Javier Moro - El sari rojo
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A partir de ese día, Sanjay dedicó todo su tiempo libre a Maneka. Se veían a diario. Como a él dejó de gustarle salir a restaurantes o al cine, prefería verla por las tardes en casa de una de las dos familias. A Sonia esta nueva novia no le causó una gran impresión. Comparada con Sabine, era una chiquilla inmadura que duraría con Sanjay lo que éste tardase en darse cuenta de lo ambiciosa que debía de ser. Porque ahora Sonia se había contagiado de la desconfianza que viene con el poder o la cercanía al poder. Como su suegra, pensaba que todo el que se acercaba a la familia lo hacía por interés. La mayoría de las veces no le faltaba razón. Pensó que Maneka, una más de las que cortejaban al soltero de oro de la India, sería flor de un día.
Pero a principios de 1974, Sanjay la invitó a comer a casa, signo de que el chico estaba tomándose su relación más en serio de lo habitual. La chica estaba muy nerviosa porque tenía que pasar por el trance de conocer a la primera ministra. Sonia la entendía perfectamente, ella que había tenido un ataque de nervios el día que Rajiv debía presentársela. La diferencia era que entonces ella y su novio llevaban un año juntos, y no un mes, como Sanjay y Maneka. Pero conocía a su cuñado, sabía lo impulsivo y lo impaciente que era. También, en la época de Inglaterra, Indira era otra mujer, más pausada, sin el agobio ni la tensión del poder. Maneka, visiblemente intimidada, miraba todo como un pajarito asustado: los muebles, los cuadros, las fotos. Cuando de pronto se encontró frente a Indira, no supo qué decir. Se puso roja y empezó a balbucear. Indira rompió el hielo:
– Como Sanjay no nos ha presentado, dime cómo te llamas y a qué te dedicas -le dijo.
Maneka siguió balbuceando como pudo, omitiendo que hacía de modelo para una marca de toallas, lo que no le pareció digno de mención.
Indira charló un rato con ella y, como estaba acostumbrada a ver desfilar a chicas que Sanjay seducía, no pensó nada en especial, excepto que era un poco joven. Aunque le hubiera gustado encontrar una nuera entre las buenas familias de Cachemira, no se metía en los asuntos sentimentales de su hijo, como tampoco lo había hecho con Rajiv. Hacía tiempo que había abandonado la idea de organizarle un «matrimonio concertado» a lo indio. Eso lo dejaría para otra vida en la que tuviera más tiempo y más sosiego…
Pasaron los meses y parecía que Maneka estaba allí para quedarse. No era una más en la vida de Sanjay. Éste se había enamorado y, fiel a su carácter impulsivo, quería casarse ya. Indira no tuvo reparo, al principio, en admitirla. Que fuese de una familia sij no suponía un problema para los Nehru, que habían pregonado siempre la igualdad entre las comunidades religiosas del país. Presionada por las prisas de su hijo, no tuvo tiempo de informarse sobre la familia de su futura nuera y fijaron la fecha del 29 de julio para la pedida. Ambas familias se reunieron en el número 1 de Safdarjung Road donde después de una breve ceremonia, se sentaron todos a celebrarlo comiendo. Indira se dio cuenta en seguida de que no eran gente educada, ni cosmopolita, ni culta y en la madre fue capaz de adivinar la satisfacción profunda de haber colocado a su hija en la familia más codiciada del país. Hubiera podido decir algo parecido de la familia de Sonia, pero la diferencia es que aquéllos eran sencillos, no presumían de nada y carecían de ambición. Éstos eran ruidosos y ostentosos, con un gusto hortera en la manera de vestir y de exhibir sus joyas. De todas maneras, Indira estuvo a la altura de las circunstancias. Nobleza obliga. El anillo de pedida que luda su nuera se lo había regalado ella. Y era un regalo muy especial. Había pertenecido a Kamala, su madre, y había sido diseñado por su abuelo Motilal. Confiaba secretamente que algún día esa chiquilla llegaría a entender el profundo significado de tan preciado presente. También le ofreció un conjunto oro y turquesa, así como un sari de una seda muy fina y bordada al estilo Tanchoi, mezcla de estilos indio y chino. Un mes después, le regaló un sari de seda italiana por su cumpleaños.
