Javier Moro - El sari rojo
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A Indira le conmovió el gesto de ese hombre que sin embargo estaba empeñado en destruirla. Qué rara es la política -debió pensar- que permite el odio y el afecto al mismo tiempo y en la misma persona. Sintió un pellizco en el corazón cuando leyó esas cartas, que resucitaban a su madre, tan frágil, tan enferma siempre, y que ahora revelaban su infelicidad por sentir el desprecio de las hermanas de Nehru que la encontraban demasiado tradicional y religiosa. Le dio las gracias a J.P. de todo corazón, aun a sabiendas de que éste cumpliría su amenaza de intensificar su cruzada contra ella.
La tercera mala noticia del día llegó a las tres de tarde. Rajiv, vestido con su uniforme de piloto, irrumpió en el dormitorio de Indira. Al volver del aeropuerto, se había cruzado con uno de los secretarios de su madre que le había puesto al corriente de una noticia que acababa de llegar por el teletipo.
– Ha salido el veredicto del Juez de Allahabad… -dijo Rajiv.
– ¿Y…? -preguntó Indira, girando un poco la cabeza, como si esperase el golpe que iba a recibir.
Rajiv le leyó el texto de la sentencia que le había entregado el secretario. Decía que la primera ministra había sido declarada culpable de negligencia en los procedimientos electorales del sufragio de 1971. En consecuencia, el resultado de esas elecciones quedaba invalidado. El tribunal daba veinte días al Congress para tomar las medidas necesarias de cara a que el Gobierno siguiese funcionando. Además, se le prohibía asumir un cargo público en los siguientes seis años.
Indira suspiró y se mantuvo serena. Miró al jardín. Sus nietos jugaban en la hierba. Todo parecía tan normal y tranquilo, excepto por los nubarrones que seguían amenazando con descargar lluvia. Qué curiosa era la vida, debió pensar. El mayor mazazo de su carrera se lo daban en su ciudad natal, en los mismos tribunales donde su abuelo Motilal Nehru hizo sus más brillantes alegatos. Se volvió hacia su hijo:
– Creo que no queda otra solución que la de dimitir. Ha llegado el momento -dijo sin el menor atisbo de emoción.
Esperaba una sentencia condenatoria, pero no tan desproporcionada. La oposición había utilizado una triquiñuela legal para acorralarla. La sentencia correspondía a la denuncia que un rival político llamado Raj Narain, que había perdido por cien mil votos de diferencia, había presentado cuatro años antes en el juzgado de Allahabad. Las acusaciones eran triviales y se referían al uso indebido de personal y transporte propiedad del gobierno durante la anterior campaña electoral. En privado, todo el mundo, incluido sus adversarios, reconocían que los cargos contra ella eran ridículos y que los jueces se habían excedido. Según el diario Times de Londres, era equivalente a «destituir un primer ministro por una multa de tráfico». Pero en la India de 1975, la gente se echó a la calle a celebrarlo.
Su amigo Siddharta Shankar Ray, jefe del gobierno de Bengala, llegó a casa poco tiempo después. Era un hombre de confianza, Íntegro, la vieja guardia de los amigos incondicionales. El partido estaba conmocionado, le dijo. Luego prosiguió:
– … Lo que la oposición no ha conseguido en las urnas, intenta manipularlo a través de una sentencia jurídica.
– Tengo que dimitir -soltó Indira, impasible.
El hombre tomó asiento. Miró a Indira: su rostro dejaba traslucir un cansancio infinito.
– No tomes esa decisión a la ligera. Vamos a pensarlo.
Indira alzó los hombros:
– ¿Hay otra solución?
– Siempre se puede apelar.
– Tardará meses… Sabemos cómo funciona la justicia.
