Javier Moro - El sari rojo
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Indira era consciente de la influencia que el dinero y el poder ejercían sobre los que estaban a su alrededor, pero pensaba que cierto grado de corrupción había existido siempre y era parte integrante del sistema. Lo importante era que no se descontrolase. Además, cerrar los ojos sobre las corruptelas de su gente era también una manera de tenerlos atados. Ciertamente, Indira no era el único caso -en la India o en el mundo- de líder político personalmente intachable pero que hacía la vista gorda ante la corrupción de los demás. Le parecía que eran asuntos que revestían poca importancia comparados, por ejemplo, con las cifras que acababan de publicarse de que menos del 20 por ciento de las mujeres de la India sabían leer y escribir, y en el estado de Bihar sólo un 4 por ciento… O que la población del país iba a pasar el umbral de los setecientos millones, es decir más del doble de la población que existía en el momento de la independencia… A ese ritmo, en pocos años, la población india sobrepasaría a la de China. Ésos sí eran problemas que exigían la máxima atención. Como lo eran la oleada de huelgas, el descontento popular y el espectro de las hambrunas. Hasta Rajiv y Sonia, que salían poco, empezaron a notar la corrupción por la manera de vestir de las mujeres y las hijas de los miembros del Partido del Congreso, que ahora llevaban saris de seda importada, joyas de diamantes y zapatos italianos cuando acudían a las recepciones oficiales.
Muy a pesar del apoyo tácito de su madre, el proyecto de Sanjay no despegaba. Todos los prototipos tenían defectos en la dirección, la caja de cambios, la suspensión y el circuito de refrigeración. Un día invitó a Sonia a probar un prototipo en el circuito alrededor del perímetro de la fábrica. Sanjay se afanaba en demostrar que su vehículo era capaz de alcanzar los cien kilómetros por hora, pero el terreno estaba tan lleno de baches y matorrales que Sonia, muerta de miedo, le rogó que redujese la velocidad. Aunque era nuevo, el coche parecía viejo. Las puertas no cerraban bien, la suspensión era durísima y el ruido del motor, ensordecedor. Pero Sanjay no veía esos defectos. Tanto era así que, en mayo de 1973, pensó que por fin podía presentar un modelo a la prensa e invitó a una periodista de la revista Surge a probarlo. El coche se calentó y perdió aceite. En los talleres, la periodista notó que había sólo cinco coches sin pintar y otros quince en proceso de fabricación. Los motores se ensamblaban manualmente y no había signos de una cadena de montaje. Se dio cuenta de que el Maruti, en lugar de ser el coche barato producido en masa que quería el gobierno, era un producto artesanal de muy baja calidad.
El problema es que Sanjay había recaudado mucho dinero y estaba entrampado. Al principio, como tampoco podía llamar directamente a los que podían ayudarle financieramente, utilizaba los servicios de uno de los secretarios de su madre, un hombre con el pelo engominado peinado hacia atrás y una ancha sonrisa mecánica llamado R. K. Dhawan (había sido el taquígrafo de Nehru) que vio una buena oportunidad, cultivando el contacto con Sanjay, de mejorar su posición con respecto a su jefa. Él se encargaba de llamar a empresarios y hombres de negocio desde el número 1 de Safdarjung Road y éstos acudían corriendo porque no querían perder la oportunidad de hacer un favor a la primera ministra, vía su hijo. Es posible que pensasen que la propia Indira se interesaba por estos negocios, pero en realidad ella lo ignoraba absolutamente todo de los tejemanejes de su vástago.