Los temores sobre la familia de Maneka se vieron confirmados por la información que empezó a fluir después de la pedida. Indira se enteró de que Arnteshwar, su futura consuegra, había estado diez años litigando con su hermano por la herencia del padre, que era una mujer con una educación muy elemental y, según los que la conocían, intrigante y codiciosa. Le llegaban rumores de que los demás miembros de la familia eran rudos y descarados. Otras fuentes les tildaban de arribistas. Se había colado en la vida de Sanjay justo el tipo de persona que siempre habían intentado evitar. Aunque rara vez los padres están contentos con la elección de las parejas de sus hijos, ahora Indira iba a beber la misma copa que dio a beber a su padre cuando le informó de su decisión de casarse con Firoz. Como en aquel caso, también ahora se trataba de familias que venían de mundos opuestos, que no compartían los mismos valores. ¿Pero serviría de algo enfrentarse con su hijo, como Nehru se había enfrentado con ella? Pocas veces en la vida lo había pasado tan mal como entonces, de modo que no estuvo dispuesta a hacer lo mismo. No podía abrir un frente más. La cantidad de problemas con los que tenía que lidiar la habían deprimido. No veía cómo sacar a la India de la pobreza, yeso la desesperaba. Su fiel secretaria Usha recordaría que, al regresar de un funeral a finales de julio por el eterno descanso de un viejo amigo de la familia, Indira le confesó que estaba cansada de vivir. Le dio instrucciones sobre la manera de disponer de su cuerpo cuando hubiera muerto.
– No quiero un funeral, Usha. Apunta… Quiero que pongan mi cuerpo en un ataúd y que lo dejen caer desde un avión sobre las nieves eternas del Himalaya. Quizás así consiga disfrutar de una paz que no he disfrutado en vida.
– Madam, lo importante es tener paz en esta vida, ¿no cree? En la otra está garantizada…
– Sí, lo sé, pero no está en mis manos y no creo que ya sea posible.
– Tiene que serlo, señora. Además, déjeme decirle que nadie estará de acuerdo en disponer de su cuerpo de esa manera. Si fuesen cenizas todavía… pero ¿cómo quiere que tiren un ataúd desde un avión y que se estrelle contra el suelo?
– Pues no quiero ni ser enterrada ni que me quemen -zanjó Indira.
En ese estado de ánimo, la perspectiva de casar a su hijo con una chica de diecisiete años de una familia que consideraba «ordinaria» no era algo que le levantase la moral Lo único que pudo hacer fue retrasar la boda. Cuando se enteró de que en la fecha fijada Maneka no habría cumplido la mayoría de edad, le dijo a su hijo:
– Tendrás que esperar a que cumpla los dieciocho. No puedo permitir que incumplas la ley.
El problema de los casamientos infantiles seguía siendo un tema espinoso en la India que había sido denunciado por Gandhi, Nehru y por todos los que querían modernizar el país. Miles de niñas acababan siendo «negociadas» por sus padres, casadas y convertidas en criadas de la familia del marido, sin poder alguno para decidir sobre el número de hijos que tendrían. El caso de Maneka distaba mucho de esto, pero Indira no estaba dispuesta a que Sanjay no predicase con el ejemplo. Además, ganando tiempo, quizás su hijo acabaría recapacitando.
Pero no ocurrió. Ese verano, Sanjay tuvo que someterse a una pequeña operación de hernia. Después de sus clases matutinas, Maneka pasaba la tarde y parte de la noche en la sala privada del All India Institute of Medical Sciences, el hospital más puntero de Nueva Delhi. Unas semanas después de su convalecencia, el 23 de septiembre de 1974, se casaron en una ceremonia civil en casa de un viejo amigo de la familia, Moharnmed Yunus. La boda fue una demostración de la India aconfesional que siempre habían defendido los Nehru: el hijo de un parsi y una hindú se casaba con una chica sij en casa de un amigo musulmán frente a una nuera católica. Indira fue generosa con Maneka: le regaló veintiún saris de las telas más finas, algunas joyas de oro y, lo más valioso, uno de los saris de algodón que Nehru había hilado en la cárcel con su rueca. Cumplió al pie de la letra con su deber de suegra. Para recibir a su nuera, asignó a la nueva pareja un dormitorio que daba al salón principal, cerca de la puerta de entrada, en la parte de la casa opuesta al cuarto de Rajiv y Sonia. Lo decoró y lo arregló con mimo, colocó objetos y frascos sobre la mesa del tocador y eligió unas pulseras que, por tradición, Maneka debía ponerse en su noche de bodas y que dejó en la mesilla.
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