Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Pero Rajiv no estaba en casa, estaba en su curso, en el aeroclub. Sonia se dirigió a su cuarto. Si no estaba su marido, entonces prefería quedarse sola, tumbarse en la cama y llorar todas las lágrimas, conjurar la melancolía esperando su regreso. Pero nada más abrir la puerta, vio un sobre encima de la cama, con membrete de la oficina de la primera ministra. Lo abrió. Era una nota de Indira que decía: «Sonia, todos te queremos mucho.» Entonces se le iluminó la cara. La melancolía se evaporó como por encanto, sonrió y salió de su habitación.

10

La vida cotidiana en casa de los Gandhi empezaba pronto, casi al alba. Cuando Sonia se despertaba, ya estaba Indira al fondo del jardín en su charla diaria rodeada de los pobres que venían a tener su darshan. Luego se metía en su coche oficial, que la llevaba a su despacho de South Block, donde pasaba toda la mañana. Por las tardes solía ir a trabajar a su despacho personal, que hacía de sede del Congress, y que se encontraba muy cerca de su casa, en el número 1 de Akbar Road, a unos cincuenta metros de distancia. Era una agradable caminata por el jardín, siempre verde y con arriates de flores y plantas odoríferas. El gobierno le acababa de ceder esta casa para que todos cupieran en la suya.

Rajiv también salía pronto para sus clases de vuelo. Aprobó sin dificultad el examen de piloto comercial y ahora hacía prácticas en la compañía nacional Indian Airlines. Pilotaba un DC-3, el famoso Dakota, el avión de sus sueños de infancia. Su hermano Sanjay estaba absorto en la tarea de diseñar un coche autóctono, adaptado a las carreteras de la India. Cada miembro de la familia llevaba una existencia independiente, pero Sonia pasaba mucho tiempo sola. Un tiempo que le permitía observar el ajetreo y el bullicio de una gran casa india y adaptarse al calor, que llegó de pronto. Un calor seco, intenso y abrasador que subía cada día, irremediablemente, y que seguiría haciéndolo hasta las lluvias de junio, si es que este año llegaban a tiempo. No le gustaba el aire acondicionado porque temía que le provocase crisis de asma; prefería colocarse bajo las aspas de los ventiladores colgados del techo. Entendió por qué el personal de servicio se movía con tanta lentitud. Al principio le parecían unos perezosos; ahora comprendía que el calor, parecido al ferragosto de Italia, sólo que estaban en marzo, aflojaba los músculos y ablandaba las voluntades. El personal de servicio era escaso para una casa de esas características. Lo normal es que hubiera un mínimo de diez o quince criados, cada uno encargado de una tarea específica a su casta. Aunque Nehru y Gandhi se habían encargado de suprimir oficialmente las castas en la Constitución de la nueva nación independiente, la realidad es que seguían influenciando las conductas, sobre todo en los estratos más bajos de la sociedad y en las zonas rurales. En ninguna casa de los Nehru habían podido combatir esa jerarquización de la vida doméstica, por más que lo habían intentado. No era fácil borrar de un plumazo miles de años de historia. De modo que la tradición seguía imperando, y quien servía la mesa no era el mismo que la recogía, el chófer conducía pero no lavaba el coche; la cocinera guisaba, pero no fregaba los platos; los que barrían el suelo no limpiaban los baños, etc. Los Nehru se contentaban con menos servicio que lo usual, pero aun así Sonia no estaba acostumbrada a la eterna presencia de los criados, que al deslizarse sin ruido por los pasillos le pegaban unos sustos de muerte. Quizás lo que más le molestaba es que le parecía que nunca estaba al abrigo de miradas indiscretas, ni siquiera en la privacidad de su casa. Más de una vez, después de haberse encerrado en su cuarto de baño, se había sobresaltado al descubrir al encargado de la limpieza, un hombre huesudo y de piel renegrida que, en cuclillas y con un trapo en la mano, estaba arrinconado en una esquina. Poco a poco aprendió lo mismo que tenían que aprender las esposas de los diplomáticos afincados en la India: a convivir con ese enjambre de gente, a saber mandarles, a tener paciencia con los sweepers, los barrenderos, que sólo desplazan el polvo de un lugar a otro, a dirigirse a cada cual según su rango o su religión de manera que en ningún momento sientan que «pierden casta», a llevarles al médico si se ponen enfermos porque no existe seguridad social, etc.

