Javier Moro - El sari rojo
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Indira, que tenía una confianza total con Sonia, charlaba a menudo con ella. Era quizás la única de la casa con quien compartía confidencias. Un día le confesó que su matrimonio había conocido muchos altibajos, pero que no hubiera podido casarse con ningún hombre salvo Firoz. Fue el único al que de verdad amó. Le hablaba de él a menudo, y con cariño porque decía que Rajiv le recordaba a su marido. Ambos tenían los pies en la tierra, eran sensibles a la belleza de la naturaleza y a la música, hábiles con sus manos y prácticos en su manera de encarar los problemas. Nunca pensó que Firoz moriría tan pronto, tan joven. Es cierto, reconocía que lo había desatendido en los últimos tiempos, pero lo había hecho pensando que ambos tenían la vida por delante y que recuperarían el tiempo perdido. Se habían reconciliado en 1958, después de un primer infarto. Para que se recuperase, Indira organizó unas vacaciones en familia en una casa-barco sobre el lago de la ciudad de Srinagar, la Venecia de Oriente, como se conoce a la capital de Cachemira. Firoz y los chicos se lo pasaron en grande, nadando, montando en barca y haciendo fotos. Indira aprovechó para empezar a aprender castellano, un idioma que siempre le atrajo.
El espectáculo de la naturaleza de Cachemira, la tierra de sus antepasados, la llenaba siempre de emoción. Las puestas de sol sobre las aguas centelleantes del lago Dal eran sublimes. Había magia en el aire. Parecía que los martines pescadores estuvieran amaestrados. Uno de ellos entró en la casa-barco y se posó sobre el hombro de Rajiv. Luego hicieron una excursión de varios días a Daksun, un lugar paradisíaco donde pescaron truchas silvestres en caudalosos ríos que bajaban entre prados cubiertos de flores y bosques de pinos y abetos enmarcados por cumbres de nieves eternas. Firoz le contó que acababa de comprar un terreno en Mehrauli, cerca de Delhi, y hablaron de construirse una casa algún día. Sería su propia casa, para no tener que vivir más en las del gobierno (Firoz, como diputado del estado de Uttar Pradesh, también vivía en una vivienda oficial). Fue un hermoso reencuentro para Indira, después de un matrimonio tan tormentoso, con tantas peleas, traiciones y humillaciones, aún más dolorosas porque la mayoría habían acabado expuestas a la luz pública. Ahora la sombra de los picos del Himalaya actuaban de bálsamo que curaba las heridas del pasado. Durante ese tiempo en el que pudieron disfrutar de la paz de las montañas, volvieron a hablar de un futuro juntos. Fue entonces, en ese intervalo de felicidad, tan fugaz como intenso, cuando Indira decidió, una vez que su padre hubiera muerto, consagrarse totalmente a Firoz. Pero el 8 de septiembre de 1960 vino el infarto a romperle el ensueño.
16
Sanjay ya no tenía la reputación de mujeriego que se había granjeado en Inglaterra. Obsesionado con el Maruti, llevaba una vida de puro trabajo. Salía de casa antes del amanecer y regresaba a las siete u ocho de la noche para ver cenar a sus sobrinos o para compartir un tentempié con Sonia. Rara vez con su hermano o con su madre, porque estaban tan absorbidos por el trabajo que en aquella época se dejaban ver poco en casa.
Desde su regreso de Inglaterra, Sanjay había tenido dos relaciones, una con una mujer musulmana, que duró poco, y otra, más seria y más larga, con una alemana, Sabine von Stieglitz, la hermana de Christian, el amigo que había presentado Sonia a Rajiv, y que trabajaba en Nueva Delhi como profesora de idiomas. Sabine, alta, rubia, guapa y cosmopolita, era culturalmente más inglesa que alemana porque casi toda su vida había vivido en Inglaterra. Era muy amiga de Sonia. Pasaban muchas tardes juntas, ocupándose de los niños, jugando con ellos o leyéndoles cuentos. Uno de ellos, «Los animales de mi ciudad», era especialmente gracioso porque describía al elefante, al mono, la boa, el cuervo, el buitre, la corneja… como los animales familiares. Y era cierto, estaban en todas partes. El graznido de las cornejas era la banda sonora de la vida en la India.
Sonia era muy madraza, y muy meticulosa con la educación de los pequeños. No toleraba caprichos con la comida, y sabía ponerles límites en su comportamiento, sin llegar a ser severa como lo había sido Stefano con ella y sus hermanas. Les hablaba en italiano cuando estaban a solas, y en inglés si estaban todos juntos o en presencia de Sabine. En realidad, Sonia era meticulosa en todo, de ahí que quisiese hacer un curso de restauración de pinturas antiguas. Esa afición cuadraba con su personalidad discreta, hacendosa, detallista y concienzuda. Pensaba dedicarse a ello en cuanto los niños creciesen un poco y la necesitasen menos.
