Javier Moro - El sari rojo
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En los días y las semanas siguientes, a miles de niñas nacidas en la India sus padres les pusieron el nombre de Indira. Una de ellas, sin embargo, nacida un día después de la visita triunfal de Sheikh Mujibur Rahman a Nueva Delhi, no fue llamada así. Sus padres, Sonia y Rajiv Gandhi, le pusieron el nombre de Priyanka, que en sánscrito significa «agradable a la vista».
ACTO II
¿Qué puede el río contra el fuego, la noche contra el sol, las tinieblas contra la luna?
Aforismo sánscrito
14
Usha llamó por teléfono a Indira, que estaba de gira en el estado de Bihar, para anunciarle la buena nueva. Año y medio después del nacimiento de Rahul, la familia se enorgullecía con este nuevo miembro. La primera ministra estaba radiante. ¿Qué más podía pedir? Era la líder indiscutible del país, su posición era inatacable' y encima la vida le hacía el regalo de una nieta, como una coronación. Dispuesta a mimarla mucho, se mantenía siempre al tanto de sus necesidades y, fiel a su estilo, mandaba mensajes a Sonia desde los lugares más insospechados con preguntas del tipo: ¿cómo ha pasado la noche la niña? o ¿sigue teniendo Rahul muchos mocos? Ese momento de regocijo le recordaba otro igual de intenso, cuando había decidido casarse con Firoz. «Siento una serena felicidad muy dentro de mí que nada ni nadie puede robarme», le había escrito a su padre. Nehru le había respondido desde la cárcel, templando el entusiasmo de su hija desde la altura de sus años y su experiencia: «La felicidad es algo más bien fugaz, sentirse realizado es quizás un sentimiento más duradero.» Nehru sabía, e Indira ya lo había aprendido, que la felicidad es tan frágil como la más fina de las porcelanas. Más vale preservarla y disfrutarla mientras dure, porque se puede romper -o la pueden robar.
Indira se sentía ciertamente realizada, y en plena posesión de sus facultades. Se había acostumbrado al poder, no por lo que derivaba de él en términos materiales, porque sus escasas necesidades estaban ampliamente cubiertas y carecía de ambición en ese sentido, sino por el sentimiento de plenitud que le proporcionaba. El sentimiento de que era fiel a su destino por el hecho de pertenecer a la familia en la que nació. El convencimiento íntimo de que cumplía con su deber, que no brotaba de una elección personal, sino de la herencia moral que había recibido de su padre, y éste del suyo. El sentido mesiánico que le había instilado Nehru había terminado por calar en lo más hondo de su espíritu.
Pero también había aprendido Indira que el poder, la fama y la popularidad no duran eternamente. ¿Cómo seguir ascendiendo cuando se ha llegado a la cima? ¿O es que, una vez en lo alto, sólo se puede bajar? Eran consideraciones que la asaltaban en momentos difíciles, cada vez más numerosos. «Me siento prisionera -le escribió a su amiga Dorothy Norman en junio de 1973- por el equipo de seguridad, que piensa que puede disimular su incompetencia a base de rodearme de más y más gente, pero sobre todo porque me doy cuenta de que he llegado a un final, de que ya no se puede crecer más en esta dirección.» En realidad, se habría concentrado exclusivamente en los temas de política internacional si hubiera podido, porque eran los que de verdad le gustaban. Se sentía con alma de estadista: las grandes cuestiones y los grandes desafíos la inspiraban. Había firmado un acuerdo con Bhutto que garantizaba una larga paz con Pakistán; quería resolver el contencioso de Cachemira, el país de sus antepasados; buscaba normalizar las relaciones con los chinos. En cambio, la política interna, los rifirrafes entre partidos, las traiciones, las alianzas forzadas, el ruido de la vida pública india la abrumaban. «No hay días normales para una primera ministra de la India -le oía decir Sonia, mientras servía el té a Indira y a su amiga Pupul-. En un día bueno, a lo mejor hay dos o tres problemas muy urgentes. En un día malo, quizás haya una docena. Después de un tiempo, consigues vivir con ello, aunque nunca te acostumbras del todo. Si lo haces, entonces es mejor que dejes el cargo. Un primer ministro debe de estar siempre un poco a disgusto, siempre buscando un equilibrio.»
