Javier Moro - El sari rojo
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– Tendréis que acostumbraros a salir menos y a vivir rodeados de mayor protección, por lo menos mientras dure todo esto -dijo Indira-. El país entero reclama una acción rápida y eficaz. El tiempo se acaba.
Esa noche, vino su amigo el general Sam Manekshaw, y Sonia y Rajiv pudieron oír fragmentos de la conversación en la que el general hablaba de los preparativos del ejército, de las bases de operaciones que había montado en el interior de Bangladesh y de cómo había protegido la frontera de Pakistán occidental con unidades de defensa.
– Me temo que hay que ir a la guerra, Sam -oyeron decir a Indira.
– Si vamos, tiene que ser ya, aprovechando la luna llena del 4 de diciembre. Ese día, podemos atacar Dacca.
Indira se quedó un momento pensativa. Nunca pensó que le tocaría algún día iniciar una guerra. Pero si el mundo se abstraía del problema y la situación se hacía insostenible, no tenía más remedio que tomar el asunto en sus propias manos. Se acordó de unas palabras que le dijo un día su padre: «Sé la dueña de tu propia vida, de tu presente y de tu futuro, consúltame si lo necesitas, pero decide tú.» No podía consultarle, pero sí podía decidir. Volvió la cabeza hacia su viejo amigo y le dijo:
– Adelante, Sam
En casa, procuraba no dejar traslucir su preocupación. En realidad, todos hacían el mismo esfuerzo. Temían por Sonia, que estaba en avanzado estado de gestación. Los Nehru estaban acostumbrados a disimular sus sentimientos cuando la cosa se torcía. En eso, eran muy británicos. ¿Y si se iban a Italia una temporada? La sugerencia había venido de una amiga, pero Sonia la desestimó. No tenía intención de dejar a Indira sola en ese trance. Eso no se correspondía con su concepto de lealtad. Sonia conocía suficientemente bien a su suegra para adivinar que ahora más que nunca necesitaba el calor y la cercanía de los suyos. Además, tanto ella corno Rajiv tenían confianza en la vida, en el futuro, en Indira y en la India, y nunca se les ocurrió pensar en las consecuencias en caso de derrota. Esa eventualidad simplemente no se contemplaba.
Lo que hicieron fue rodear a Indira de afecto, sin hacer demasiadas preguntas y procurando no agobiarla más de lo que estaba. Eran muy cariñosos con ella y cuando la veían especialmente preocupada, Rajiv le daba un largo abrazo.
Indira viajó a Calcuta el 3 de diciembre de 1971, un día antes del previsto ataque. En la gran explanada en el centro de lo que fue la capital del imperio británico, se dirigió a una multitud de medio millón de personas: «India quiere la paz, pero si estalla la guerra estamos preparados para luchar, porque es tanto cuestión de nuestros ideales como de nuestra seguridad…» Justo cuando pronunciaba estas palabras, un ayudante subió al podio y le pasó una nota: «Cazas pakistaníes han bombardeado nueve bases aéreas nuestras en el noroeste, el norte y el oeste, incluyendo las de Amritsar, Agra y Srinagar en Cachemira.» Indira terminó su discurso apresuradamente, sin anunciar lo que acababa de leer. Nada más salir del mitin le dijo a su ayudante: «¡Gracias a Dios, han atacado ellos!» La tercera guerra indo-pakistaní había estallado. Y Pakistán era el agresor.
Esa noche, Indira voló de regreso a Nueva Delhi, y su avión estaba escoltado por cazas indios. Existía el peligro de que la Fuerza Aérea pakistaní localizase el avión y lo derribase. Pero Indira no parecía afectada por la aceleración de los acontecimientos. Al contrario, cogió de su bolso un libro de Thor Heyerdal sobre la expedición del Ra y estuvo leyendo durante todo el vuelo. De nada servía ya ponerse nerviosa: la suerte estaba echada. Cuando aterrizó, la capital estaba sumida en la oscuridad más completa, fruto del apagón que habían ordenado las autoridades militares. Indira se fue directamente a su oficina de South Block donde, en la sala de mapas, fue informada de los daños infligidos por la aviación pakistaní. Después se reunió con miembros de la oposición para informarles de que había dado órdenes para que el ejército indio invadiese Bangladesh. La describieron «tranquila, serena y confiada». Era más de medianoche cuando se dirigió a la nación por radio para anunciar la agresión pakistaní y advertir sobre los grandes peligros que amenazaban a esa región del mundo. Ese día no durmió en casa. Se quedó toda la noche monitorizando la escalada de la situación militar. A la mañana siguiente, en el Parlamento, anunció a los representantes del pueblo que debían prepararse para una larga lucha.