Sonia albergaba la esperanza de que la relación entre Sanjay y Sabine se estabilizaría algún día y acabaran casándose. Pero Sabine se cansaba de esperar.
– Sanjay está más enamorado del Maruti que de mí -le confesó un día a Sonia-. Ya no me creo que acabe comprometiéndose conmigo. Sólo piensa en su proyecto de negocio, no cabe nada más en su vida.
– ¿Qué vas a hacer?
– Me vuelvo a Europa.
– ¡Qué pena!. Hubiera sido formidable tenerte de cuñada.
– También a mí me hubiera gustado -le dijo a Sonia, mientras Priyanka y Rahul se peleaban por una galleta.
Sonia la acompañó al aeropuerto a despedirla. Lo que no sabía es que la volvería a ver dos días más tarde.
– ¿Pero qué ha pasado? ¿No estabas en Londres?
Sabine le contó que en la escala de Teherán, el piloto del avión de Indian Airlines la mandó llamar por megafonía. Sabine, sorprendida, acudió a la cabina del Boeing.
– Alguien quiere hablar con usted por la radio -le dijeron. Era Sanjay. Allí, frente a una tripulación que no salía de su asombro, vivieron su penúltima escena de amor. Sanjay le rogó que regresase a Nueva Delhi: «Démonos una última oportunidad», le suplicó. Sabine no pudo resistirse al hombre que amaba y por eso había vuelto. Le daba un poco de vergüenza haber cedido. Sonia estaba encantada, y volvió a soñar con que su amiga podía convertirse en su cuñada.
Pero unas semanas después rompían de nuevo, y esta vez para siempre. El sueño de Sonia de tener a su amiga cerca se esfumó, pero sólo durante una temporada. Sabine no se instaló en Inglaterra. Se había acostumbrado a vivir en la India. En Europa, echaba de menos el calor de la gente, la cortesía asiática, el ritmo de vida. «A mí me pasa lo mismo», le confesó Sonia. Además, Sabine tenía un trabajo que le permitía vivir mejor que si se hubiera marchado a Londres. De modo que, para gran alegría de Sonia, volvieron a pasar tardes juntas, y fines de semana en los alrededores, como aquel que terminó en una pequeña tragedia cuando se acercaron a un nido de avispas y acabaron cubiertas de picotazos.
Sabine acabó conociendo a uno de los profesores del Instituto Goethe de Nueva Delhi y se casó con él. Vivieron seis años en la capital india. No tuvieron hijos hasta más tarde, cuando se hubieron mudado a México, pero tenían perros que juntaban con los de Sonia cuando se iban al campo, para delicia de los niños. Sabine guardó de Sanjay el recuerdo de un chico serio, con empuje, pero demasiado egocéntrico.
Para Indira, fue mejor así, porque el hecho de que sus dos hijos se casaran con dos europeas no hubiera sido políticamente lo más correcto. Habría sido como confirmar públicamente que los Nehru se hacían del todo occidentales y se alejaban para siempre de sus raíces indias, y para entonces Sanjay ya se había metido en política, no tanto por vocación como para defenderse de las críticas que le llovían por doquier a consecuencia de su nefasta gestión del asunto Maruti.
Fue en un cóctel para celebrar la próxima boda de un antiguo amigo del colegio donde Sanjay conocería a su futura esposa. Era el 14 de diciembre de 1973, y la fecha coincidía con su cumpleaños. Ese día Sanjay estaba muy animado, y no era por el alcohol porque no bebía nunca. Pero era consciente de ser el soltero más codiciado de la India. Guapo aunque a sus veintisiete años ya tenía una calvicie avanzada, procuraba tener cuidado de no liarse con mujeres que sospechaba podían estar interesadas únicamente en convertirse en miembros de la primera familia de la India. El amigo que se iba a casar le presentó a una prima suya llamada Maneka Anand, una chica larguirucha, con facciones regulares y bien proporcionadas, pecosa, suficientemente atractiva como para haber ganado un concurso de belleza y que trabajaba esporádicamente de modelo para una marca de toallas. Era guapetona y fotogénica, con un carácter vivaracho y enérgico. A Sanjay le atrajo inmediatamente y pasó la velada hablando con ella. Maneka le contó que había abandonado sus estudios de Ciencias Políticas en el Sri Ram College de Nueva Delhi y que quería convertirse en periodista. Era hija de un coronel del ejército, un sij, y de su esposa llamada Amteshwar, hija de un terrateniente y ganadero de Punjab.
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