Javier Moro - El sari rojo
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En contraste con la India, donde la democracia había sobrevivido a disturbios políticos, hambrunas y guerra, Pakistán llevaba trece años de régimen militar. Su presidente, el general Yahya Khan, conocido por su afición al alcohol, había prometido celebrar el primer plebiscito libre en la historia del país en diciembre de 1970. No pudo prever las consecuencias de esas elecciones que destaparon las contradicciones y la fragilidad de la entidad política conocida como Pakistán. En el oeste ganó Zulfikar Ali Bhutto, un abogado educado en Inglaterra que se había metido en política al regresar a su país y que era líder del PPP (Partido del Pueblo de Pakistán). En el este arrasó un partido liderado por un personaje carismático, Sheikh Mujibur Rahman, amigo y aliado de Indira, que había hecho campaña denunciando el colonialismo ejercido por Pakistán occidental sobre la parte oriental. Obtuvo una victoria tan aplastante que consiguió la mayoría en la Asamblea Nacional de Pakistán. Según la lógica de los resultados tenía que haber sido nombrado primer ministro. Pero el general en el poder no tenía intención de que la parte oriental asumiese el poder político. Ante el movimiento de desobediencia civil que lanzó Sheikh Mujibur Rahman en todo Pakistán oriental, convocando una huelga general indefinida, el dictador Yahya Khan decidió reprimir la rebelión por la fuerza. De pronto y sin previo aviso, mandó cuarenta mil soldados de Pakistán occidental a invadir la parte oriental. Los informativos de prensa hablaban de un ataque despiadado y brutal. Muchos de los oficiales, jactándose de que iban a dedicarse a mejorar los genes de los niños bengalíes, violaron a miles de mujeres, saquearon y quemaron viviendas y negocios y asesinaron a miles de inocentes. Cualquier sospechoso de disidencia era perseguido y eliminado, especialmente si eran hindúes: estudiantes, profesores de universidad, escritores, periodistas, profesionales e intelectuales, nadie escapaba al terror de aquellos soldados altos, fuertes y bien pertrechados que degollaban sin piedad. Ni siquiera los niños escapaban a la brutalidad: los que tenían suerte eran asesinados junto a sus padres, pero otros miles tendrían que pasar el resto de sus vidas sin ojos o con miembros horriblemente amputados. Sheikh Mujibur Rahman fue arrestado y trasladado a Pakistán occidental, donde fue encarcelado.
– ¿Vas a declarar la guerra, mamá? -le preguntaba Sanjay a la hora de la cena, como quien pregunta si se iba a ir de viaje o de compras.
– Si no encuentro otra manera de arreglar el problema, no me quedará más remedio. De todas maneras, mañana hablaré con el general Manekshaw.
Indira sabía que si el dictador pakistaní había actuado con tanta seguridad, era porque contaba con el respaldo de su principal aliado, Estados Unidos. El otro aliado era China, que había declarado la guerra a la India en 1962, y que en un ataque relámpago había anexionado territorios fronterizos en el Himalaya. Aquello había sido una humillación para la India, y un golpe mortal a la vieja idea de Nehru de la solidaridad de las naciones no alineadas. También había marcado el principio del fin de Nehru. Su salud empezó a decaer, y más de un observador achacó su muerte a la aflicción que le produjo el ataque de los vecinos del norte.
– ¿Sabes lo que está pasando en Pakistán oriental? -le preguntó Indira a su viejo amigo Sam Manekshaw, comandante en jefe del ejército, nada más llegar a una reunión de su gobierno.
– Sí, hay matanzas -respondió el militar.
– Nos llueven telegramas de los estados fronterizos -prosiguió Indira-. Dicen que los refugiados no paran de llegar. Sam, hay que detener el flujo como sea, no tenemos recursos para atender a más gente. Si es necesario entrar en Pakistán oriental, hazlo. Haz lo que sea, pero detenlos.
– Sabes que eso significa la guerra.
– No me importa que haya guerra -zanjó la primera ministra.
El general pasó a explicarle los peligros de una invasión. Las lluvias monzónicas estaban a punto de descargar, el transporte de tropas tendría que hacerse usando las carreteras porque los campos estarían inundados. La Fuerza Aérea no podría actuar en esas circunstancias. Le dijo francamente que en esa situación no podrían ganar una guerra.
– La cosecha ha empezado en Punjab y Haryana -añadió el prudente general-. Si el país va a la guerra en temporada de cosecha, necesitaré todas las carreteras disponibles, y eso va a provocar problemas en la distribución de alimentos, y quizás hambrunas. Luego está el problema de China. Los pasos del Himalaya se abrirán dentro de pocos días… ¿Se quedarán con los brazos cruzados, ellos que son aliados de Pakistán? ¿Qué hacemos si nos dan un ultimátum?