Ni siquiera la casa de la primera ministra escapaba al trajín de la vida cotidiana en las ciudades indias. A media mañana, Sonia oía a los pintorescos vendedores ambulantes anunciando desde la calle sus mercancías con voces cantarinas. Unos empujaban carritos repletos de verduras y fruta, otros cargaban cajones llenos de dulces, otros traían leche, o los periódicos… De vez en cuando un hombre con un mono danzarín y unos osos llamaba desde fuera para ofrecer su espectáculo. También acudían vendedores de telas con sus fardos de manteles y juegos de mesa, tejidos a mano, lisos o estampados, del más fino algodón o de seda cruda, multicolor o blancos. El sastre se sentaba en la veranda cosiendo toda la mañana, mientras Sonia miraba fascinada las pulseras de cristal pulido que le ofrecía un vendedor ambulante que el servicio había dejado entrar pensando que la distraería. Las puertas y ventanas abiertas al jardín dejaban entrar los aromas de las flores y del césped recién cortado y húmedo, pero que amarilleaba según pasaban los días.

A menudo Sonia aparecía en el despacho donde trabajaban las dos secretarias particulares de su suegra. Una de ellas, Usha, recordaría que venía a hacerle todo tipo de preguntas sobre cosas indias: ¿Cómo se ajusta un sari? ¿Cómo se celebran los cumpleaños? ¿Qué regalo se lleva a la fiesta del primer corte de pelo de un bebé? ¿Cómo se dice «cierra la puerta» en hindi?, etc. Ellas la tomaban el pelo diciéndole que no tenía una, sino tres suegras. A la verdadera apenas la veía de lo ocupada que estaba, aunque su presencia siempre se hacía notar. Era la persona central en la familia. Un día Sonia entró en el despacho de Usha muy alterada. Llevaba una nota que le había dejado Indira expresando sus puntos de vista sobre ciertos aspectos, la mayoría críticos, como el hecho de que Sonia se negase a aprender hindi o fuese tan paradita ante los que no conocía. «¿Por qué no me lo dice en persona en lugar de escribirme una nota?», preguntaba la italiana al borde de las lágrimas.

– A la señora Gandhi le cuesta comunicarse -le contestó Usha-, es una mujer bastante introvertida. Pero no te preocupes por lo de las cartas, también se comunicaba así con su marido y con su padre.

La timidez de Sonia y quizás un cierto complejo llegaban a paralizarla tanto que se convertía en un problema a la hora de atender unas visitas importantes, o simplemente a la hora de socializar. Fuera de los amigos de su marido y de su cuñado, con los que ya tenía confianza, le costaba mucho romper el hielo y abrirse a la gente. En el fondo, seguía siendo la pequeña campesina de los montes Asiago, la estudiante de una ciudad de provincias italiana trasplantada a otro planeta, la casa de una primera ministra, donde siempre entraba y salía gente de todo tipo y condición. «Durante mucho tiempo, Sonia fue muy retraída -contaría Usha-. Era una tarea complicada persuadirla de algo.» Indira, a pesar de lo ocupada que estaba, no perdía de vista los asuntos de casa y se esforzaba para que su nuera saliese de su caparazón: «Sería estupendo si pudieras convencer a Sonia para que venga esta noche. Pero no la fuerces si de verdad no le apetece», decía una nota suya a su secretaria. Tanto Rajiv como su madre eran caracteres más bien reservados, de modo que entendían que Sonia necesitara tomarse su tiempo para aclimatarse a esta nueva vida. Procuraban presionarla lo menos posible, porque veían que le costaba acostumbrarse. Aquí no podía hacer cosas sencillas, como salir con una amiga a pasear, por ejemplo. Las anchas avenidas de Nueva Delhi no estaban hechas para caminar, las distancias eran demasiado grandes para recorrerlas a pie. Además, aquella parte de la ciudad era puramente residencial, no había tiendas ni comercios. La restricción de movimientos, la comida, el calor y el alejamiento de los suyos le provocaban ataques de nostalgia que la revista italiana Oggí que le mandaba puntualmente su madre cada semana apenas conseguía n1itigar. Estaba entre dos mundos sin hacer pie en ninguno de ellos. Se acordaba de su padre, y de sus advertencias, y había momentos en los que le hubiera gustado coger el teléfono y hablar con él, pero Sonia era fuerte y sabía que tenía que aguantar. La presencia de Rajiv, por la tarde, solía calmar sus angustias.

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