Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Indira era dueña de una parcela de tierra en Mehrauli, a las afueras de la ciudad, que Firoz había comprado en 1959 y en la que soñaba jubilarse con su familia. Rajiv había invertido parte de sus ahorros en construir una casa de campo, pero se había quedado sin dinero para acabarla. De todas maneras, Indira no quería exiliarse en el campo. Prefería quedarse cerca de sus nietos, en el meollo, en Nueva Delhi. Conocía la frase de un general de Napoleón llamado Desaix cuando la batalla de Marengo: «Es cierto que acabo de perder una batalla, pero son las dos de la tarde y antes de que caiga la noche puedo ganar otra.» A estas alturas, Indira sabía que tanto las nociones de éxito como de derrota eran efímeras en política.

Fue un viejo amigo de la familia quien la salvó. El diplomático Moharnmed Yunus ofreció generosamente desalojar su casa del número 12 de Willingdon Crescent, donde había tenido lugar la boda de Sanjay y Maneka tres años antes, para cedérsela a los Gandhi. Esta nueva casa era bastante más pequeña y Sonia se preguntaba cómo iban a caber todos. La mudanza duró varios días, lo que se tarda en trasladar posesiones acumuladas durante trece años, las pertenencias de cinco adultos y dos niños, cinco perros, innumerables cajas de libros, archivadores rebosantes de papeles y documentos, cuadros, objetos, recuerdos de viaje, etc. Indira era reacia a tirar nada: cada papel, cada regalo, cada libro era un recuerdo. De modo que se acumulaban cajas y baúles en los pasillos. En la habitación de Indira sólo cabía su cama y su sillón favorito, cuyo respaldo utilizaba para apoyarse y escribir. Ya no tenía taquígrafo, ni siquiera un despacho propio. Recibía a la gente en la veranda o en el abigarrado comedor. Sonia se las arreglaba para que hubiera siempre un jarrón con unos gladiolos a la vista.

Gran parte de la labor de este ingente traslado recayó en los hombros de la italiana, que tuvo que comprar o pedir prestados a sus amigas una nevera, varios aparatos de aire acondicionado, radiadores, cacerolas, sartenes y cacharros de cocina. Su sentido de la familia se había intensificado viviendo en la India. Trabajaba con un perfecto sentido de la organización, que le recordaba al de sus padres durante su niñez, cuando eran pobres en Lusiana y tenían que trabajar a destajo para salir adelante. Le volvieron a la memoria sus conocimientos de horticultura y limpió una parte del fondo del jardín que plantó de lechugas, calabacines, tomates y verduras desconocidas y exóticas en la India como el brécol. El haber conocido tiempos difíciles la ayudaba ahora a superar el trance con más entereza que su marido, que no se perdonaba el no haber sido más firme: «He sido incapaz de pararle los pies a mi hermano», le había confesado a un amigo de la familia, sin disimular su frustración.

Como el cocinero se había despedido e Indira se mostraba reacia a contratar uno nuevo por miedo a que fuese un infiltrado del gobierno que les pudiera envenenar, le tocaba a Sonia encargarse de hacer la compra y preparar las comidas. Nunca en ese hogar se degustaron tan deliciosas lasañas, pasta a la puttanesca y risottos como en aquellos días aciagos. También había aprendido a cocinar platos indios, que sazonaba con menos picante de lo habitual Era experta en espinacas con queso y en pollo con salsa korma a base de almendras molidas, cilantro y nata. Cocinar era también su manera de mimar a la familia y contribuir a relajar el ambiente, que era siniestro. ¿No decía la monjita de su internado que Sonia tenía la cualidad de ser conciliadora? Esa cualidad mantuvo a la familia unida durante esa época. Rajiv y Sanjay seguían sin hablarse, excepto para lo indispensable, a pesar de que ahora sus respectivas habitaciones estaban frente a frente a cada lado del pasillo. Indira insistía en preservar la costumbre de comer juntos por lo menos una vez al día, pero era casi imposible sentar a la misma mesa a los dos hermanos. Rajiv responsabilizaba a Sanjay del derrumbe del estatus de la familia, de haber pasado de ser los más respetados a ser unos parias. También era cierto que vivían del sueldo de Rajiv y de las donaciones de los escasos amigos fieles que no habían abandonado a Indira, esperando quizás que su lealtad se viera recompensada en un futuro. Sanjay no aportaba nada, al contrario, necesitaba dinero para pagar a la horda de abogados que le defendían de un sinfín de acusaciones que le achacaban los crímenes más horribles. Él no podía aportar dinero a la caja familiar, pero se resarcía alegando que uno de los magnates que les ayudaban económicamente era un joven amigo suyo, dueño de una fábrica de refrescos en Nueva Delhi. Maneka, fiel a sí misma, no ayudaba en las tareas domésticas, al contrario que Indira, que no dudaba en coger una escoba y ponerse a barrer. «Sonia cocinaba, Maneka comía», decía un amigo de la familia. El resultado fue que la relación entre Indira y Sonia se hizo aún más estrecha durante esa época, lo que azuzaba los celos de la joven Maneka.

