Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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En mayo hacía tanto calor que Indira invitó a Sonia a acompañarla a un viaje oficial al reino de Bhután, un pequeño país en las estribaciones del Himalaya que vivía totalmente apartado del mundo, pensando que le sentaría bien cambiar de aires. Para acompañarla también invitó a la hija del ministro de Asuntos Exteriores, Priti Kaul, que tenía la misma edad que Sonia. Fueron sólo dos días de viaje, pero se divirtieron mucho. Nada más bajar del helicóptero, les recibió el rey Dorje Wangchuk, hombre muy afable, devoto budista y monarca absoluto que mantenía su reino cerrado al exterior. Hacía una temperatura perfecta; daban ganas de beber el aire cristalino. ¡Qué alivio!, pensó la italiana al sentir la brisa fresca de la montaña acariciarle el rostro, como cuando iba de excursión a los Alpes. Aquí no había telesillas ni restaurantes, sino banderines de rezo que flotaban al viento, esparciendo las oraciones budistas hacia la cordillera del Himalaya, que mostraba sus picos acerados contra un cielo intensamente azul. No había nada que pudiese ser considerado «moderno». Prácticamente no existía el tráfico rodado, excepto algunas motocicletas, y la gente vestía a la manera tradicional con una especie de delantal de colores muy pintoresco. Iban a caballo o en carros tirados por bueyes parecidos a los yaks. La comitiva llegó al imponente monasterio de Tashichhodzong, que dominaba un paisaje luminoso de montañas de crestas blancas en cuyas faldas había bancales dorados de cebada que descendían hacia el valle como una gigantesca escalera. Era como un viaje a la Edad Media: no existía la televisión, no había cárcel ni delincuencia, la única concesión a la modernidad era la electricidad, pero sólo durante dos horas al día. El propio rey les acompañó a sus aposentos, tres habitaciones y un cuarto de baño, todo más bien modesto, explicándoles que eran los suyos propios. En la época no existía infraestructura hotelera en Thimpu, la capital, que parecía más bien un pueblecito, así que cedió a sus huéspedes lo mejor que tenía. Después del banquete, en el que Indira y el monarca hablaron de cómo democratizar el reino y al mismo tiempo preservarlo de las influencias nefastas de la modernidad, las chicas regresaron a su cuarto. Sonia descubrió una trampilla en el suelo, debajo de una alfombra. Muertas de curiosidad, las dos la levantaron y vieron una habitación con un camastro, sencilla, parecida a la habitación de un monje. De pronto se encendió una linterna y vislumbraron al rey, ligero de ropa, que se disponía a acostarse. Cerraron la trampa muertas de vergüenza. Se lo contaron a Usha, quien a su vez se lo dijo a Indira, temerosa de que aquel incidente pudiera desencadenar un conflicto diplomático. Indira se limitó a reírse.

Al día siguiente volaron en helicóptero desde Thimpu hasta el estado de Sikkim, fronterizo con el Tibet. Fueron recibidos por el rey local y su mujer, una neoyorquina encantadora llamada Hope Cooke, en su palacio. Por la noche, cuando ya Indira se había acostado, llegó la americana al cuarto de las chicas con el manjar que más le gustaba a Sonia: salmón ahumado. Le recordaba a su época de Inglaterra, donde lo había descubierto.

Fue un breve paréntesis de frescor en medio de la canícula que abrasaba el norte de la India. Cuando regresaron a Delhi, abajo en la llanura el mercurio marcaba 43 grados a las once de la mañana. El asfalto se derretía. Los árboles parecían tan cansados como los hombres. La gente caminaba con paraguas abiertos para protegerse del sol. Los conductores de rickshaws esperaban a sus clientes tumbados bajo cualquier sombra. En casa, las flores de los arriates del jardín se habían marchitado y el césped parecía paja seca. Los criados regaban la fachada. Sonia tuvo que aprender a restringir sus movimientos al mínimo para ahorrar energía. La temperatura nocturna se hacía tan intolerable que tuvo que claudicar ante el aire acondicionado. Le aconsejaron no salir de casa al mediodía porque el sol golpeaba con demasiada fuerza. Poco tenía que ver este calor con el ferragosto. El aire era tan denso que se podía cortar con un cuchillo y la temperatura subió hasta los 46 grados unos días más tarde. Era un clima cruel y despiadado. Sonia esperaba ansiosa el regreso de Rajiv, tumbada en la cama y soñando con el paisaje bucólico del Véneto, recordando el crujido que sus botas de goma producían en la nieve recién caída, el agua helada que de niña bebía directamente de los arroyos, el olor del campo después de la lluvia, los prados verdes salpicados de amapolas en primavera… Pero ya estaba aquí su marido, y esperaban al atardecer para salir a dar una vuelta en moto y tomarse un helado en uno de los escasos lugares que los servían en condiciones higiénicas saludables. Había que tener cuidado al comer fuera de casa, porque el calor alteraba la conservación de los alimentos.

