Javier Moro - El sari rojo
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Indira estaba de nuevo entusiasmada y se ocupó de la canastilla del niño con todo lujo de detalles. «Siempre estás jactándote de las alegrías y del "estatus superior" de ser abuela -le escribió a su amiga norteamericana Dorothy Norman desde un avión que la transportaba al sur de la India para celebrar el cuarto centenario de la sinagoga de la comunidad judía de Kerala-, por eso te revelo un secreto: también yo estoy compitiendo por ese estatus. Sonia espera un niño para finales de mayo. ¿No es emocionante? Aunque cuando una nuera es de otro continente, hay muchas complejidades también.» Se refería al temor de Sonia a dar a luz en Delhi, y a exigencias nuevas de su nuera, que surgían como una reacción a la presión del entorno. De pronto Sonia declaró que no quería ni nodriza ni criada para ocuparse del niño, y que lo haría ella misma. Decir eso era un poco una chiquillada, una manera de afirmarse dando a entender: «Soy europea y en mi esfera privada haré las cosas a mi manera.» Indira y Rajiv así lo entendieron, así que no insistieron, convencidos de que esa intransigencia se le pasaría cuando naciera el niño. Ya se ocuparía la realidad de poner las cosas en su sitio. Le iba a ser muy difícil a Sonia prescindir de ayuda teniendo en cuenta que tendría que estar disponible para acompañar a su marido o a Indira en las salidas oficiales. Pero, en general, la alegría de recibir a un nuevo miembro de la familia compensaba esas leves fricciones domésticas. Cuando Rajiv estaba trabajando, su madre o su hermano procuraban turnarse para acompañar a Sonia durante las comidas. No querían que se sintiese sola en ningún momento ni que su ánimo decayese. Rajiv ahora volaba de copiloto en los turbohélices Fokker Friendship de Indian Airlines, aviones de ala alta con capacidad para unos cuarenta pasajeros, dignos sucesores de los DC-3.
Sonia pasaba mucho tiempo con ambos hermanos, que compartían amigos e intereses comunes, aunque a Sanjay se le veía cada vez menos. Estaba obsesionado con su proyecto de construir un «Volkswagen indio». Con un amigo había abierto un taller en la periferia de la ciudad y allí, rodeado de depósitos de basura y alcantarillas a cielo abierto, perseguía su sueño de convertirse en un «Henry Ford» local entre piezas de metal y hierros oxidados. El proyecto de construir un coche popular producido para las masas llevaba más de diez años siendo discutido en las oficinas del gobierno, y finalmente se tomó la decisión de encargar su producción al sector privado. Hasta entonces, sólo se fabricaban en la India bajo licencia dos modelos, los famosos Ambassador, réplicas del Morris Oxford que servían de taxis en la posguerra londinense y que aún hoy siguen fabricándose en las instalaciones de Hindustan Motors en el estado de Bengala, y los Fiat Padmini, que se convertirían en el modelo único de los taxis de Bombay (en Europa era conocido como Fiat 1100). El coche que quería fabricar Sanjay tenía que ser totalmente autóctono, sería barato, alcanzaría la velocidad de ochenta kilómetros por hora y consumiría cinco litros a los cien kilómetros. El nombre que había elegido era Maruti, en alusión al hijo del dios del viento en la mitología hindú.
En aquel entonces, Indira no miraba más allá de su propia carrera. No imaginaba una dinastía familiar, como tampoco la había imaginado su padre. En numerosas entrevistas repetía que sus hijos no tenían interés en política y que haría lo que estuviera en su poder para apartarles de ese mundo. No mostraba deseos de traspasarles la «carga» familiar. A Indira no le gustaba nada mezclar lo político y lo personal.
Pero su hijo Sanjay, empeñado por todos los medios en sacar adelante su proyecto, iba a trastocar esa frontera que su madre tenía tanto interés en preservar. ¿Por qué no tenía el derecho a fabricar un coche genuinamente indio?, se preguntaba. No le parecía justo que por el hecho de ser hijo de la primera ministra, semejante empresa le fuese vetada. Indira estaba en un aprieto, desgarrada entre su sentimiento de madre y su deber de gobernante. Le había pedido a Sanjay que no presentase su proyecto al Ministerio de Desarrollo Industrial, pero éste había hecho oídos sordos y había solicitado formalmente la licencia, a pesar de que ni siquiera había terminado su aprendizaje en la Rolls-Royce y no era ni un hombre de negocios ni un fabricante de coches. De hecho, su historia de amor con los coches había sido una fuente constante de dolor de cabeza para su madre. Siendo adolescente, más de una vez la policía le había traído a casa después de haberle descubierto, junto con un amigo, abandonando coches que habían hurtado previamente de un aparcamiento para darse una vuelta. Esas gamberradas de niño mimado fueron adoptando formas distintas al crecer. En Inglaterra, Sanjay había provocado varios accidentes sin daños físicos, y varias veces había sido arrestado por sobrepasar el límite de velocidad al volante de su viejo Jaguar o por no llevar un permiso de conducir válido.
