est posible que je soie enceinte. Je ne le sais pas encore. N'est ce pas merveilleux?» Así, escuetamente, sin más precisiones, sin hacerme responsable, sin aludir siquiera a la tarde de Vincennes. Aquellas pocas palabras me dejaron de repente frío y con un sentimiento nuevo, aunque de temor. Pude sobreponerme y atribuirlo al capricho, a la imaginación, al deseo, ¡qué sé yo!, de Clelia. La realidad indiscutible era que la historia me había arrebatado a una mujer que amaba y, ahora la locura se llevaba a una que podría haber amado. Clelia me había dejado un retrato diminuto, una foto burocrática arrancada de su permiso de conducir. La coloqué en una esquina muy visible del retrato de Ursula. Y no creo haber traicionado con esto ni a Ursula ni a Clelia; si en cierto modo se parecían, o coincidían en ellas algunos caracteres, incluso físicos, en mi ánimo iba siendo una sola y única mujer. Explicarlo es difícil, al menos para mí. No soy de esos que buscan «la mujer», menos que nada «la mujer ideal», pero es inevitable que las figuras, cuando se alejan, se confundan.

«Mi guerra», como la llamaba Clelia, se iba aclarando y complicando al mismo tiempo. Había rebasado, tiempo atrás, la condición de levantamiento; la media España rebelde se convertía, por etapas, en Estado. Por las noticias que nos llegaban, también ellos se habían agenciado una ideología, en cierto modo improvisada y de segunda mano; una ideología ambigua, aunque se le llamase generalmente bando fascista. Tanto Alemania como Italia ayudaban a los rebeldes, quienes ofrecían al mundo, para mayor complicación, la realidad de las dos Españas, o más exactamente, las dos Españas de siempre hechas realidad visible y combativa. Si en un principio las cabezas de la rebelión estaban dudosas, hacía ya meses que el general Franco las capitaneaba y las simbolizaba. Su retrato solía aparecer acompañado de obispos y generales, y, si solo, de malos adjetivos. Pocos eran los comentarios que mantenían una actitud objetiva y seria, y en cuanto a los corresponsales de guerra, prestaban mayor atención a los detalles pintorescos o dramáticos que a la contienda. Para desesperación de Magalhaes, las simpatías populares iban hacia los republicanos, espontáneas o provocadas. Nunca, ni durante la guerra universal que siguió, llegué a presenciar mayor acumulación de propaganda. Ni siquiera en los momentos más peligrosos de la política de Hitler gritaron más los periódicos, gritó más la gente. Llegó un momento en que comprendí que el problema de mi país había excedido las fronteras, era un problema del mundo, pero no exactamente el dilema que, en años anteriores, se nos había propuesto: o Roma o Moscú, por mucho que el señor Magalhaes lo siguiera creyendo. Con frecuencia se veían en el cine escenas de la contienda: ante ellas no conseguía mantener mi deseada frialdad; me hubiera avergonzado de mí mismo si no me sintiera escalofriado cuando saltaban por el aire los cuerpos sin culpa de los soldados al estallar una granada. También abundaban las fotografías horribles, los muertos abandonados en las cunetas, las ciudades destruidas. Creo que si algún entusiasmo político, alguna clase de fe, me hubiera llevado a pelear con uno u otro bando, el fuego de la participación, la embriaguez del peligro, me habrían impedido sentir como sentía todos aquellos horrores. Pero estropeaba la espontaneidad de mi corazón al preguntarme si actuaba como un mero sentimental, o si mis repulsas nacían de una conciencia moral adquirida sin querer, sin darme cuenta. Hoy mismo no podría decirlo con claridad, pero me inclino por la solución de la mezcla.

Empezaba a sentirme incómodo en París. No faltaba entre la poca gente que conocía quien me preguntase con insistencia si no pensaba regresar a España a defender la libertad; otros, menos conocidos, daban por supuesto que yo era un fugitivo del bando azul, en tránsito para la zona roja. Los franceses partidarios de Franco no me eran simpáticos, aunque reconociese la excelente prosa de Maurras y su acerado ingenio. Madame Claudine no me hacía de esas preguntas, sino de otro jaez: «¿No le preocupa la guerra de su país? ¿No tiene allá familia? ¿Recibe noticias? -Y también-: ¿No estarán preocupados al no saber nada de usted?» No sé qué habría pensado de mí si llegase a conocer la realidad profunda de mis sentimientos. Madame Claudine era una buena patriota francesa, una patriota sin contradicciones, como debe ser, y no entendía que a nadie le pudieran caber dudas acerca de la propia patria; pero Francia no estaba en guerra civil. Los franceses resolvían sus diferencias de modo bastante menos ruidoso, y, por supuesto, menos trágico. ¡Son cartesianos hasta ese punto! Hubo momentos en que pensé que la guerra española les servía de vacuna, y eso lo digo como elogio. ¡Quedaba tan cerca el mal ejemplo! Sin embargo, tiempo después también pasaron por una experiencia semejante. Entonces, y en relación con Francia, yo también podía ver los toros desde la barrera, aunque no muy seguro de que el toro no la saltase. Pero esto es adelantarse en las consideraciones.

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