Javier Moro - El sari rojo
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A las nueve de la mañana, Rajiv la esperaba en la puerta del palacio de justicia, en Parliament Street, el centro de Nueva Delhi, acompañado de un abogado. Esa mañana no estaban los habituales vendedores de sarnosas y de jugo de caña, ni los escribanos que por unas rupias escribían cartas o alegatos a los pobres analfabetos enzarzados con la justicia. La noticia del arresto de Indira había causado tal conmoción que a esa hora el edificio estaba completamente rodeado de gente apretujándose. Esta vez, la coalición Janata había mandado a sus propios manifestantes. Sanjay llegó al frente de los suyos, de modo que cuando Indira entró en el edificio, lo hizo escuchando gritos de: «¡Larga vida a Indira Gandhi!», por un lado, y «¡Colgadla!», por otro. Pero ella aguantó, estoica, y en ningún momento agachó la cabeza, ni siquiera cuando le lanzaron una revista que pasó volando a escasos centímetros de su cabeza.
En el interior de la sala diáfana, Indira rechazó la silla que le ofrecieron y se mantuvo casi dos horas de pie, escuchando las discusiones sobre los cargos que se le imputaban. Al arreciar el calor, un bedel mal afeitado vestido con un dhoti blanco y sucio dio una palmada para ordenar que se pusieran en marcha los ventiladores colgados del techo. Las palas empezaron a girar con lentitud, chirriando para desperezarse. La brisilla hizo temblar el faldón del sari de Indira, que sintió un poco de alivio. Estaba casi desmayada por el esfuerzo de mantenerse de pie con ese calor. Pero sabía que el gesto de haber rechazado una silla estaba siendo susurrado de boca a oreja por cientos, miles y quizás más tarde, por millones de compatriotas… «¡Se mantuvo de pie!», «¡Rechazó la silla!»… frases sencillas que moldeaban su figura mítica en el imaginario popular.
Afuera, simpatizantes y detractores llegaron a las manos. La policía intervino cargando con sus lathis, largos palos de bambú y, más tarde, con gases lacrimógenos.
Al final, el magistrado declaró a Indira inocente y la absolvió. Acto seguido, ordenó su libertad incondicional, sentenciando: «No hay pruebas para confirmar las bases de la acusación.» Sanjay salió corriendo, gritando: «¡Caso sobreseído! ¡Está libre!», lo que provocó la euforia de unos y la rabia de otros, que volvieron a enzarzarse. La policía se vio obligada a lanzar más botes de gas lacrimógeno. Indira salió de la sala del tribunal con los ojos enrojecidos y tapándose la nariz, pero feliz porque había ganado. Rajiv estaba muy excitado: «Ni siquiera mamá hubiera podido soñar con un mejor desenlace», declaró a un periodista.
En efecto, la farsa de su arresto consiguió que la noticia fuese portada de todos los periódicos nacionales y buena parte de los internacionales. El gobierno consiguió que Indira pareciese una víctima de una administración incompetente. Consiguió el efecto adverso de lo que buscaba: encauzó a Indira en el camino de su total rehabilitación política.
Sonia empezaba a entender el porqué del afán de su suegra de ir inmaculadamente ataviada. Había conseguido proyectarse como una mártir de la justicia. Admiraba ese afán de lucha y al mismo tiempo el desapego de su suegra hacia los beneficios del poder; ahora estaba segura de que Indira volvería a la cúspide, aunque sólo fuese por limpiar su nombre y ser de nuevo el orgullo de los suyos, sobre todo de sus nietos que adoraba. Sonia la entendía porque ambas compartían un sentido muy profundo e intenso de la familia. Sin embargo, no veía el otro lado del carácter de su suegra, porque nunca le había atraído el poder. Para Indira, era una especie de droga. ¿No había dicho el propio Kissinger que el poder era el mejor afrodisíaco que existía? De ser una niña feúcha y solitaria, luego una mujer frágil y delicada de salud, el poder había hecho de Indira una luchadora formidable, dura y tenaz. Tenía el gusanillo muy dentro de sí, y lo sentía agitarse cada vez que la posibilidad de alcanzarlo, por muy remota que fuese, despuntaba en el horizonte.
