Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Prueba de su inmenso poder era por ejemplo que Bansi Lal, el regordete jefe de gobierno de Haryana y compinche suyo, que había sido nombrado ministro de Defensa, antes de decidir a quién promovería a almirante, llevaba a sus dos candidatos ante Sanjay para que éste los entrevistase. O cuando Sanjay visitó Rajastán y tuvo que inspeccionar quinientos un arcos erigidos en su honor. Un recibimiento similar le esperaba en Lucknow, y allí ocurrió un incidente muy revelador del aura que emanaba de su poder. Cuando perdió una sandalia en la pista del aeropuerto, fue el mismísimo jefe de gobierno de Uttar Pradesh quien se agachó, la recogió y se la entregó reverencialmente.

La familia de Maneka, especialmente la madre, se vio catapultada al estrellato. «De no ser nadie se convirtió en la principal dama de honor de la emperatriz de la India, Indira Gandhi -recuerda el escritor Kushwant Singh-. Se hizo arrogante más allá de lo imaginable.» La conoció un domingo cuando, acompañada de su hija, fueron a visitarle. Ambas querían fundar una revista semanal de información y entretenimiento y Sanjay había sugerido que fuesen a verlo para pedirle consejo e involucrarlo en el proyecto. Kushwant Singh aceptó el encargo, halagado de encontrarse tan próximo a Indira y a su hijo. «Sentí que Maneka exigía demasiado a Sanjay y que éste quería involucrarla en cualquier actividad que redujese la presión que ella ejercía sobre él», diría el escritor. La revista, prácticamente escrita, corregida y editada por Singh, fue un éxito, lo que dio a Maneka un poder que no había tenido antes y una relevancia social que la hacía feliz. ¿No confirmaba el éxito de Surra, como se llamaba su revista, que era la digna esposa del hombre más influyente del país? En casa, ese éxito se tradujo en un comportamiento aún más soberbio. Comparada con ella, ¿quién era esa italiana a quien sólo le gustaba cocinar o quedarse en casa? Ahora más que nunca, a sus cuñados les hacía sentir su desdén. Ni siquiera los niños se libraban. Un joven miembro del Congress fue testigo de una escena reveladora del carácter de «la primera dama», como algunos la llamaban. Sonó el teléfono y este chico descolgó, pero en seguida Maneka se lo quitó de las manos. Era una llamada para su sobrino Rahul. «¡Aquí no vive ningún Rahul!», exclamó, sencillamente porque en ese momento no deseaba ser interrumpida.

– ¿Cómo podéis vivir así? -preguntó a Rajiv y Sonia una amiga íntima-. ¿Por qué no os mudáis a otra casa?

– No puedo hacerle eso a mi madre -contestó Rajiv.

Era cierto, en ese momento al menos no podían. Veían que Indira estaba cambiando y a punto de reaccionar. Suficiente información se había filtrado hasta ella para que por fin admitiese la veracidad de los abusos cometidos en nombre de las campañas de su hijo. Empezó a dudar de sus consejeros y a escuchar a gente de fuera. Afectada por la creciente ira que sentía bullir entre el pueblo, ya no encontraba justificación para seguir con las medidas represivas. También le afectaban las continuas peticiones de distintas personalidades dentro y fuera de la India para levantar el estado de excepción. Su tío B. K. Nehru, embajador en Inglaterra, le habló francamente y sin rodeos de la mala imagen que tenía ahora la India, que ya no era considerada un faro de civismo brillando entre las dictaduras de Asia.

Indira ya había pospuesto las elecciones en dos ocasiones, a petición de Sanjay, aunque la segunda vez lo había hecho a regañadientes. Pensaba que posponerlas era mandar una señal equivocada a la sociedad, como si estuviera asustada de enfrentarse a la gente. Había proclamado el estado de excepción como medida transitoria, pero no quería convertir a la India en una dictadura. La imagen de «dictadora benévola» que le llegaba del extranjero la perturbaba mucho. ¡Qué diría su padre! A veces le parecía escuchar la voz de Nehru desde lo más profundo de su ser, empujándola a tomar una decisión conforme a su conciencia. Además, Indira notaba que había perdido la conexión íntima con esa «extensa masa de humanidad india», y quería recuperarla. Sentía nostalgia de las multitudes, necesitaba volver a vibrar con el clamor y el amor del pueblo. Echaba de menos sus éxitos electorales anteriores… ¡Qué lejos quedaba el triunfo apoteósico de 1971!

