Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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El relato del viaje de Indira a Belchi se propagó como un eco por el sub continente hasta alcanzar las aldeas engarzadas en las faldas del Himalaya, las chozas de barro del desierto, las barracas de hoja de palma de los de las castas más bajas, las chabolas de plástico y latón de los intocables del sur… Más allá de la distinción de razas, castas o religiones, la voz de los pobres se había reencontrado con su fuente de inspiración y consuelo. A pesar de sentir que la India había empezado a perdonarla, Indira seguía estando muy preocupada con su situación y con la amenaza de la Comisión Shah. Voces en el gobierno exigían una «especie de juicio de Nuremberg» por sus crímenes durante la Emergency.

– Estoy segura de que encontrarán cualquier pretexto para arrestarme.

– No se atreverán -dijo Sonia para tranquilizarla más que por convencimiento.

– Me he enterado de que el gobierno Janata ha prometido no perseguir judicialmente a mis antiguos ministros si aceptan echar la culpa a Sanjay de todos los deslices cometidos durante el estado de excepción. Sé perfectamente que me traicionarán. A Sanjay también lo quieren meter en la cárcel.

Esas traiciones la herían profundamente y la precipitaban a un abismo de soledad que le daba vértigo. Sonia la veía tan fuerte, y sin embargo tan vulnerable. Al revés que su suegra, la mayoría de los políticos estaban en política por pura ambición personal, no por un sentido del deber. La mezquindad de ese mundo le asqueaba. Pero se daba cuenta de que la vida pública, la política entendida como servicio a los demás, eran la razón de ser de Indira y de que nunca cambiaría. Aunque le gustaba decir que soñaba con retirarse del mundo, Sonia ya no la creía. Retirarse era un lujo que Indira no podía permitirse.

Ante el cerco del gobierno y de la Comisión Shah, Indira cogió el toro por los cuernos. Fiel a la máxima de que no hay mejor defensa que un buen ataque, viajó extensamente para afirmar su presencia, para entrar en contacto con el mayor número posible de gente, para afianzar lo que había conseguido en Belchi, el perdón del pueblo. En la estación de Agra, el recibimiento fue tan triunfal que hubo una estampida que se saldó con varios heridos. En todas partes, empezaba disculpándose por haber perjudicado a tanta gente, pero también recordaba los logros del estado de excepción, sobre todo en economía y en seguridad, dejando bien sentado que había sido ella quien había convocado elecciones, y que al ser derrotada había aceptado con caballerosidad el veredicto del pueblo. Luego se lanzaba a denunciar los errores del adversario. En efecto, el nuevo gobierno se veía incapaz de frenar la inflación, que de nuevo se estaba desbocando, y de controlar el mercado negro. Era una coalición dispar, que ya mostraba signos de resquebrajarse.

Sus viajes triunfales a Belchi y a Rae Bareilly irritaron a ese gobierno débil, cada vez más alarmado ante el espectáculo de las masas venerando a su archienemiga. Era necesario hacer algo. El 15 de agosto de 1977, día de la independencia, la policía arrestó a su secretario, el repeinado R. K. Dhawan, así como a su antiguo ministro de Defensa, el regordete Bansi Lal, ambos compinches de Sanjay. Se estrechaba el cerco.

