Javier Moro - El sari rojo
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– No sé qué es lo que deberíamos hacer -le dijo Sonia-. Me preocupa mucho el comportamiento de tu hermano. Está cada vez más metido en política.
Le contó que Maneka estaba en Cachemira, donde la había enviado Sanjay por indicación de Indira, ya que temía que la chica, tan locuaz, pudiese revelar sus intenciones respecto a la declaración del estado de excepción, que mantuvieron en un secreto total hasta su promulgación. Le siguió contando que la víspera Sanjay había estado reunido en el despacho de Indira hasta muy tarde con el secretario Dhawan y con el segundo del ministro del Interior.
– ¿Sabes qué hacían? Se estaban poniendo en contacto con jefes de gobierno locales y les mandaban órdenes de detención. Tenían una lista negra de «enemigos». Lo peor no es eso, lo peor es que lo hacían en nombre de tu madre.
– Sé que detuvieron a J. P. Narayan de madrugada, me enteré en el aeropuerto -dijo Rajiv, suspirando-. Una patrulla de la policía se lo llevó esposado al calabozo. Parece ser que Narayan no podía creérselo; le parecía inconcebible que mamá hubiera tomado una medida tan drástica.
Sonia le siguió contando que a las tres de la madrugada, Siddharta Shankar Ray, después de haber ayudado a Indira a terminar el borrador del discurso que iba a anunciar el estado de excepción a la población, se disponía a marcharse cuando se cruzó en el pasillo con el secretario Dhawan, que le dijo: «Ya están tomadas las medidas para cortar el suministro eléctrico a los principales periódicos del país y para cerrar los tribunales.»
– Ray se quedó de piedra -prosiguió Sonia-, y se puso furioso. Pidió que despertasen a tu madre, que estaba agotada después de un día tan largo. En ese momento, salió Sanjay, que empezó a discutir con Ray. ¿Sabes lo que le dijo? Le dijo: ¡Vosotros no sabéis llevar un país!
– ¡Como si él supiera! -dijo Rajiv alzando la vista al cielo.
– El caso es que no se marchó hasta que apareció tu madre, que estaba asombrada porque ella no sabía nada de esas órdenes de detención. Las había dado tu hermano. Le pidió que le esperase unos minutos, y se fue a hablar con Sanjay.
– Lo que Sanjay busca con esas medidas es protegerse a sí mismo y a su negocio, haciendo ver que también protege a mamá de las acciones legales emprendidas contra ella.
– Tu madre puede tener tentaciones autoritarias, pero tiene principios. Cuando salió de la habitación en la que se había encerrado con Sanjay, tenía los ojos rojos de haber llorado. Le dijo a Ray que los periódicos tendrían electricidad y no se cerraría ningún tribunal.
– Pero es mentira -dijo Rajiv-. Hoy no hay periódicos en la calle porque les han cortado la luz. De nuevo, Sanjay se ha salido con la suya.
Hubiera sido un gran éxito de Indira si el estado excepción hubiera durado poco tiempo, y sobre todo si Sanjay no hubiera crecido como un poder en la sombra. El primer día, cuando el ministro de Información, I. K. Gujral, un hombre respetado, culto y suave en sus modales, llegó al despacho de Akbar Road, Sanjay le ordenó que todos los boletines de noticias le fuesen sometidos antes de su difusión. Usha, sentada en su despacho, fue testigo de la escena.
– Eso no es posible -le dijo el hombre-, los boletines son confidenciales.
– Pues de ahora en adelante, tendrá que ser posible.
Indira estaba en el quicio de la puerta y escuchó la conversación:
– ¿Qué ocurre? -preguntó.
El ministro repitió su explicación.
– Entiendo -le dijo Indira-, si no quieres dárselos a Sanjay, te sugiero que un empleado de tu ministerio me los traiga a mí todas las mañanas para que los pueda ver.
El ministro se marchó con la firme intención de presentar su dimisión, pero fue convocado de nuevo por la tarde a lo que ya llamaban «el palacio», que no era sino la residencia de Indira Gandhi. Sanjay le pidió que expulsase del país al corresponsal de la BBC, un periodista muy conocido y muy querido llamado Mark Tully, por haber enviado una crónica que «distorsionaba» los hechos.
– No es tarea del ministro de Información arrestar a corresponsales extranjeros -le contestó Gujral.
