Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Sanjay alzó los hombros, como si aquello no tuviera la más mínima importancia. Rajiv estaba también enfadado con Sonia.

– He aceptado por hacerle un favor a tu hermano -le dijo ella-. Siempre ha sido muy cariñoso conmigo, y si me pide un favor, no iba a decirle que no.

– Pero has firmado que vas a cobrar un sueldo, ¿te das cuenta?

– He firmado a ciegas, no sabía lo del sueldo, ni he tenido nunca intención de cobrar nada, eso lo sabes tú…

– Vas a ver cómo tarde o temprano, el lío del Maruti va a acabar por salpicarnos.

Rajiv estaba furioso, como pocas veces le había visto Sonia. Bajo la denominación de empresa de consultoría, era en realidad una tapadera creada para desviar dinero de la empresa matriz Maruti Limited a manos de Sanjay y de los que habían invertido grandes sumas en la fábrica de coches que no acababan de existir. Ahora Rajiv sólo quería una cosa: alejarse completamente de todo lo que tuviera que ver con el Maruti.

Ambos hermanos se habían criado en la misma casa, pero desde la más tierna infancia habían mostrado marcadas diferencias. La maestra de escuela infantil que les dio clase describía a Rajiv como un niño cortés, dócil, un estudiante correcto. En cambio Sanjay era rebelde, destructivo, porfiado, sin interés alguno por las actividades de la escuela, soberbio con sus profesores y muy difícil de tratar. Creció como un adolescente turbulento y caprichoso, trasteando con coches y atrayendo a dudosas amistades. Ambos ingresaron en el Doon School, el colegio más elitista de la India, creado a imagen y semejanza de las grandes instituciones educativas británicas como Eton o Harrow. Pero Sanjay no aguantó la disciplina ni el ritmo de estudios. Tenía tan poco interés por la lectura que en una entrevista que le hicieron de adulto no pudo nombrar un solo libro que le hubiera influenciado o inspirado, ni siquiera los escritos por su abuelo. Sólo le gustaban las actividades del taller mecánico. Vivía obsesionado con los coches y los aviones. A pesar de ser quien era, fue expulsado del colegio. Fue entonces cuando Indira, desesperada, lo mandó a hacer un curso de aprendizaje a la Rolls-Royce en Inglaterra. «Lo que más le gustaba era hablar de política india y burlarse de la política inglesa», diría su supervisor antes de añadir: «Una vez, cuando le llamé la atención por un error que había cometido, me dijo: "Mira, los británicos han jodido a la India durante siglos, y ahora yo he venido a joder a Inglaterra."»

Criado entre primeros ministros que la gente adulaba como a dioses, Sanjay acabó pensando que la India era su dominio personal. Nunca conoció privaciones, al contrario que su madre y su abuelo. Nehru, después de una vida de lucha, daba rienda suelta a sus ganas de mimar a sus nietos, como si haciéndolo compensase los sufrimientos que había padecido. A veces les hacía regalos excéntricos, como un cocodrilo que se convirtió en la mascota preferida de Sanjay hasta que Indira terminó por mandarlo al zoo cuando casi le mordió los dedos. Tampoco Sanjay heredó de ellos su inmenso amor hacia la gente de la India ni su genuina compasión por los pobres. Nunca le tocó ver los rostros esqueléticos de ancianas llorando a sus muertos, nunca le tocó mirar a los ojos de los campesinos que contemplaban sus campos resquebrajados por la sequía, nunca sintió el silencioso clamor de un pueblo que desde hacía siglos pedía protección. A Sanjay parecía molestarle el atraso de su país y no entendía su complejidad. Era un rebelde contra la tradición, impaciente con las leyes y los reglamentos. Pasaba de ser cariñoso y atento a franco y brutal en un santiamén, pero esa brusquedad era chocante en un país donde las relaciones entre la gente están impregnadas de una antigua cortesía, como una pátina, producto de miles de años de ininterrumpida civilización. Para él, la vida era un juego en el que había que ganar y los problemas de la vida eran obstáculos que había que franquear para conseguir llegar a la meta. Y tenía prisa. Prisa por cambiar las cosas, por llegar antes, por acumular un poder que no le correspondía. Tenía tanta prisa que no le importaban los medios para llegar al fin.