Sonia tenía miedo. Rajiv estaba teniendo problemas en el trabajo, parecía que la dirección no quería renovarle la licencia para seguir pilotando los Boeing 737. Olía a represalia. Su posición clara en contra del estado de excepción no era tenida en cuenta por la empresa, a pesar de tener una reputación intachable y apolítica entre sus colegas de trabajo. A los contratiempos en Indian Airlines vino a añadirse una inspección que el ministerio de Hacienda abrió contra Rajiv. La inspección también atañía a Sonia, que por hacer un favor a su cuñado había firmado en 1973 documentos que la habían hecho propietaria de acciones de una empresa ficticia, Maruti Services Limited. Aquello, que ya había causado una violenta discusión entre los hermanos y tensión en el matrimonio, fue utilizado como munición por el gobierno, empeñado en demostrar oscuros tejemanejes financieros que en realidad nunca habían existido. Sonia, por ser extranjera, no tenía derecho a poseer acciones ni a ejercer ningún cargo remunerado en una empresa india sin la aprobación del Banco Central, aprobación que de todas maneras nunca existió. Por lo tanto no había habido infracción. Pero ahora Rajiv se veía obligado a demostrar que su mujer no había cobrado una sola rupia de la Maruti y que siempre había estado desvinculada de esa empresa. A lo máximo que podrían condenarla era a una multa. El tiempo que Rajiv no dedicaba a volar lo dedicaba a declarar, a buscar papeles antiguos, o si no a obtenerlos de nuevo, a sufrir un auténtico vía crucis teniendo en cuenta lo enmarañado de la burocracia india. Pero se mantuvo sereno en todo momento. Tenía la conciencia tranquila, lo de Sonia era una nimiedad y él siempre había pagado sus impuestos religiosamente. A la italiana le perturbaba la idea de que intentasen alguna maniobra sucia con documentos falsificados, por ejemplo. El miedo era corrosivo y conseguía deformar la percepción de la realidad. «¿Y cuál era la realidad?» Indira tenía las ideas claras: «Esto es una guerra de nervios, una guerra psicológica. Hay que aguantar, nada más.» Sonia no quería añadir más paranoia al ambiente, pero el pensamiento de que podían pagar justos por pecadores la azoraba. Cuando veía a su marido salir de casa para declarar en las vistas de la Comisión Shah, se le hacía un nudo en el estómago, y hasta que no volvía a casa y lo veía sano y salvo, no se relajaba. Esas vistas eran una prueba muy penosa porque se desarrollaban en un ambiente desorganizado y hostil que recordaba a los tribunales populares chinos más que a una corte de justicia. Rajiv volvía siempre agitado. Contaba que la sala estaba a rebosar de gente que vociferaba con gran animadversión mientras algunos comían o dormitaban en el mismo suelo. Los abogados, vestidos con togas negras y pecheras blancas, estaban sentados detrás de mesitas llenas de papeles atados por un cordel, bajo ventilado res que hacían volar los documentos sueltos. Una fotografía amarillenta de Gandhi decoraba las paredes. Cada vez que él o su hermano intentaban defenderse, un abucheo enorme ahogaba sus palabras. El público no les dejaba hablar. Apenas podían distinguir el rostro del Juez Shah, tras las filas de tomos del código penal indio y de los legajos que cubrían su mesa. Fuera de la sala, otros curiosos seguían las vistas a través de altavoces. Obviamente Sanjay era quien despertaba mayor inquina. Cada vez que entraba en la sala de vistas, era recibido por fuertes silbidos e insultos. Varias veces la tensión provocó auténticas batallas campales entre sus detractores y sus seguidores. Una de las sesiones acabó en plena algarabía, con cruce de sillas metálicas e intercambio de puñetazos. Sonia entendía lo duro que para Rajiv debía resultar soportar eso, él que siempre había aborrecido la confrontación y siempre había procurado llevar una existencia discreta. Pero, aparte de lo injusto de la situación, tanto Rajiv como Sonia estaban sobre todo alarmados por la repercusión de tanta hostilidad sobre sus hijos.

Sanjay y Maneka, si bien eran ellos el centro de los ataques, se lo tomaban sin embargo mucho más deportivamente, en el sentido tanto figurado como real de la palabra. El 3 de octubre de 1977 estaban jugando al bádmington en el césped del jardín del número 12 de Willingdon Crescent cuando, a las cinco de la tarde, oyeron llegar un coche de policía. Dos individuos llamaron a la puerta. Uno de ellos era un sij, alto, con turbante rojo y excelentes modales. Indira, que estaba departiendo con sus abogados, le abrió la puerta.

– Mi nombre es N.K.Singh, de la dirección del Servicio de Inteligencia -dijo el sij, apretando las manos nerviosamente-. Venimos a informarle de que está usted arrestada -dijo mirando al suelo.

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