– No lo harán -dijo Indira-. Le informo que estamos a punto de firmar un pacto de colaboración y defensa mutua con la Unión Soviética. Un pacto para los próximos veinte años.
Tanta era la rabia de Indira -recordaba el militar- que su rostro se fue enrojeciendo. Decidió interrumpir la reunión y reanudarla por la tarde. Los ministros abandonaron la sala, pero Indira pidió a Sam que se quedase. Cuando estuvieron solos, el militar se sintió en la obligación de decirle:
– Mi deber es contarle la verdad, señora. Pero a la luz de todo lo que he expuesto, si quiere que presente mi dimisión, estoy dispuesto a hacerlo.
– No, Sam Adelante. Tengo plena confianza en ti.
A partir de ese momento, la primera ministra y el comandante en jefe trabajaron en perfecta sintonía. Indira nunca permitió que nada ni nadie interfiriese entre ellos. Sam le había convencido de que la opción militar debería ser la última, y solamente si se veían forzados a ello. La estrategia ahora era la de ganar tiempo, por lo menos hasta que el invierno volviese al Himalaya y congelase los pasos de montaña, requisito indispensable para que los chinos no tuvieran la tentación de meterse en el conflicto.
La marea de refugiados era imparable. Hasta ciento cincuenta mil cruzaban la frontera cada día. Llegaban en camiones, en carros de bueyes, en rickshaws y a pie. Sonia vio a Indira muy afectada al regreso de un viaje que había hecho a Calcuta.
– He visitado los campamentos bajo una lluvia torrencial -contó en casa, sentada a la mesa pero sin probar bocado porque se le había cortado el apetito-. Pensaba que después de la experiencia de los campos de refugiados durante la Partición, estaría preparada para lo que iba a ver. Pero no. He visto hombres y mujeres como palillos, niños esqueléticos, ancianos transportados en las espaldas de sus hijos que caminaban a través de campos inundados… Se quedaban de pie durante horas en el barro porque no había ningún lugar seco donde sentarse. Mis acompañantes esperaban unas palabras mías, pero estaba tan conmovida que no pude hablar.
En ocho semanas, tres millones y medio de refugiados habían entrado en la India. Aunque la mayoría eran hindúes, también había musulmanes, budistas, cristianos… Gente de todo el espectro social y de todas las edades. Costase lo que costase -repetía Indira-, no les abandonaría a su suerte. Ella y sus consejeros se dedicaron a planear meticulosamente la organización de los campos de refugiados. Quiso que su gobierno se volcase en alojarlos, alimentarlos y protegerlos de las epidemias. Si de nuevo tenía que ir a pedir dinero por el mundo para asumir ese coste, estaba dispuesta a hacerlo.
A Sonia le asustaba un poco el cariz que tomaban los acontecimientos, pero no lo dejaba ver. Tenía una fe ciega en su suegra. La prensa insistía en que no cesaban las atrocidades y que el flujo de refugiados tampoco disminuía. ¿Adónde abocará todo esto?, se preguntaban en casa, pegados frente al televisor a la hora de las noticias. Por todas partes, se oía un mismo clamor para que el gobierno enviase al ejército. Pero a pesar de los frenéticos llamamientos, Indira mantenía la sangre fría. Como siempre en tiempo de crisis, permaneció en total control de la situación. La atmósfera familiar en su casa de Nueva Delhi la ayudaba a relajarse. Ver crecer a su nieto Rahul era para ella un bálsamo. La toma de decisiones, sobre todo cuando afectaba a una sexta parte de la humanidad, podía fácilmente convertirse en una tortura mental. Mantenerse lúcida y serena era fundamental, para ella, para el país y para el mundo. En eso, encontró en Sonia una valiosa ayuda. «Su hija es una joya», le escribió a Paola. En público, no paraba de hacerle cumplidos. A un veterano periodista le dijo: «Es sencillamente una maravillosa mujer, una esposa perfecta, una nuera perfecta, una madre estupenda y un fabulosa ama de casa. ¡Y lo increíble de todo esto es que es más india que cualquier chica india!» Un día, toda la familia asistió a la proyección de un documental que una amiga de Indira, la periodista Gita Mehta, había realizado sobre los refugiados y que iba a ser difundido en Estados Unidos. Sonia quedó profundamente conmovida por las imágenes. El documental mostraba y entrevistaba a mujeres que los soldados pakistaníes habían mantenido cautivas en las trincheras. Una de ellas, de unos quince años, debía haber sido violada unas doscientas veces. No le salían lágrimas, estaba en estado de shock catatónico. También se veían imágenes de ancianos y jóvenes regresando a sus hogares destruidos, imágenes de campos quemados y devastados. Al terminar la proyección, Sonia se dio cuenta de que Indira lloraba.
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