Javier Moro - El sari rojo
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20
Fue un pobre individuo, con las suelas de sus sandalias gastadas por los cinco días de caminata que había tardado en llegar hasta el despacho de Akbar Road, quien abrió los ojos de Indira sobre la realidad de los abusos cometidos en nombre de la Emergeney. Era un joven maestro de una escuela que venía de una aldea perdida. Un hombre cándido, idealista y luchador, que vino a contar a Indira cómo le habían esterilizado a la fuerza, a pesar de sólo tener una hija. La policía le había reducido a golpes y le había llevado a un dispensario junto a otros vecinos de la aldea. Contó la desesperación de su esposa y toda la familia por no poder ya tener más progenitura, sobre todo un hijo varón. Habló de pueblos enteros que la policía rodeaba de noche para perseguir a los varones y esterilizarlos. Por primera vez, Indira escuchó de viva voz el testimonio de una víctima de su política y salió conmovida del encuentro. «Sí -admitió-, quizás Rajiv y tantos otros tengan algo de razón, después de todo.» Estaba horrorizada por lo que contaba el maestro sobre otros profesores que habían sido golpeados por no poder conseguir cumplir con su cuota de voluntarios para la vasectomía. De pronto, la verdad la asaltaba con toda su crudeza por boca de aquel hombrecillo valiente y huesudo. No cabían más excusas: «Hay que mandar un mensaje urgente y tajante a todos los jefes de gobierno regionales -ordenó a su secretario- diciendo que cualquier individuo sorprendido en acto de hostigamiento mientras lleva a cabo el programa de planificación familiar será castigado.» Por fin Indira reaccionaba.
Sonia creyó entonces que adoptaría alguna medida para parar los pies a Sanjay, pero se equivocó. No hizo nada. «¿Cómo puede el amor por su hijo cegarla tanto? -se preguntaba-. ¿Me pasará lo mismo a mí con Rahul?»
– Espero que no, que nunca pierdas la objetividad -le decía Rajiv, que soportaba cada vez más difícilmente la situación.
Ya prácticamente no se hablaba ni con su hermano ni con Maneka. Aborrecía los métodos y el estilo de Sanjay y se sentía impotente para cambiar las cosas. Impotente ante su madre: «Lo bueno de Sanjay es que consigue resultados», la oyó decir Rajiv, aludiendo a los casi cuatro millones de indios que habían sido esterilizados en los primeros cinco meses del estado de excepción. A ese ritmo la meta de alcanzar veintitrés millones en tres años estaba en visos de cumplirse, por eso Indira estaba, en el fondo, satisfecha. El propio Rajiv, gracias a las relaciones que tenía con sus colegas y en la empresa, se daba cuenta antes que su propia madre, del desastre que se avecinaba. Sabía que los contadores de historias, los sabios mendicantes y los adivinos narraban en las cuatro esquinas de este país continente, a veces distorsionando y exagerando los hechos para darles una dimensión épica, los abusos y sufrimientos que había desatado la campaña de esterilización. El terror que invocaban esas historias y la inseguridad que generaban rompían la confianza que la gente tenía depositada en sus gobernantes. El estado de excepción empezaba a volverse contra el poder, contra Indira. Pero la primera ministra no se daba cuenta de ello.
– Mi hermano y mi madre están traicionando el legado de la familia -repetía Rajiv a Sonia, con un tono de voz desesperado.
Se encontraba atrapado en una situación sin salida. No podía irse, y quedarse le repugnaba. No le gustaba que le identificasen con todo lo que estaba ocurriendo. A pesar de tener una de las profesiones más asépticas del mundo, era inevitable que los colegas y la gente en general le metiesen en el mismo saco que su hermano. No le importaba enfrentarse a Sanjay…
– ¡Estáis traicionando al abuelo! -le soltó varias veces a la cara.
– ¡Estamos modernizando este país! -replicaba Sanjay.
– ¡Os estáis echando a la gente en contra!… El fin no justifica los medios.
