Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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En las ciudades, el miedo se apoderó de la gente. Delhi se quedó sin obreros, lo que era insólito en una ciudad donde la gente acudía del campo a buscar trabajo. Los inmigrantes regresaron a sus pueblos para evitar la fatal incisión de sus genitales. En noviembre de 1975, la celebración del cumpleaños de Nehru, que incluía meriendas gratis para cientos de niños, tuvo que cancelarse porque las madres se negaron a enviar a sus hijos varones por miedo a que los «médicos de Sanjay Gandhi» los esterilizasen. Pronto, el certificado oficial de esterilización se convirtió en un requisito indispensable para sortear las necesidades de la vida cotidiana.

Era inevitable que una campaña así se topase en seguida con una fuerte resistencia, sobre todo al extenderse el falso rumor de que la esterilización abocaba a la impotencia. Para luchar contra esa resistencia, el gobierno estableció un sistema de cuotas por el cual los sueldos de policías, profesores, médicos y enfermeras les eran abonados sólo después de que motivasen a cierto número de personas para someterse a una vasectomía. Como no podía ser de otra manera, las víctimas de esta despiadada política fueron los más débiles, los más pobres, los grupos sociales más marginados como los intocables o ciertas comunidades musulmanas y tribales que en principio eran los que siempre habían apoyado incondicionalmente a Indira. No entendían cómo su diosa, a la que siempre habían votado, podía castigarles así. ¿Era ése el premio que recibían por su lealtad?

Los indios no estaban acostumbrados a que el Estado les dictase el tamaño de sus familias. La India no era una dictadura como China, donde las decisiones tomadas desde la cúspide podían ser ejecutadas a la fuerza. Esa tradición dictatorial no existía. Aquí, los hijos eran un recurso muy valioso, algo así como «la seguridad social de los padres», porque desde pequeños trabajaban en los campos, en los talleres, en las fábricas textiles, o mendigando en las calles. Las familias eran grandes porque a más hijos más brazos y, como consecuencia, más recursos. Para los pobres campesinos, obreros y mendigos sin hogar, la posibilidad de tener niños representaba casi el único acto de libertad individual del que podrían disfrutar en la vida. Quitarles a los pobres el placer de hacer y de tener niños era quitarles lo único que tenían. Pero claro, eso no podía verlo Sanjay, cuyo corazón estaba cegado al sufrimiento de los pobres. Tampoco tenía experiencia en gobernar, en el arte de manipular a funcionarios y burócratas. Al intentar sacudir la estratificada jerarquía administrativa para hacerla eficaz, utilizando métodos como la amenaza de traslado, los dudosos incentivos a la esterilización o la amenaza de ser investigado por las autoridades fiscales, lo que consiguió fue que esa tácita hermandad de burócratas, que se mantenía unida por lazos invisibles desde hacía siglos, se uniese todavía más para defenderse de los ataques. Por un lado le adulaban, por otro le boicoteaban. Y él era demasiado ingenuo para darse cuenta de ello.

En cuanto a su madre, optó por no creer lo que le contaban. Completamente alejada de la realidad por la misma corte de aduladores de su hijo que le aseguraban que los informes de abusos estaban basados en rumores no comprobados, Indira veía las críticas como ataques personales, y las descartaba de un plumazo.

– La gente exagera mucho -le decía a Rajiv cuando se cruzaban en casa, haciéndose eco de las palabras de Sanjay-. No hay que creerse lo que dicen.

– Acabo de regresar de Bhopal -insistía Rajiv-, y allí los musulmanes están aterrados. Dicen que los hindúes manipulan la campaña en su contra… Hay que tranquilizar a esa gente antes de que lo conviertan en un conflicto entre comunidades.

– Lo que hay que hacer es limitar la población como sea. No hay salida para la India si no lo conseguimos.

