Javier Moro - El sari rojo
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La idea de que Indira había restaurado la paz y el orden en el territorio caló también en el extranjero. Usha, su secretaria particular, era la encargada de traer y leer o apuntar los artículos de la prensa internacional que tenían que ver con la actualidad india. Muchas veces leía los titulares o las cartas que aparecían publicadas sentada en la mesa del comedor. «El gobierno autoritario gana amplia aceptación en la India», rezaba un titular de The New York Times. Pero había otros titulares abiertamente hostiles que provocaban inquietantes cruces de miradas entre Sanjay y su madre. Un día, Usha estaba sola en su despacho cuando entró Sonia. Las dos mujeres se apreciaban mucho.
– Usha, creo que es mejor que no leas nada de las críticas que salen en la prensa extranjera delante de todos, no lo digo por mami -como ahora llamaba a Indira- sino porque no quiero que te miren mal.
– Gracias por avisarme -le dijo Usha, que también había notado que el ambiente había cambiado y recelaba de la influencia de Sanjay sobre su madre.
En la India podían silenciar las voces críticas, pero no en el extranjero. Dorothy Norman, la vieja amiga del alma de Indira, se mostró abiertamente hostil con ella. Reunió firmas de personalidades norteamericanas -el escritor Noam Chomsky, el tenista Arthur Ashe, el Premio Nobel Linus Pauling, el pediatra Benjamín Spock, etc.- para publicar un texto en la prensa deplorando las duras medidas del estado de excepción y reclamando su levantamiento. Entre los firmantes, y para mayor humillación de Indira, figuraba Allen Ginsberg, el poeta que había conocido en Londres cuando había ido a inaugurar el homenaje a Nehru y que años después había cantado la tristeza de los refugiados de Bangladesh. Eso le dolió. La correspondencia entre ambas cesó, y no se reanudaría hasta cuatro años más tarde. Su otra amiga, Pupul Jayakar, se enfrentó a Indira cuando regresó de viaje: «¿Cómo es posible que tú, la hija de Jawaharlal Nehru, permitas esto?» Indira no se lo esperaba y se quedó petrificada. Nadie se atrevía a desafiarla abiertamente.
– No sabes la gravedad de lo que está pasando -le respondió-. No conoces los complots que existen contra mí. A J.P. nunca le ha gustado que sea primera ministra. Él no ha descubierto todavía su verdadero papel… ¿Qué quiere ser? ¿Un mártir? ¿Un santo? ¿Por qué no acepta que no es más que un político y que quiere ser primer ministro? -le contestó.
Indira le comunicó que su intención era mantener el estado de excepción durante dos meses solamente, y que de todas maneras ese tiempo lo iba a aprovechar para lanzar un programa de veinte puntos para sacar al país del subdesarrollo. Entre esas medidas, había dos que eran revolucionarias: la ilegalización del trabajo esclavo y la cancelación de las deudas que los pobres mantenían con los prestamistas de las aldeas.
Pupul se dio cuenta de que era inútil discutir con Indira. Lo único que podía hacer era escucharla para que su amiga se sintiese libre de vaciar su corazón con alguien de confianza. Pupul la conocía bien y sabía lo sola que se sentía. Aunque estaba en profundo desacuerdo con ella, decidió mantenerse cerca.
19
Indira tenía la intención de anunciar el fin de la Emergency , como se conocía el estado de excepción, el 15 de agosto de 1975, el mismo día y en el mismo lugar en el que su padre, veintiocho años antes, había hecho el famoso discurso de la independencia: «Llega el instante, raramente ofrecido por la historia, cuando un pueblo sale del pasado para entrar en el futuro, cuando una época termina, cuando el alma de una nación, largamente asfixiada, vuelve a encontrar su expresión…» En aquel momento histórico, esas palabras la habían dejado como paralizada de emoción. Había declarado al corresponsal de la BBC: «Ya sabe, cuando se va de un extremo de dolor a otro de placer, se queda uno como entumecido. La libertad es algo tan grande que cuesta asimilarlo.»