Cuando acabaron de instalarse, Usha sintió que ya no tenía sentido quedarse. Siguió yendo en días alternos, hasta que decidió despedirse: «Voy a acompañar a mi hermana a Bombay», le anunció a Indira, que adivinó que se trataba de una excusa y que no volvería. Pero Usha no se atrevía a decirle la verdad: quizás se hubiera quedado si Sanjay y su compinche, el secretario Dhawan, no hubieran seguido campando a sus anchas con ese aire soberbio que Usha no soportaba. Indira esbozó una sonrisa triste al despedirse. Le daba pena perder aquella mujer que había sido su secretaria desde hacía treinta años, y con la que tenía plena confianza. Sabía que Usha conocía hasta los pliegues más recónditos de su alma.

Indira estaba mental y físicamente agotada, preocupada por la desbandada general, por las peleas en casa entre sus hijos, y por las represalias que el nuevo gobierno, estaba segura, iba a tomar. Tenía ojeras negruzcas, y parecía que todo su cuerpo había encogido. Como antigua primera ministra, tenía derecho a seguir con protección oficial, pero el nuevo jefe de gobierno y acérrimo enemigo político Morarji Desai, hindú ortodoxo, quería quitársela como le había quitado la casa.

– ¿De qué tiene miedo? -preguntó a un ex ministro de Indira-. No es bueno que vaya siempre rodeada de policías.

– Hay un ambiente hostil contra ella y su hijo…

– No, no es por eso. Es por su vanidad.

Acto seguido, el nuevo primer ministro se lanzó a una diatriba contra las mujeres en el poder desde Cleopatra a Indira pasando por Catalina de Rusia, llegando a la conclusión de que todas habían sido vanidosas y desastrosas como gobernantes.

La campaña de hostigamiento que ese hombre desató contra los Gandhi se tornó en una auténtica caza de brujas. Al principio, Sonia se extrañó, cuando iba a la compra, de observar siempre a los mismos individuos que la seguían a cierta distancia. Lo mismo ocurría con los demás miembros de la familia, incluida Maneka. Indira se enteró de que eran funcionarios del CBI (Central Bureau of Intelligence, el servicio central de información del gobierno) que tenían instrucciones de seguirles y de pinchar sus conversaciones telefónicas. Sanjay, con la arrogancia del que nunca tuvo que enfrentarse a un percance del que no se hubiera recuperado, ofrecía socarronamente a los agentes del servicio secreto que le seguían llevarlos en su propio coche para ahorrar gasolina. Un día, se presentaron en la casa a medio construir de Mehrauli con detectores de metales. «Pero ¿qué estáis buscando?», les preguntó Rajiv. No le contestaron, pero más tarde les oyó gritar cuando el detector empezó a emitir un silbido. Pensaron que habían dado con el tesoro que Sanjay había enterrado. El tesoro acabó siendo una lata vacía de aceite para cocinar.

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