Pero decirle lo mismo a su madre, le resultaba imposible a Rajiv. Un hijo indio no se enfrenta a sus progenitores. Una cierta sumisión a la figura de los padres es un rasgo que forma parte del acervo cultural más profundo de la India. Sonia lo sabía, por eso procuraba no echar más leña al fuego. Confiaba que el paso del tiempo terminaría por arreglar las cosas. Huyendo de la tensión latente, se refugiaron en sus habitaciones del fondo de la casa, participando lo mínimo en la vida común. Ya no sentían que ese hogar les perteneciera, como ocurría antes. El escritor Kushwant Singh, un asiduo visitante de la casa, llegó un día para ver a Maneka mientras Rajiv y Sonia celebraban el cumpleaños de uno de sus hijos: «Me di cuenta de que los niños y cada una de las mujeres ocupaban lugares alejados de la casa y que tenían poco que ver unos con otros.» Las peleas de los perros reflejaban la tensión de sus moradores. Sanjay y Maneka tenían dos lebreles irlandeses «grandes como burros», según contaba el escritor, que estuvo varios minutos paralizado de terror en el salón cuando le dejaron con una taza de té en la mano junto a los canes. Fue Indira quien le salvó de aquella situación llevándoselos al jardín. En contraste, Sonia tenía una perra salchicha llamada Reshma, y Zabul, un afgano manso. Cuando los perros se enzarzaban, Sonia, horrorizada, intervenía para separarlos, mientras Maneka contemplaba la escena, imperturbable porque sabía que sus perros eran más fuertes.
A pesar de la agresividad latente, en el interior del hogar de los Gandhi intentaban huir de la confrontación directa. La comunicación se reducía a notas escritas, siempre con cortesía, para expresar quejas y discrepancias: «Ayer dejaste el perro suelto dentro de casa, por favor no lo vuelvas a hacer, que se asustan los niños.» Maneka leía la nota, pero no hacía caso.
Rajiv y Sonia encontraron apoyo en sus amigos, entre los que se encontraba Sabine y su marido, así como un matrimonio italiano recién llegado, Ottavio y Maria Quattrochi, muy dicharacheros y simpáticos y con quienes salían a menudo a cenar. También formaban parte de ese grupo un piloto de Indian Airlines, un matrimonio indio compuesto por un hombre de negocios y una decoradora muy amiga de Sonia, un periodista y su mujer editora y algún matrimonio más. Sonia se reía mucho con su paisano Ottavio Quattrochi, un avezado hombre de negocios, representante de grandes empresas italianas, y que estaba dotado de un fino sentido del humor. Los amigos ayudaban a soportar la desagradable situación familiar.
Sonia se enteró de lo que estaba ocurriendo en la Vieja Delhi por una amiga india que la avisó por teléfono. Le dijo que su chófer y su cocinero, ambos musulmanes, le habían pedido ayuda, a sabiendas de que se relacionaba con la familia de Indira. Ambos estaban horrorizados porque, según decían, «los hombres de Sanjay estaban arrasando el barrio». Querían que su «señora» intercediera para salvar sus casas. Sonia no sabía nada.
– Siempre somos los últimos en enterarnos. Ya sabes cómo está la situación en casa, no sé si podremos hacer algo.
Cuando indagó, se enteró de que Sanjay había ordenado la demolición del barrio, un laberinto de callejuelas, antiguos edificios en ruinas y chabolas insalubres. Un barrio sucio, congestionado y contaminado pero con alma de ciudad vieja. Formaba parte de su programa de «embellecimiento de ciudades». Los vecinos se habían rebelado, lanzando piedras, ladrillos y hasta cócteles molotov contra las excavadoras. Una turba de mujeres había rodeado la clínica de planificación familiar coreando eslóganes y amenazando a los obreros con esterilizarlos. La policía no tardó en llegar y dispersó a la multitud con gases lacrimógenos. Se desató una batalla campal que se saldó con cientos de heridos y una decena de muertos, entre los que se encontraba un niño musulmán de trece años que miraba los disturbios como si se tratase de una película. Al final la policía impuso el toque de queda para que los derribos pudieran continuar. Cuando Sonia le contó todo esto, Rajiv puso el grito en el cielo.
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