Al contrario que Rajiv, Sanjay era agresivo en su manera de luchar por lo que creía y ejerció una presión considerable sobre su madre para que le fuese concedida la licencia. Indira presidió la reunión del gabinete en la que el ministro de Industria concedió a Sanjay un permiso para producir cincuenta mil automóviles al año, enteramente con materiales autóctonos. Y eso a pesar de que Sanjay carecía de experiencia y no podía presentar resultados de anteriores proyectos. Estaba claro que si no hubiera sido el hijo de la primera ministra, nunca se lo hubieran concedido. Por una vez, Indira faltó a su sacrosanto principio de anteponer el deber a su deseo personal, una excepción que acabaría costándole muy caro. Un escándalo y una protesta general acompañaron el nacimiento del proyecto de coche nacional Indira fue acusada en la prensa de practicar el peor tipo de nepotismo. Un diputado de la oposición tildó la concesión de «una desgracia para la democracia y el socialismo». Otros hablaron de «corrupción sin límite». Sus propios aliados, los comunistas de Bengala, se unieron al aluvión de críticas. Indira respondió de manera poco convincente: «Mi hijo ha demostrado tener espíritu emprendedor… Si no se les anima, ¿Cómo pedir a otros jóvenes que asuman riesgos?» En el fondo, Indira creía ciegamente en su hijo y seguramente pensó que el Maruti era una oportunidad de oro para que Sanjay saliese adelante y probase su valía. Sabía que era joven, inmaduro, impetuoso, pero lo creía hábil y fuerte. Pensaba que aprendería y que podría controlarlo. También sabía que eso equivaldría a exponerle a la vida pública. A años vista, significaba que Indira, a pesar de seguir repitiendo que no quería que sus hijos entrasen en política, ya veía a su hijo menor como digno sucesor del linaje de los Nehru-Gandhi. Era quizás una manera de sentirse un poco menos sola en el ejercicio del poder.
En esa lucha contra el sentimiento de soledad que la embargaba desde la más tierna infancia, el nacimiento de su nieto, el 19 de junio de 1970, la llenó de júbilo. Como en todos los hogares de la India, el nacimiento de un hijo era un acontecimiento de gran relevancia. Rajiv asistió al parto, lo cual era insólito para un hombre en la India de entonces, y lo hizo con su cámara en la mano para grabar el primer llanto de su hijo, que había nacido un poco prematuro. Sonia estaba exhausta, pero su marido la ayudaba mucho, cambiaba al niño y le dormía entre las tomas. Se comportaban como unos padres modernos, aunque la India eterna ya acechaba a las puertas de casa cuando volvieron del hospital y un santón esperaba al bebé para hacerle la carta astral El nombre escogido fue el de Rahul, propuesto por Indira. Le explicó a Sonia que era el nombre en el que había pensado originalmente para su hijo primogénito, aunque al final le puso Rajiv para complacer a su padre. Nehru había estado recibiendo sugerencias de nombres en la cárcel, y había escogido Rajiv porque en sánscrito significaba «loto», el mismo significado que Kamala, el nombre de su mujer fallecida ocho años antes. De la misma manera que Indira cedió al deseo de su padre, Sonia cedía al de Indira y al hacerlo, se hacía un poco más india cada vez. Rahul era el nombre de un hijo de Gautama Buda y en sánscrito significaba «el que es capaz». Aunque la familia no fuese religiosa, la fuerza de la costumbre hizo que el niño fuese recibido con los ritos hindúes correspondientes. La ceremonia del primer corte de pelo tuvo lugar tres semanas después de su nacimiento, y se juntaron en casa todos los amigos de la pareja. Afeitaron el cráneo del bebé, dejando sólo un mechón de pelo que, según la tradición, protegería su memoria. Raparle tenía el significado simbólico de liberarle de los restos de sus vidas pasadas y prepararle para encarar el futuro.
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