Sanjay, como era de esperar, se opuso terminantemente a los designios de su madre.

– Estás cometiendo un error garrafal -sentencié-. Puedes perder las elecciones, ¿y qué pasará entonces? El informe que has recibido del Servicio de Inteligencia asegura que el Congress perderá…

– No me fío de esos informes -contestó Indira-. El Servicio de Inteligencia está infiltrado por extremistas hindúes. Dicen lo que les viene en gana…

– ¿No puedes esperar antes de levantar el estado de excepción?

– ¿Esperar a qué?

– A que salgan algunos prisioneros políticos, a que se calmen los ánimos. No es que estemos en contra de las elecciones -Sanjay hablaba también en nombre de sus protectores y compinches Bansi Lal y el secretario Dhawan, que ahora tenían miedo de ser víctimas de eventuales represalias-… Pero sería mejor soltar a la oposición primero y esperar un año a que se olviden los problemas y se acaben los rumores.

Indira se lo quedó mirando, en uno de sus largos silencios, un silencio espeso que hablaba de su determinación con más contundencia que si le hubiera contestado.

Pero esta vez Indira no le escuchó. Al día siguiente, 18 de enero de 1977, sorprendió a toda la nación anunciando elecciones generales al cabo de dos meses. «Será una oportunidad para limpiar la vida pública de tanta confusión», declaró. Sanjay estaba deshecho. Era la primera vez que su madre le desautorizaba. Lo hizo de nuevo ordenando la liberación inmediata de todos los líderes políticos y levantando la censura de prensa. La oposición recibió esas medidas con recelo. A estas alturas, no se fiaban de Indira, nutrían sospechas sobre su motivación profunda y estaban seguros de que se trataba de alguna trampa. Pero su antiguo enemigo J.P. Narayan, que había sido detenido y encerrado en una celda en los primeros tiempos de la Emergency y que luego, por razones de salud, había sido autorizado a volver a casa, confesó a un amigo de los Nehru: «Indira ha sido muy valiente. Es un gran paso el que ha dado.» Como él, muchos no se lo esperaban.

La decisión de actuar con tanta rapidez, que dejó atónito a Sanjay, fue en el fondo una maniobra astuta de una política experta. Se trataba de pillar por sorpresa a toda la oposición, débil y fragmentada, y no darles la oportunidad de organizarse. Era su mejor baza para ganar esas elecciones, porque no las tenía todas consigo.

Quería pensar que la magia que había actuado en otras ocasiones también actuaría en esta contienda. Pasaba de la duda al convencimiento de que el pueblo seguía queriéndola, a pesar de todo.

Como siempre, se lanzó a hacer campaña con vigor, haciendo giras por todo el país, durmiendo poco, viajando en cualquier medio de transporte. Como en otras ocasiones, pudo contar con Sonia, siempre presente, siempre dispuesta a ayudarla a organizarse y a hacerle la vida más fácil. Sonia se compadecía de su suegra. La veía agotada persiguiendo una quimera: el afecto y la veneración del pueblo. Esta vez la seducción no funcionaba. Indira regresaba cabizbaja de los mítines. Le contaba a Sonia que había escuchado gritos contra ella, voces que reclamaban su derrota, a veces insultos. Había visto a gente abandonar las concentraciones, dejándola sola frente a un grupo cada vez más reducido de fieles seguidores. Le tocó escuchar muchas historias sobre los excesos del programa de esterilización, sobre las torturas, los arrestos arbitrarios… No sabía si creerse todo lo que decían, pero acabó dándose cuenta de que ese contacto privilegiado del que había disfrutado con el pueblo ya no existía. «No puedo soportarlo -confesó un día-. Me han tenido encerrada entre estas cuatro paredes.» Sonia no se atrevía a decirle que no había querido escuchar.

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