A nivel personal, la diosa Durga seguía viviendo a su manera austera. Apenas llevaba joyas, reflejo de su personalidad frugal Sus saris más preciados eran los que había tejido su padre en la cárcel. Tenía sin embargo una bonita colección que utilizaba de manera «política», en el sentido de que se los ponía según el lugar y la población que pensaba visitar. Los había de todas partes del subcontinente. También había en su ropero trajes regionales que lucía cuando iba de gira por los territorios del noreste, para dejar claro que el sari no era la única prenda que llevaban las mujeres en la India.
Sonia aprendió a reconocer toda esa ropa y la ayudaba a escogerla antes de cada viaje. Durante el conflicto de Bangladesh, Indira se había inclinado por el rojo, como si la guerra hubiera realzado su sensibilidad a ese color, que tradicionalmente estaba vetado a las viudas. Indira había confesado durante esa época que lo veía todo como si fuera a través de un filtro rojo y que ese color le había acompañado a lo largo de toda la guerra. Pero después volvió a sus gustos de siempre, es decir, todos los colores excepto el malva y el violeta. Prefería los tonos luminosos a los tonos pastel, muy especialmente el verde. Como era difícil para ella ir de tiendas, Sonia y Usha le acercaban los saris a casa. Rápidamente Indira escogía los que le gustaban. Sabía llevarlos con estilo, y lucía tan elegante en un simple sari de algodón tejido a mano como en uno recargado, hecho con seda de Benarés.
Sonia se había convertido en la presencia indispensable en esa casa. Indira la quería como la hija que no había tenido. Ahora que había más recepciones y cenas de dignatarios extranjeros, Sonia asumió con su suegra el papel que Indira tenía cuando vivía en Teen Murti House con su padre. Era muy concienzuda a la hora de elegir los menús, en los que no se incluía nunca carne de vaca ni de cerdo. Los hindúes vegetarianos no comían huevos pero sí lácteos, y los más estrictos, los veganos, no admitían nada animal. También preparaba comida halal para los musulmanes y kosher para los judíos. Cuidar de que todo estuviera en perfecto orden no era tarea fácil, sobre todo cuando venían extranjeros. Era difícil obtener productos indispensables para un buen menú occidental, incluso en el economato de la embajada norteamericana. Sonia aprendió a planificar las comidas con mucho tiento, mezclando platos indios y europeos según la disponibilidad de los ingredientes. Lo grave es que de nuevo había escasez de alimentos básicos. Después de seis años de abundantes monzones, las lluvias habían vuelto a fallar. La nube de polvo que asfixiaba Nueva Delhi era tan densa que Sonia no se desplazaba sin su inhalador. Veía el desorden en las calles desde el interior de su Ambassador blanco con cristales negros. Por doquier había manifestaciones, vías cortadas, gente que protestaba. «¡Indira no acaba con la pobreza! -decía un hombre armado de un megáfono frente a una pequeña multitud en un cruce de Nueva Delhi, haciendo alusión al eslogan electoral de Indira-, ¡sino que está acabando con los pobres matándonos de hambre!» La victoria no había perdonado al vencedor, y la India estaba herida. La atención a los refugiados había vaciado los graneros del país. Las arcas del Estado estaban a cero. La crisis petrolera mundial había disparado el precio del crudo y la inflación estaba desbocada. Si antes Sonia tardaba veinte minutos en llegar a Connaught Place, ahora tenía que prever más del doble por las vueltas que había que dar, tal era el desorden en las calles. Era paradójico tener que recorrer la ciudad haciendo la compra para banquetes de lujo mientras los pobres pasaban hambre en las calles. Ésa era una realidad a la que Sonia no se acostumbraba. De vuelta a casa, controlaba que cada bombilla funcionase, y que los grifos de los cuartos de baño no goteasen. Se aseguraba de que los invitados altos tendrían sillas apropiadas y que los muy bajitos podrían contar con reposapiés.
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