La tensión en casa aumentaba proporcionalmente al calor, no por lo incómodo que pudiera resultar, sino por sus repercusiones políticas. Al fin y al cabo, aquélla era la casa de la primera ministra, y su labor y su futuro dependían en gran medida, ese año, de que las lluvias monzónicas llegasen a tiempo. La mayor preocupación de Indira seguía siendo luchar contra el hambre. Tenía claro que la escasez de alimentos se combatía introduciendo nuevos métodos agrícolas que habían probado su eficacia en otras partes del mundo, y fomentando la construcción de fábricas de fertilizantes. Conseguir una auténtica revolución verde, hacer que la India fuera auto suficiente, ésa era su principal prioridad y a ella se dedicaba con ahínco. Todo lo demás, que era mucho, podía venir después: sanidad, educación, mejorar el estatus de las mujeres, etc.

El problema es que ese ambicioso programa necesitaba tiempo para que diese sus frutos. Mientras, la gente tenía que comer. Y la mala suerte quiso que la India sufriese tres años de sequías consecutivas. Si aquel cuarto año no llegaban tampoco las lluvias, el desastre estaría servido. A esto había que añadir el fiasco de la ayuda americana. A pesar de todas las indicaciones de lo contrario, el presidente Johnson había querido utilizar la ayuda alimentaria como palanca para someter a la India a su política. Aunque Indira estuvo dispuesta a hacer algunas concesiones (enfrentándose a una tormenta de protestas en casa), nunca tuvo la intención de abandonar la política de no-alineamiento de su padre. Como represalia por una crítica que el ministro de Exteriores indio hizo a Israel por su actitud hacia los países árabes, Johnson empezó a retrasar los envíos de alimentos. Pidió que todos los informes de cargamentos de grano pasasen por su despacho antes de darles el visto bueno final. Indira tenía un mapa de la India en la pared de su oficina de South Block donde rastreaba el movimiento de cada carguero con alimentos. La lentitud era exasperante.

– ¡Esos americanos no se dan cuenta de que cada día que pasa supone la muerte de mucha gente! -decía en casa, indignada, un día en que Sonia había preparado un plato de pasta-. No te lo tomes a mal, no es nada personal -siguió diciéndole a Sonia, apartando su plato-, pero he decidido, y así lo acabo de anunciar en el Parlamento, que dejo de comer trigo y arroz en señal de protesta.

La sesión parlamentaria la había dejado exhausta, y apenas cenó. Se quejaba de una fuerte jaqueca. Ninguna de la recetas del médico había conseguido quitarle los persistentes dolores de cabeza que llevaban varios días haciéndola sufrir. Los problemas de la India no eran para menos.

– Como no lleguen las lluvias, habrá otra hambruna.

– Te vaya preparar un remedio casero que mis padres me enseñaron para luchar contra el dolor de cabeza.

Sonia hizo una infusión de manzanilla y humedeció unas gasas que aplicó en la frente de su suegra. Indira seguía hablando. Temía que otra sequía dejase en evidencia su política agraria, pilar de la acción del gobierno, que tan buenas señales había comenzado a mostrar. «Empezó a tranquilizarse y a encontrarse mejor», recordaría Sonia, que no entendía los matices ni los detalles de los enormes problemas a los que se enfrentaba su suegra, pero que sí comprendía su importancia y su alcance. De pronto, Indira cambió de tema.

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