Ahora, mientras su coche circulaba por las anchas avenidas de Nueva Delhi, de donde los mendigos y las vacas errantes habían misteriosamente desaparecido -fue uno de los efectos milagrosos del orden impuesto por el estado de excepción-, y se dirigía al Fuerte Rojo para devolver la libertad al pueblo, esa libertad que se había visto obligada a secuestrar, su jefe de protocolo le dio una noticia que la conmocionó profundamente. Sheikh Mujibur Rahman, su amigo, el héroe que ella había restituido en la presidencia de Bangladesh, había sido derrocado en un golpe militar. Pero eso no era lo peor: Sheikh, su mujer, tres hijos, dos nueras y dos sobrinos habían sido pasados a cuchillo. Los golpistas se habían asegurado de que no sobreviviera una dinastía Rahman.
Indira estaba devastada. «Noté que había algo raro en el momento en que empezó su discurso -contaría su amiga Pupul que estaba entre la multitud del Fuerte Rojo-. El timbre de su voz estaba forzado como si estuviera intentando suprimir emociones poderosas. Esa voz había desterrado la capacidad de conmover a la gente.» Pupul estuvo escuchando atentamente el discurso, en el que Indira habló de libertad, de la necesidad de tomar decisiones duras, de las nociones de sacrificio y de servicio, del coraje, de la fe, de la democracia… pero ni una palabra sobre el final del estado de excepción.
Pupul fue a verla por la noche y la encontró en estado de shock. Indira estaba convencida de que la CIA estaba implicada en esas muertes (lo que resultó ser cierto). Y no quería acabar como Allende, se lo había repetido recientemente al líder laborista británico Michael Foot. Pensaba que lo de Bangladesh había sido el primer eslabón en una cadena de complots para desestabilizar el sur de Asia y cambiar el color ideológico de sus gobiernos. Estaba convencida de que ella sería la próxima víctima. El jefe del Servicio de Inteligencia le había confirmado que habían descubierto varias conspiraciones para eliminarla. Según Pupul, estaba paranoica, sospechaba de todos, cada sombra escondía un enemigo.
– ¿En quién puedo confiar? -le preguntó Indira-. Mi nieto Rahul tiene la misma edad que la del hijo de Sheikh Rahman. Mañana podría tocarle el turno a él. Quieren destrozarme como sea, a mí y a mi familia.
Fue la primera vez que Indira se dio cuenta de que no era sólo ella quien estaba en peligro por el hecho de ser primera ministra. Toda su familia, incluidos sus nietos, estaban en el centro de la diana, pensaba. Se encontraba prisionera en un círculo vicioso que ya no sabía cómo romper. En esas condiciones, pensó que no era el momento de suspender el estado de excepción. Al contrario, había que tomar medidas para protegerse intensificando las detenciones sin juicio y la actividad del Servicio de Inteligencia.
Indira se sentía segura entre las multitudes, pero en el interior de su casa, ahora fuertemente custodiada, empezó a sentirse en peligro. La verdad es que estaba enferma de miedo, cansada por el ejercicio del poder, desgastada por tanta lucha, desanimada por la falta de resultados. Era una mujer intensamente patriótica y tenía una fe absoluta en el destino de la India. Pero se daba cuenta de que su política izquierdista había sido incapaz de sacar al país de su atraso. ¿Cómo hacer de la India un país moderno, próspero y fuerte? No sabía ya qué formula utilizar, excepto la mano dura, que iba en contra de su propia tradición. Había metido a la India, a su familia y a sí misma en un callejón del que no sabía salir.
Instintivamente se volvió hacia sus hijos. El mayor, Rajiv, no podía serle de gran ayuda. Había expresado varias veces su desacuerdo con la Emergency, y lo había hecho también en público, y siempre que podía frente a sus amigos. El contacto entre ambos se redujo tanto que él, que trabajaba mucho y estaba poco en casa, se enteraba de los viajes y de las decisiones de su madre por los periódicos. Además, Indira sabía que él no estaba por la labor de apiadarse de ella. Hasta Sonia se había compadecido de un antiguo rival político que había dado con sus huesos en la cárcel en la primera oleada de detenciones. «Debe ser terrible para ti que tu padre esté en la cárcel. De verdad que lo siento mucho», le había dicho en una recepción al hijo de este político, y la frase llegó a oídos de los demás, que no tardaron en hacerla circular por los mentideros de Nueva Delhi. Indira no les guardaba rencor por ello; siempre había pensado que Rajiv no servía para la política y que ni él ni Sonia eran capaces de entender las profundas razones que la habían llevado a tomar esa decisión. Por otra parte, sabía que Sonia insistía en ir a Italia una temporada con los niños hasta que la situación se normalizara de nuevo. Nada se contagia tanto como el miedo…
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