Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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– ¿Cómo vas con el hindi? -preguntó de sopetón.

– Mal -contestó Sonia.

Indira quería a toda costa que Sonia aprendiese hindi. Además de por razones políticas, porque siempre se había acusado a los Nehru de ser demasiado «británicos» u «occidentales», Indira creía que era genuinamente bueno que su nuera pudiese expresarse en el idioma del pueblo porque le abriría contactos y también las puertas de la India profunda. ¿No era el idioma el alma de una cultura? Pero Sonia no entendía por qué tenía que aprender un idioma que sólo hablaba el servicio, ya que el inglés era lo que amigos e invitados utilizaban siempre. Le habían puesto un profesor particular que se había empeñado en enseñarle el idioma desde el punto de vista académico, con mucha gramática.

– Las clases son aburridísimas -le confesó Sonia, satisfecha de haber conseguido aliviarle el dolor.

Indira no insistió, pero unos días más tarde dejó una nota a Usha, su secretaria: «Parece que los progresos de Sonia son inexistentes. El método del profesor no funciona. Por favor, cuanta más conversación en hindi practiques con ella, mejor.»

Ciertos hábitos de esa casa hubieran sido difíciles de entender para cualquiera. Por ejemplo, desde siempre en casa de los Nehru se había hablado hindi en el almuerzo del mediodía e inglés en la cena, y cada día, una de las comidas era india y otra occidental. Sonia no entendía por qué cada uno no podía comer lo que quisiese y hablar en el idioma que quisiese. Pero como era dócil, no se obcecaba. Y era suficientemente inteligente como para saber que tenía que encontrar su lugar en esa familia aunque hubiera que plegarse a exigencias que no entendía bien. Aceptaba que eso formaba parte de su proceso de adaptación.

Junio se hizo eterno. Parecía que toda la ciudad estuviera mirando al cielo barruntando indicios de lluvia. La primera página de los periódicos mostraba en gruesos caracteres los récords de temperatura: 46 grados en la Puerta de la India de Rajpath, anunciaba el día 15, cuando ya el monzón tenía que haber llegado. Una foto mostraba grupos de niños bañándose en las fuentes públicas. El aire seco y abrasador resecaba la garganta. Los ojos picaban como si tuviesen arenilla. Una capa de polvo gris, que el viento había traído de los desiertos de Rajastán, cubría el jardín del número 1 de Safdarjung Road. Para Sonia, lo extremo del clima era algo novedoso. En Europa, el clima era regular, y las predicciones servían sobre todo para saber si habría nieve en la montaña o sol en la playa el fin de semana siguiente. Aquí el clima era algo mucho más dramático por su intensidad y su importancia en la vida del país, eminentemente agrícola. El fracaso de la cosecha de arroz podía significar la muerte de un millón de campesinos. Por eso estos días cruciales en la vida de la India eran seguidos con tanta atención por la gente y por los medios de comunicación.

Por fin, a finales de mes, un ruido atronador seguido de un torbellino de aire ardiente que levantó nubes de polvo y arrancó las hojas de los árboles anunció las primeras tormentas. Como si la noche cayese de pronto, gruesos nubarrones negros invadieron el cielo y el viento seco dejó paso a una lluvia de gruesas gotas que martilleaban el techo de la casa. Los empleados de servicio parecían revivir después de tanto amodorramiento. Salieron a la calle a dejarse empapar y las sonrisas volvieron a iluminar sus rostros. Parecía que las altas palmeras de la rotonda también temblaban de emoción. La televisión mostraba imágenes de la euforia que se estaba apoderando del país. Gentes de diferentes religiones y castas saltaban y bailaban juntos en las calles, como niños, chapoteando en el agua, duchándose bajo los caños de los tejados. Era como una gran fiesta en la que el monzón hubiera hecho desaparecer las diferencias entre los hombres.