Sonia, a punto de dar a luz cuando estalló el conflicto, estaba más preocupada por el parto que por una guerra que percibía lejana, a pesar de haber tenido que pasar las últimas noches a oscuras por el apagón. Si sintió angustia, en ningún momento lo demostró. Aparte de un retén suplementario del ejército protegiendo la casa y de que ahora el general Sam Manekshaw venía a desayunar todas las mañanas para informar a la primera ministra sobre el desarrollo del conflicto, la vida discurría con normalidad. A Sonia le gustaba servir el té al general, un hombre simpático y muy cortés, conocido por su afición a las tradiciones militares británicas. Todos los días, nada más levantarse a las cinco y media, le gustaba tomarse un trago de whisky, escuchar las noticias en la BBC y cuidar un poco el jardín antes de ir a trabajar. El mismo comportamiento sereno y seguro de Indira, que inspiraba tranquilidad a todos los que la rodeaban -colegas, militares, soldados- también repercutía en casa.
El sexto día, Sam llegó con el semblante grave. Sonia le oyó decir que varias unidades de su ejército se habían estancado en ciénagas cercanas a Dacca, la capital de Bangladesh. Estaban perdiendo unas horas cruciales. El general informó a Indira del número preciso de bajas y de aviones derribados. Parecía muy afectado. Ella hacía preguntas, siempre sosegada y positiva. «Sam, no puedes ganar todos los días», le dijo a modo de consuelo. Sonia les vio salir al porche. No había el más mínimo resquicio de ansiedad en el rostro de Indira mientras daba la mano al comandante en jefe. El general Manekshaw decía que el coraje de Indira era una inspiración para todos. Sonia pudo comprobarlo cuando escuchó, del otro lado de la verja, a la gente lanzar gritos de victoria.
Ni siquiera ese día dejó Indira de interesarse por los asuntos de la familia. Cuando regresó a casa después de una jornada agotadora en el Parlamento y en su despacho de South Block, se encerró con Usha para dirimir cuestiones que le merecían la misma importancia que las que había discutido durante el día: cómo organizar la fiesta nacional del Día de la República sin conocer el resultado de la guerra, por ejemplo, o qué regalar a Sonia el 9 de diciembre, día de su cumpleaños, y elaborar una lista de regalos para las próximas navidades.
Quizás la procesión iba por dentro e Indira no estaba tan segura de sí misma como quería aparentar porque en esa época empezó a solicitar los servicios de astrólogos y quirománticos. Aquella noche llegó su profesor de yoga, un gurú llamado Dhirendra Brahmachari, bien parecido, con barba y cabellos largos, siempre vestido con una kurta naranja y calzado con sandalias. Se encerró largo rato en una habitación con ella. A las nueve, mientras Usha, Rajiv y Sonia veían las noticias en la televisión sobre las tropas indias empantanadas, Indira entró en el salón, con el semblante un poco inquieto. Acababa de despedir al visitante. «Piensa que vamos a pasarlo mal hasta febrero», dijo algo perturbada.
El 6 de diciembre, mientras el ejército indio salía de la ciénaga y se acercaba a Dacca, Indira anunció en el Parlamento el reconocimiento oficial de la nueva nación de Bangladesh. Una sonora ovación recibió sus palabras. De todas partes recibió un apoyo incondicional. La oposición y todos los sectores de la sociedad se mostraron unidos como una piña bajo su liderazgo. El pueblo empezaba a identificarla con Durga, la diosa de la guerra que cabalga sobre un tigre y que venció a los demonios después de que éstos hubieran expulsado a los dioses del cielo.
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