Así que no perdió un segundo, sabía que tenía que aprovechar el momento. De nuevo Sonia la ayudó a preparar su bolsa de viaje, y esta vez para largo porque Indira quería recorrer el país entero. En Gujarat, se dirigía a la gente desde pequeñas plataformas erigidas a varios kilómetros las unas de las otras. Según transcurría el día, las guirnaldas de jazmines y margaritas iban acumulándose en el cuello hasta taparle parte del rostro. Se quitaba el pesado fardo antes de entrar en las chozas de los aborígenes donde compartía su comida, sobre hojas de platanero, hablando con ellos de sus problemas: la cosecha, la educación, la falta de atención sanitaria, etc. Una noche, mientras iba en coche atravesando un bosque, pidió al chófer que se detuviera. Había oído una voz. Unos minutos más tarde surgió un aborigen, un hombre medio desnudo con el pelo hirsuto y la piel renegrida. Llevaba en la mano una guirnalda de flores. «Madre, llevo diez años esperando verla», le dijo en su dialecto mientras le ponía el collar.
No siempre el recibimiento era triunfal o afectuoso. El escritor Bruce Chatwin, que la acompañó durante parte de esa gira, estaba en un coche que fue confundido con el de Indira. Una piedra rompió el parabrisas e hirió al conductor. Otra atravesó su ventanilla y las astillas de los cristales le hicieron al escritor una herida en el hombro. «Eso es lo que les suele pasar a los que andan a mi lado», le dijo Indira, que le llevó a su cuarto a comprobar si la herida estaba debidamente vendada. En otra ocasión, en el estado de Kerala, Chatwin fue testigo de cómo una multitud de un cuarto de millón de personas, totalmente empapadas por la lluvia, se acercaron a escucharla cuando ya había caído la noche. Indira se situó en un balcón del último piso de un edificio, sentada en una silla que había sido colocada encima de una mesa. Se puso una linterna entre las rodillas, dirigiendo la luz hacia su cara y torso. Y empezó a mover los brazos y a hablar, mientras sus simpatizantes la confundían con Lakshmi, la diosa cuyos numerosos brazos movía de forma ondulante. La comparación no era baladí: Lakshmi era la diosa de la riqueza. Después de un buen rato, se dirigió a Chatwin, que estaba sentado abajo en la mesa.
– Señor Chatwin, páseme unas cuantas nueces de anacardo más -dijo agachando la cabeza hacia él. El escritor le tendió un puñado, y se quedó perplejo al oír a Indira añadir-:… No tiene usted idea de lo agotador que es ser una diosa.
24
El primer ministro Morarji Desai reconoció el error que había supuesto arrestar a Indira, y no estaba dispuesto a repetirlo, a pesar de los informes de la Comisión Shah que proclamó que la decisión de imponer el estado de excepción había sido inconstitucional y fraudulenta por no existir «evidencia de peligro a la integridad de la nación», una conclusión discutible. Entre los males que había provocado la Emergency, el Juez Shah destacó la detención de miles de personas inocentes y una «serie de acciones ilegales que resultaron en miseria y sufrimiento humanos». El inconveniente es que la conocida tendencia pro gubernamental del juez restaba credibilidad al informe de la Comisión Shah. Era una interpretación muy subjetiva de la evidencia, y además no era vinculante.
De modo que se olvidaron de Indira para concentrarse en su hijo, que no estaba legalmente a salvo, aunque nunca pudo probarse que hubiera desvío de fondos públicos o cohecho en el negocio del Maruti. El caso más problemático que pesaba sobre Sanjay era una denuncia por haber destruido una película satírica llamada La historia de dos sillones, en referencia al poder que él y su madre acapararon durante el estado de excepción. La realizadora de la película había apelado al Tribunal Supremo para conseguir que el juez diese el visto bueno a la censura y obtener así el certificado de exhibición del film. Pero entonces Sanjay y su compinche el ministro de Información habían mandado destruir las copias y los negativos en un acto que subvertía el proceso de la justicia. Por eso fueron condenados.
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