Los diarios de la tarde repetían las noticias de la mañana, pero añadían declaraciones de algunos políticos, quitando importancia a la sublevación, hablando con desdén del «pronunciamiento». Alguno de los periódicos llegaba a decir que ya estaba prácticamente dominado; otro, que se había circunscrito a las guarniciones de Marruecos, sin apenas repercusión en la península. Mucho más interés tenían algunas crónicas, en que describían al pueblo en la calle, las manifestaciones espontáneas, la intervención de los sindicatos, la colaboración popular en el ataque a los sublevados, por lo menos en Madrid y Barcelona. «¿Usted cree que serán capaces de salir adelante? ¿Usted cree que los militares podrán más que el populacho?» El señor Magalhaes estaba mucho más preocupado que yo, y no porque me sintiese ajeno a lo que sucedía, sino porque intentaba considerarlo con serenidad. Nunca como aquellos días deploré mi desconocimiento de la vida española, de su política y de sus problemas, aunque sólo fuera porque, de pronto, las apariencias eran de gravedad, aunque aquel mismo día, en las últimas ediciones de los periódicos, se decía que el gobierno de la república había dominado la situación. Curiosamente, todos los que leíamos eran de izquierda y de centro, simpatizantes todos ellos del gobierno de la república. Sugerí a Magalhaes que, al día siguiente, trajese también los de derechas, cuya lectura seguramente tranquilizaría. Pero los periódicos de la derecha se limitaban a gritar lo que habían gritado siempre, esta vez a propósito de España, y a afirmar y a negar lo que en ellos era habitual. Esperé la llegada de los ingleses. Más comedidos, al menos no gritaban, pero no negaban la gravedad de la situación. El ánimo de Magalhaes fluctuaba entre la imaginación de una España fascista, sin peligro para Portugal, y una España comunista, amenazadora. Su razonamiento era el mismo que el de los demagogos franceses, aunque al revés.
Se inició así un período que duró varios meses, en que la mayor parte de nuestro tiempo en la oficina lo consumíamos en seguir el desarrollo de los acontecimientos y registrarlos en un mapa de España algo anticuado que Magalhaes se había agenciado de no sé dónde. Debo decir que pronto empezó a usarse la expresión de Guerra Civil, aunque las noticias procedentes de España, y muchos de los comentarios franceses, le dieran aún otro nombre. Fuera lo que fuese, en nuestro mapa figuraban, en un principio, pocos y exiguos reductos «azules» de uniformidad dudosa, que se fueron ampliando día a día, unas veces con seguridad, otras con incertidumbre. La pasión de Magalhaes quedaba de manifiesto hasta en el grosor de los trazos que dejaba en el mapa, más tenues los rojos, más poderosos y afirmativos, los azules. Así fueron quedando marcadas en aquel papel el paso de las tropas africanas por el estrecho y las conquistas sucesivas, que imaginábamos bajo un sol ardiente, casi como combates primitivos, soldados con el fusil en la mano y el cuchillo en la boca. Cuando toda la frontera portuguesa estuvo libre de tropas gubernamentales, Magalhaes lo consideró un triunfo definitivo y me invitó a almorzar. «Ganarán, ganarán, ya verá como ganan!»