Más adelante, Sanjay pidió un depósito de medio millón de rupias a cada uno de los setenta y cinco concesionarios que había designado a cambio de la promesa de entregar los primeros coches para la venta en los seis meses siguientes. También había acudido a los bancos, nacionalizados recientemente por su madre, y había conseguido créditos sin garantía por valor de ocho millones de rupias. Pero el coche seguía sin materializarse y la ineptitud de Sanjay salió a relucir. Para defenderse de los ataques, cada vez más numerosos, él achacaba su fracaso a la burocracia y a la cantidad de cortapisas administrativas que tenía que sortear. Algo de razón tenía, pero si alguien estaba en disposición de lidiar con las dificultades y los obstáculos del License Raj, era él. Aun así, optó por echar la culpa a los demás. Pero la protesta de los diputados se hacía muy estridente y los periódicos empezaron a hablar del asunto Maruti relacionando a Indira con su viejo enemigo Nixon. El asunto Maruti, según la prensa, era el Watergate de Indira.
A finales de 1973, angustiada ante la proporción que tomaba el asunto, Indira pidió a su ministro de Economía que echase un vistazo a los papeles del Maruti. Sonia la veía muy preocupada. Su suegra estaba convencida de que la oposición utilizaba el asunto de Sanjay para destruirla, y no le parecía justo. Seguía pensando que su hijo merecía una oportunidad. Un día le contó que en su juventud había conocido a un cura católico que había construido un avión en dos garajes en Bombay y que solía pasear a sus amigos sobrevolando la bahía. «Si ese hombre pudo construir un avión… ¿Por qué no puede Sanjay construir un coche?», preguntaba.
Las razones de la incapacidad de su hijo en emular al cura católico salieron a relucir en la entrevista que tuvo lugar entre Indira, Sanjay y el ministro de Economía, Subramanian, que había sido el arquitecto de la «revolución verde». El ministro pidió a Sanjay el informe del proyecto.
– No puede haber informe del proyecto antes de realizarse el proyecto -contestó Sanjay.
El ministro pasó a explicarle que aunque posiblemente pudiese diseñar un coche, debía tener un informe con la especificación de cada componente, la manera en que se producirían y el coste por pieza.
– Eso ya no es necesario -contestó Sanjay con su punto de arrogancia-. Ésas son viejas maneras de operar.
El ministro dijo a Indira que su hijo, por muy dinámico que fuese, carecía de los conocimientos necesarios para triunfar en semejante empresa. Le prometió conseguir la ayuda de profesionales para aconsejarle, pero Sanjay se opuso a ello con vehemencia. No quería que nadie le hiciese sombra ni perder el control de su negocio. Todo hacía presagiar que Indira escucharía a su ministro, pero no lo hizo. Presa entre su deber de gobernante y la fe ciega que tenía en su hijo, no sólo hizo caso omiso de los consejos de Subramanian, sino que apartó a los consejeros más críticos con Sanjay. El poder absoluto del que ahora disponía Indira exigía gente sin carácter y maleable alrededor. No admitía sombras, ni discrepancias, ni crítica, aunque fuese amistosa. El poder, que estaba envenenando al hijo y cegaba a la madre, sólo admitía sumisión.
A Rajiv nunca le había gustado el proyecto de su hermano, que veía como el sueño de un megalómano que podía dañar la reputación de su madre, y por extensión la del resto de la familia. Ambos hermanos tuvieron su primer gran desencuentro de adultos cuando Rajiv, al regresar de un viaje, se enteró de que Sanjay había convencido a Sonia para que firmase varios documentos que la hacían socia de una nueva empresa, Maruti Technical Services, con sueldo, bonificaciones y gastos de viaje incluidos. También aparecían como socios los pequeños Rahul y Priyanka.
– ¿Cómo has podido hacer eso? -le dijo enfurecido a su hermano-. No quiero acabar pringado en tus tejemanejes, ni que metas a Sonia y a los niños en líos…
– Líos ninguno…
– ¿Cómo que no? ¿Cuánto tiempo crees que va a tardar la oposición en enterarse de esto?
– No es nada ilegal.
– Sí lo es. Te has olvidado de que Sonia, por ley, no tiene derecho a poseer acciones de una empresa india por ser extranjera.
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