Su hermano había crecido en una dirección opuesta. Desde pequeño había sido siempre más sensible al sufrimiento de los demás. Había heredado la sensibilidad de su madre hacia los más desfavorecidos y su amor a la India, y eso se manifestaba en las fotos que hacía. De joven, visitaba a los amigos de sus padres que estaban enfermos, de forma espontánea, sin que nadie le empujase a ello. Un día, cuando tenía diecisiete años, Indira se lo encontró cuando fue a dar el pésame a la familia de un amigo y veterano líder del Congress que acababa de morir. Así se enteró de que su hijo le había estado visitando los últimos días. Rajiv era el tipo de persona que no dudaba en detenerse y ofrecer su ayuda si veía un accidente en la carretera; y si fuese necesario, llevaba a la víctima al hospital y luego se preocupaba por su evolución. En el jardín de casa, vigilaba un nido de petirrojos y si se encontraba con una cría herida, la llevaba al hospital de pájaros de Chandni Chowk, arriesgándose a llegar tarde a su trabajo. Rajiv era feliz con lo que tenía, con Sonia, sus hijos, sus perros y el lujo de poder dedicarse a sus aficiones. No pedía más a la vida, y precisamente en eso consistía su sabiduría. Pero su madre no parecía apreciarla; más que sabiduría, ella veía en ello falta de ambición, lo que no suscitaba su admiración.

Sin embargo, Indira pensaba que una existencia privilegiada no significaba que no hubieran sufrido en su niñez. Habían vivido en una casa siempre llena de adultos, cuyo ambiente estaba impregnado de la gravedad de las discusiones y de la solemnidad de lo que se dirimía en los despachos, los salones y los estudios de Teen Murti House. Que no se hubieran aficionado a la lectura quizás era una reacción contra ese mundo oficial y protocolario en el que les tocó ser niños, pensaba ella, siempre buscándoles una disculpa. Cuando se lo pasaban bien de verdad era cuando iban a visitar a su padre, los fines de semana y en vacaciones. Firoz era extrovertido, charlatán' afectuoso y les daba su atención total. Sabía jugar con sus hijos y entretenerlos. Les enseñaba a montar y desmontar juguetes, a plantar y a cuidar rosas, porque era muy aficionado a su cultivo. Lejos de la adusta formalidad del palacete del primer ministro donde vivían, Rajiv y Sanjay encontraban en su padre a una persona con una capacidad de diversión desbordante. Además supo instigarles el sentimiento de que eran muy importantes para él, lo que les causó un profundo impacto. Como en todos los matrimonios separados, al final son los hijos quienes soportan las tensiones de los padres, aunque no las entiendan. ¿Pero acaso podía Indira explicárselas? ¿Podía contarles que no vivía con Firoz porque éste le había sido reiteradamente infiel? ¿Porque no se entendían y estaba harta de pelearse? Su propia dignidad se lo impedía. Los hijos veían que el abuelo Nehru no albergaba simpatía alguna por su yerno, y ellos lo acusaban. Quizás, inconscientemente, culpasen a su madre de que Firoz fuese apartado y no formase parte del hogar del primer ministro. Después de la cremación, Sanjay, devastado, echó en cara a su madre haber descuidado a su padre. La acusó directamente del infarto que le había matado.

Indira encajó el golpe. Debía de sentirse culpable de que su matrimonio no hubiera funcionado. Y por lo tanto culpable de que sus hijos hubieran sufrido por ello. Su debilidad con Sanjay quizás escondía su voluntad de enmendar esa culpa. A Sonia le chocaba que ella, la mujer más fuerte de la India, fuese de una debilidad tan asombrosa con su hijo pequeño. Sus numerosos enemigos no tardarían en darse cuenta de que Sanjay era su talón de Aquiles.

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