Mi curiosidad inicial, mi desconcierto, se habían transformado poco a poco en una especie de remordimiento difuso, en algo que, desde no sé qué lugar, me acusaba de no sentir con el debido dolor el destino de mi patria. Discutía conmigo mismo, respondía (a veces con sofismas) a mis propias objeciones. No es que empezase a inclinarme hacia alguno de los bandos, sino que sentía la contienda como tragedia y como disparate. Me preguntaba qué razones históricas había para que los españoles no supiéramos dirimir nuestras diferencias más que matándonos los unos a los otros y destruyendo el país. Esa misma pregunta se hacían, tanto en Francia como en Inglaterra, algunos comentaristas desapasionados, y las respuestas que ofrecían se fundamentaban seguramente en un conocimiento de la historia de España superior a la mía. Al menos daban respuestas; yo me quedaba en la perplejidad, en el estupor, y cuando, en la calle, me tropezaba con una manifestación popular pidiendo aviones y cañones para la república, un sentimiento desconocido me apretaba el corazón. Dije que no me inclinaba por ninguno de los contendientes, y debo añadir que la inmediata participación de los italianos y de los alemanes en el conflicto pesaba mucho en mi ánimo. No sólo consideraba a los nazis responsables de mi soledad sentimental, sino que estaba suficientemente informado de sus métodos represivos como para no sentir hacia ellos una hostilidad irreversible. ¿Será posible, me preguntaba, que alguna vez se llegue en España a usar de esos métodos? Al hacer partícipe a Magalhaes de mis congojas, éste intentaba convencerme de que toda noticia referente a los campos de concentración y a la persecución de los judíos era pura propaganda comunista. Pero yo sabía que no. Me hallaba, pues, en la peor de las indecisiones. Fue aquél un espantoso verano. Con sol o con lluvia, yo caminaba por París obsesionado y, al mismo tiempo, alerta a cualquier noticia nueva, comparador de todas las ediciones de los periódicos vespertinos, lector ávido de todas sus verdades y de todas sus mentiras. En los escasos momentos de lucidez y de frialdad de ánimo, me proponía adoptar mi habitual postura de contemplador de la realidad; pero el relato de cualquier barbaridad cometida por uno u otro bando me devolvería a la inquietud, a la obsesión, a la angustia. El señor Magalhaes llegó a compadecerme. «¡Y yo que le tenía a usted por un viva la Virgen!» No lo dijo así, exactamente, pero es la mejor traducción que puedo dar a lo que dijo.
Fue por los días en que las tropas sublevadas habían llegado a Toledo. En los periódicos se hablaba de heroísmo y se traían a colación recuerdos históricos. A mí me conmovía la destrucción del Alcázar, las torres derribadas, los arcos rotos. El señor Magalhaes, más humano que yo, insistía en los matices épicos del acontecimiento, si bien en la historia de Portugal no hallase nada a que compararlo, ya que el sitio de Viseu no le parecía lo bastante similar. Sonó el teléfono. Lo cogió Magalhaes, escuchó y me lo pasó. «Es su portera.» Madame la conciérge me comunicó en voz alterada que «ella había estado allí». «Ella, ¿quién?» «La del niño, señor. Ha dejado una nota escrita para usted.» Le pedí que me la leyera: Clelia me rogaba que acudiera a una cita, precisamente en la escalinata de la Magdalena, a la una en punto de la tarde. «Dice también que lo invita a comer.» Siendo cosa de mujeres, Magalhaes me autorizó a marcharme, con una sonrisa aprobadora. «Hace usted bien. En el estado en que está lo mejor que puede sucederle es meterse en un lío de faldas. Eso siempre ayuda a olvidar o, al menos, distrae.» Pasé, sin embargo, por mi casa para cambiarme de ropa, y estuve en la Magdalena un poco antes de la una. Clelia no había llegado o, al menos, no la vi. La esperé al sol varios minutos. Fumé dos cigarrillos y paseé de cabo a rabo la escalinata: exactamente el penúltimo tramo, si se cuenta de abajo arriba, Clelia apareció a la una y diez. Había cierta aglomeración de tráfico, y ella llegó en un cochecito biplaza, de color corinto, no de los últimos modelos, pero sí de buena marca. Traía un traje de verano estampado y un sombrerillo que ni puedo describir ni definir: uno de esos «algos» a la vez apretados y sueltos, informes y a la vez tremendamente formales, que sólo las mujeres de París son capaces de encasquetarse encima del peinado. El de Clelia venía suelto; le caía osadamente hasta media espalda, y en tanto se acercaba, yo me preguntaba en virtud de qué paradoja estética aquel sombrero le iba bien a aquella cabellera. Se detuvo delante de mí. «¿No va usted a preguntarme nada?» «No más de lo que usted me permita.» Las razones que tuvo para cambiar de repente el tratamiento las ignoro: «¿Te has acordado de mí?» «No es fácil olvidarte.» Entonces se me acercó y me dio un beso. «Te encuentro desmejorado. ¿Es por tu guerra?» «Quizá sea por la guerra.» «¡Qué lástima!, ¿verdad? Las cosas de las que uno no tiene culpa se entrometen en la vida y la estropean.» Me cogió del brazo. «Vamos a almorzar aquí cerca. Te has puesto muy guapa; te lo agradezco.» Y después de unos segundos añadió: «Te confieso que cuando curioseé en tu armario, aquella noche, este traje me gustó mucho.»
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