Rajiv también se daba cuenta de que hablar con su madre era imposible. No admitía que nadie la contradijese. Todo lo interpretaba en clave de vendetta política, o en clave sobrenatural, lo que era especialmente preocupante. La influencia de su profesor de yoga, el gurú Dhirendra Brahmachari, era mayor que nunca. El hombre se aprovechaba de la soledad de la primera ministra. Llegó a tener un acceso más fácil a Indira que su propio hijo Rajiv. Esa proximidad al poder, la supo aprovechar a su favor, porque durante el estado de excepción fue amasando una pequeña fortuna, tanto que le permitió comprarse una avioneta. En la ciudad era conocido como «el santo volador». Rajiv y Sonia lo detestaban porque se daban cuenta de lo mucho que estaba aprovechándose de Indira. Le habían estado observando: primero la asustaba hablándole de complots sobrenaturales contra ella y Sanjay, y a continuación la convencía para que aceptase recitar ciertos mantras y protegerse así de los que buscaban su destrucción. De esa manera, mantenía una notable influencia de la que Indira no conseguía librarse. Cuando Sonia y Rajiv intentaban ponerla en guardia, se encerraba en uno de sus famosos silencios. Sonia no podía soportar la presencia del gurú en casa, que exigía comida y bebida a su antojo. Estaba cada vez más gordo, fruto de su voraz apetito, y carecía de modales.

– ¡Es un guarro! -decían asqueados al verlo comer.

– No sé cómo mi madre le aguanta… -decía Rajiv-. Vive encerrada en una torre de marfil, y si su único contacto con el mundo son Sanjay y el gurú, ¡estamos aviados!

– Vayámonos a Italia, de verdad, Rajiv, demos a los niños un poco de vida normal.

Cuando se lo comunicaron, la expresión del rostro de Indira mudó por completo, tanto que inmediatamente se arrepintieron de haberlo siquiera mencionado. Comprendieron, aun antes de que Indira hubiera pronunciado una palabra, que aquello iba a ser difícil, por no decir imposible.

– Te entiendo, Sonia, entiendo que estés harta de vivir en este ambiente -le dijo Indira-, que tengas que escuchar todas esas críticas infundadas que se vierten sobre mí, entiendo que tengas ganas de marcharte a Italia… ¿Pero os imagináis lo que dirían aquí si ahora os vais? Lo interpretarían como una deserción, como una oscura maniobra mía… «Manda a los hijos a Europa, luego seguirá ella, está preparando su huida», puedo oír lo que dirán…

– Es que hemos pensado que eso es algo que podemos hacer ahora que los niños son pequeños -dijo Sonia-. Luego será imposible…

– ¿No podéis esperar un poco?

Sonia miró a Rajiv y agachó la cabeza. Él estaba pensativo. Sonia adivinó el desgarro que debía sentir por dentro. Indira prosiguió:

– Es que es tan mal momento…

– Lo entiendo, y lo último que querríamos sería perjudicarte -le dijo la italiana incorporándose, antes siquiera de que Rajiv tomase la palabra.

– En momentos difíciles, la familia tiene que mostrarse unida.

Es importante que la gente, que el pueblo lo perciba.

Sonia hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

– No te preocupes, mami, nos quedamos -le dijo con una sonrisa de comprensión.

Lo que no se mencionó en la conversación era igual de importante. Aparte del miedo a que ocurriese algo, Sonia quería irse una temporada porque estaba muy harta del comportamiento de su cuñada Maneka, que la tildaba despectivamente de «italiana» y que actuaba con una insolencia digna de una reina consorte al abrigo de su marido, deus ex machina del estado de excepción. Por su parte, Indira tampoco mencionó la aversión que le producía separarse de sus nietos, a los que adoraba. Jugaba con ellos, a veces les llevaba a su despacho, se enorgullecía de presentarlos a la gente. Eran su gran pasión. La verdad es que Indira se había convertido en una matriarca tan posesiva y protectora como lo había sido su abuelo Motilal Nehru, el antiguo patriarca del clan.

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