Cuando acto seguido Sanjay le reprochó que el discurso de su madre no había sido difundido en su integridad por la televisión, el ministro perdió la paciencia:
– Si quieres hablar conmigo, tendrás que aprender a hacerlo con cortesía -le dijo-. Eres más joven que mi hijo y a ti no te debo explicaciones.
No le dio tiempo a presentar su dimisión. Indira le llamó esa misma noche para relevarlo de su puesto «porque el ministerio de Información necesitaba a alguien que pudiera llevar los asuntos con mayor firmeza dadas las circunstancias».
El nuevo ministro promulgó durísimas leyes de censura, incluyendo la prohibición de citar a Nehru y a Gandhi en sus declaraciones a favor de la libertad de prensa, lo que no dejaba de ser una cruel ironía de la historia. Uno a uno, los representantes de la prensa internacional fueron invitados a marcharse.
El único de sus ministros que cuestionó la necesidad de imponer el estado de excepción fue relevado del cargo y reemplazado por Bansi Lal, el jefe de Gobierno de Haryana y el primero en sugerir la necesidad de imponer el estado de excepción… A los veintinueve años, Sanjay, por el mero hecho de ser el hijo de su madre, estaba en camino de convertirse en el hombre más poderoso de la India.
La censura de prensa fue más dura que la que los británicos habían impuesto durante la lucha por la independencia. Al menos, en aquel entonces, los periódicos estaban autorizados a anunciar los nombres de los que habían sido arrestados y las cárceles donde se les había encerrado. Ahora la gente se enteraba por rumores de dónde se encontraban sus seres queridos, casi todos miembros de la oposición. Aproximadamente unas cien mil personas fueron arrestadas sin cargo alguno ni juicio. Las condiciones de detención de la gran mayoría eran tan insalubres que veintidós detenidos murieron en sus celdas sucias y abarrotadas. Si los ferroviarios guardaban el mal recuerdo de la manera en que la huelga había sido aplastada, ahora ninguna capa de la población estaba a salvo. Los arrestos más sonados fueron quizás los de las maharaníes de Jaipur y de Gwalior, antiguas princesas que lideraban en sus respectivos estados partidos opuestos a Indira, y que fueron encerradas en la infame cárcel de Tihar, en Delhi, junto a criminales y prostitutas. Gayatri Devi, la elegante maharaní de Jaipur, no se quejó de la mugre, ni de la promiscuidad ni del hedor. Únicamente se quejó del barullo que hacían las otras presas y le pidió a una amiga que le enviase tapones de cera para los oídos.
Por otra parte, el Parlamento otorgó a Indira la misma inmunidad de la que gozaban el presidente de la República y los gobernadores de los estados. De manera retroactiva, la primera ministra fue absuelta de los cargos de fraude electoral que pesaban sobre ella, y que habían sido el desencadenante del actual estado de excepción.
De nuevo Indira, guiada por su instinto de supervivencia, se encontraba con el control absoluto del país, ahora más que nunca, aunque la manipulación de los mecanismos democráticos le estaba granjeando un número creciente de enemigos, dentro y fuera de la India. Pero en los primeros tiempos, el estado de excepción fue visto con alivio por una parte de la población, sobre todo la clase media urbana. Hasta la propia Sonia, cuando iba a llevar al niño al colegio, tenía la impresión de encontrarse en otra ciudad, no en la Nueva Delhi de los últimos tiempos. El ambiente era de una tranquilidad pasmosa. No había cortes de tráfico, ni manifestaciones, ni sentadas, ni arrebatos de violencia contra su suegra. Hasta los taxis y los conductores de rickshaws conducían en el lado correcto de la carretera. Como ella, una gran parte de la población estaba contenta de que las huelgas y los disturbios hubieran cesado, y poder disfrutar de una cierta paz. En las ciudades, la gente celebraba que se pudiese de nuevo caminar sin miedo, ya que el índice de criminalidad descendió en picado debido a la mayor presencia policial y al endurecimiento de la ley. Los funcionarios, conscientes del nuevo ambiente de seriedad, hacían sus jornadas completas y trabajaban con mayor eficacia. Los trenes y los aviones eran puntuales, para alivio de los usuarios, y también de Rajiv, que ahora podía disfrutar de una vida familiar más estable, sin los retrasos de los últimos tiempos, que le hacían volver a casa a horas imposibles. Carteles enormes con la foto de Indira decoraban rotondas y plazas: «La diferencia entre el caos y el orden», rezaba un eslogan junto a su foto.
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