Pero a la intensidad del calor, ahora le sucedía la intensidad de las precipitaciones. Caía el agua con tanta fuerza que el ruido, dentro de casa, era ensordecedor. La temperatura descendió de golpe unos grados, y una suave brisa aportó una caricia de frescor. En el jardín, las ranas cruzaban croando por el césped que reverdeció como por arte de magia, pero dos días más tarde el jardín estaba tan inundado que parecía un lago. Si muchos barrios de chabolas literalmente desaparecían con las lluvias para luego ser reconstruidos, los barrios de Nueva Delhi no eran inmunes a las consecuencias del diluvio. Las elegantes rotondas del vecindario de las embajadas estaban inundadas, así como los túneles, y muchos vehículos se quedaban como muertos, taxis y rickshaws con los motores ahogados que soltaban sus últimos estertores ajenos a los esfuerzos de sus dueños por arrancarlos de nuevo. Aunque el calor se hizo menos intenso, la sensación de bochorno era desagradable. Sonia tenía la sensación de tener las manos siempre húmedas; se cambiaba varias veces al día porque el sudor empapaba la ropa. Estaba asombrada de que durante días no parase de llover, como si los dioses del clima se vengasen del calor seco y ardiente de los meses anteriores. Ahora entendía por qué las fachadas de tantos edificios parecían sucias y con chorretones, por qué había tantos socavones, y es que el clima arrasaba con todo y convertía cualquier tarea de mantenimiento en una empresa demasiado cara para un país tan pobre.

La parte positiva es que las lluvias trajeron a la casa la alegría de fuera, como si la felicidad de todo un país gigantesco se colase por las ventanas e invadiese cada rincón. Un país que, al no morirse de hambre este año, quizás conseguiría salir adelante y no volver a conocer las atroces hambrunas del pasado. Indira, muy en sintonía con el sentimiento del pueblo, parecía contagiada de esa alegría. A pesar de tantos otros problemas, volvía a ser una mujer radiante.

11

Quizás porque no percibía el comportamiento retraído de Sonia como una amenaza, en un periodo de tiempo sorprendentemente corto, Indira, que era más bien de naturaleza desconfiada, llegó a tomarle verdadero cariño. La italiana era una mujer discreta y directa, dos cualidades que en un principio le habían granjeado su inmediata simpatía. Pero también era hogareña y le gustaba «hacer familia». No empujaba a Rajiv a vivir en pareja separada del resto, como hubiera podido pensar al principio. Al contrario, insistía para que siguiesen respetándose las costumbres de siempre, como juntarse a la hora de las comidas, una tradición que se remontaba a los tiempos de Teen Murti House. Independientemente de dónde se encontrase cada miembro de la familia, todos se esforzaban en volver a casa a comer, a menos que hubiera algún acto oficial. Desde que eran niños, Rajiv y Sanjay se habían acostumbrado a dejar lo que estuvieran haciendo para almorzar en familia. A Sonia esto le parecía muy bien porque las conversaciones en la mesa eran siempre muy animadas, salvo cuando Sanjay se enredaba a hablar de política con su madre. Lo habitual era intercambiar puntos de vista, chistes y experiencias personales. Si Rajiv y Sonia salían de noche con sus amigos, esperaban a que Indira terminase de cenar haciéndole compañía. Indira tenía un gran talento para la conversación; era rápida en sus observaciones, clara en sus descripciones y tenía un fino sentido del humor. Sus intereses no se limitaban a la política, sino también a las artes, a las innovaciones científicas, al comportamiento de la gente, a los libros, a la naturaleza… Había cosas sorprendentes en ella, que sólo con el tiempo se descubrían. Por ejemplo, solía reconocer un pájaro por su canto, y es que en los cincuenta había sido miembro de una sociedad ornitológica y había aprendido mucho de pájaros. También contaba multitud de anécdotas de sus viajes al extranjero. En Santiago de Chile la mujer de un político la recibió diciendo: «Uy, qué fina y delicada parece. Esperaba ver a una especie de Golda Meir…» Sonia se desternillaba con aquellas historias. Como la del Kremlin, cuando después de un banquete que Brezhnev y Kosiguin dieron en su honor, a la hora del café se observó la costumbre rusa de segregar a los hombres de las mujeres, e Indira, para su gran sorpresa, se encontró en el grupo de los hombres… O cuando Indira fue a ver a Gandhi para hablarle de su boda con Firoz, y el viejo santón en lugar de animarla a tener familia, le sugirió que ella y Firoz se hicieran adeptos de su ideal matrimonial de mantenerse célibes después de casados. ¿Entonces para qué casarse?, le había espetado Indira, irritada. A Sonia, que tenía la risa fácil, todas esas anécdotas le encantaban.

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