La conversación fue interrumpida por la llegada de dos ministros, seguidos poco tiempo después por la del presidente del partido y varios colegas más. La casa se fue llenando de gente. Sonia les ofrecía dulces y bebidas. Con sus propios ojos, veía cómo unos estaban preocupados por perder el puesto, otros al contrario, excitados porque el sillón de Indira estaba al alcance. Los rumores, la incertidumbre y el calor hacían que el aire fuera irrespirable. Unos hablaban con Indira, intentando disuadirla de que presentase su dimisión; otros hacían corrillos, midiendo las fuerzas de distintos líderes que podrían reemplazarla. La todavía primera ministra escuchaba a todos, callada. «Creo que debería dimitir inmediatamente», repetía.
Por la tarde, Sanjay llegó de la «fábrica». Se había enterado de la noticia por la radio. Entrando en casa, se encontró con su hermano:
– ¿Qué va a hacer? -le preguntó.
– Dimitir. No le queda otra.
– No -dijo Sanjay-, eso no puede ser.
En un segundo Sanjay vio su sueño de ser un gran empresario hecho añicos. Si su madre cedía ante sus enemigos, podía despedirse para siempre de Maruti Ltd. Entró en el salón abarrotado de gente y, sin apenas saludar a nadie como era costumbre suya, cogió a su madre del brazo y le pidió hablar a solas unos minutos. Se retiraron al estudio contiguo.
– Me ha dicho Rajiv que piensas dimitir.
– Lo estamos sopesando. No tengo muchas opciones.
– No debes hacerlo, mamá. Si cedes ahora y dimites por esos cargos tan nimios, cuando no tengas inmunidad parlamentaria conseguirán meterte en la cárcel por cualquier cosa que se inventen.
– Tengo la conciencia tranquila. Estamos pensando en cambiar los papeles. Que el presidente del partido asuma el cargo de primer ministro hasta que mi recurso sea tramitado en el Tribunal Supremo. Mientras, yo me encargaría de la presidencia del partido.
– ¡Eso es una locura, mamá! -dijo Sanjay, y el grito se oyó en el salón contiguo-. ¿Te crees que el presidente del partido, una vez esté en tu sillón, te lo devolverá después? Nunca lo hará. Parecen todos muy leales y muy amigos, pero sabes mejor que yo que sus sonrisas esconden sus ambiciones personales. Todos quieren tu sitio. Todos buscan el poder. No debes dimitir bajo ningún concepto.
Aceptar la derrota no era algo fácil para Indira. ¿Podía retirarse con el rabo entre las piernas por algo tan trivial, ella que había dedicado su vida a la política y que había ejercido de primera ministra durante casi una década? No se correspondía con su concepto de dignidad. ¿Podía dejar en la estacada a sus compañeros de partido, a todos los que dependían de ella? ¿Al país entero? ¿No decían que India es Indira e Indira es la India? ¿Iba a permitir que J.P. Narayan acabase con la democracia hundiendo el país en la anarquía? Es cierto, estaba cansada, a veces hasta deprimida por no encontrar soluciones a los males del país. Si sólo tuviera que escuchar su voz interior, esa que le pedía sosiego, quizás optaría por la dimisión. Por ella, lo haría. Pero no estaba sola. Pensó en Sanjay… ¿Qué sería de él, si ella perdía el puesto? Se lanzarían como sabuesos a devorarlo por haberse atrevido a ser emprendedor, o simplemente por ser quien era. ¿Qué sería del resto de la familia? El poder se revelaba como una defensa necesaria contra todos los enemigo s que ese mismo poder había creado al filo de los años. El poder protegía a la familia. Sin ese escudo, estaban en peligro.
Indira volvió al salón. «Estoy decidida a luchar para mantenerme en el cargo», le dijo a su abogado. Quedaron en que éste solicitaría a la Corte Suprema el aplazamiento de la sentencia hasta que el tribunal decidiese sobre su recurso. La maniobra permitiría ganar tiempo y mantenerse como primera ministra hasta conseguir reunir fuerzas y apoyos. Nada más anunciar su decisión, la tensión en casa se relajó. Para disimular su decepción, los que ya se habían atrevido a soñar con relevarla se fundieron en los más serviles elogios. Sonia estaba desconcertada. En el fondo, le hubiera gustado que su suegra dimitiese, porque echaba de menos una vida más sosegada.
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