Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Al día siguiente por la tarde tuvo lugar una recepción en Hyderabad House, un palacio de estilo anglomogol que el Nizam de Hyderabad mandó construir en 1928 para regalárselo a una amante suya, y que ahora, bajo control del gobierno, servía de residencia para dignatarios extranjeros. También se organizaban allí grandes eventos mediáticos o conferencias de prensa. Acudieron unas mil personas -amigos de la familia, compañeros del partido, políticos, diplomáticos, periodistas, artistas, etc.-, todos presentando a la entrada la invitación dorada que habían recibido de la oficina de la primera ministra y deseosos de conocer de cerca a la novia extranjera para juzgar por sí mismos si todo lo que habían oído, tan dispar y deformado por el cotilleo, era cierto. Sonia, ataviada con otro espléndido sari, se sentía como un animal en un zoo. Le parecía que las mujeres la atravesaban con sus miradas, intentando adivinar de qué pasta estaba hecha. La mayoría había viajado al extranjero eran conscientes de lo diferente que era la India de Europa. Algunas la miraban con lástima, otras con envidia, otras con genuina simpatía. Llegó la hora de cenar, en el suelo, a la manera de Cachemira. Al son de una pequeña orquesta de música clásica india, los convidados degustaron suculentos platos típicos con aromas de canela, cardamomo, azafrán y clavo: cordero con nabo, pollo con espinacas, pescado con raíz de loto… También había patatas en salsa de yogur o queso fresco frito para los vegetarianos. Los familiares de Sonia pudieron cenar comida italiana, y los tíos de Rajiv, comida parsi. El delicioso té verde de Cachemira, el Kavha, se sirvió al final. Pero no fue una recepción ostentosa. «El presupuesto era pequeño», confesaría Usha, la secretaria de Indira.

Tampoco había presupuesto ni tiempo para un viaje de novios en condiciones. Pero Rajiv quería mostrar un poco de la India a los parientes de Sonia, así que salieron todos para Rajastán, la India romántica, tierra de antiguos señores feudales, la región más espectacular del subcontinente. Les parecía increíble que tan cerca de una ciudad como Delhi existieran aldeas medievales, sin luz ni agua corriente, pero de una deslumbrante belleza, donde en la plaza del mercado se codeaban todos los oficios de la India: vendedores de ropa usada, dentistas ambulantes, campesinos en cuclillas junto a sus puestos de verduras, sastres, herreros, carpinteros, joyeros… Cabras, vacas y camellos pululaban entre montones de esencias de todos los colores -polvo de azafrán ocre, de cúrcuma amarillo, de guindillas molidas rojas-. En camino al parque nacional de Ranthambore, veían por el campo manchas de color amarillo, rojo, malva, rosa, que eran los turbantes de labradores y pastores que caminaban entre el polvo ocre que levantaban sus rebaños. Sus mujeres iban vestidas en los mismos tonos; lucían joyas de plata vieja y piedras semipreciosas y parecían princesas en lugar de campesinas.

Ranthambore era un parque natural creado en 1955 en una zona semiselvática para proteger la supervivencia del tigre. ·Una inmensa fortaleza, que conservaba en su interior templos en ruinas, palacios y cenotafios aprisionados por raíces de ceibas gigantescas, dominaba el parque desde lo alto de un promontorio. Abajo, entre colinas cubiertas de vegetación y lagunas de aguas plateadas, se podían ver ciervos, antílopes, osos, chacales, cérvidos y jabalíes. Si había suerte, algún tigre al amanecer. A Rajiv le gustaba ese lugar porque aunaba dos pasiones suyas: el amor a los animales y su afición a la fotografía. Además pensó que la familia de su mujer se llevaría un buen recuerdo de la India porque en esa selva no se veía miseria humana. Rajiv les contó que él y su hermano habían vivido la infancia rodeados de animales, disfrutando de un auténtico zoológico en los jardines de Teen Murti House. Muchos de los animales eran regalos que jefes de Estado o políticos nacionales hacían a su abuelo. Habían tenido loros, palomas, ardillas, un cocodrilo y un panda del Himalaya llamado Bhimsa, un regalo del estado de Assam a su abuelo. También habían tenido tres cachorros de tigre. Rajiv los adoraba y uno de sus grandes disgustos de niño fue cuando su abuelo decidió desprenderse de uno para regalárselo al mariscal Tito.

De regreso a Delhi, se detuvieron en una aldea donde se celebraba una boda. Era una auténtica boda hindú, llena de colorido y de ruido. El novio, el rostro tapado por una cortinilla hecha de flores, apareció montado en una escuálida yegua blanca cubierta con una alfombra de terciopelo bordada en oro. Al son de tambores y panderetas, avanzaba caracoleando hacia su novia, que lo estaba esperando bajo una tienda. Las familias estaban muy orgullosas de que unos forasteros asistiesen a la ceremonia y en seguida les agasajaron con té y dulces, mientras el chico desmontaba. El sacerdote invitó entonces a los novios a conocerse oficialmente. Lenta y tímidamente, cada uno de ellos apartó el velo del otro con su mano libre. El rostro alegre del chico apareció frente a la mirada apocada de la novia, una niña que no debía tener más de doce años, frágil y asustada como un pajarito. Su familia la observaba con una emoción mal contenida. Rajiv hacía de intérprete, no sólo con el idioma, sino con las costumbres. Esa simple boda, que parecía tan ingenua e inofensiva, escondía varios males de la India, auténticas enfermedades sociales. Los matrimonios infantiles como éste exponían a niñas a ser madres, con la consiguiente mortalidad y problemas de salud para la madre y el niño. Además los padres de la novia, que parecían campesinos pobres, seguramente se habían endeudado durante muchos años para pagar la dote, requisito indispensable para casar a una hija. Sí, todo eso era muy bonito y muy pintoresco, pero esas costumbres mantenían a los pobres hundidos en la miseria. Fue allí cuando Sonia oyó por primera vez hablar de la costumbre del sati, que todavía se practicaba esporádicamente en esta región. Los comensales comentaban un caso reciente, no muy lejos de donde se encontraban, que había sido un escándalo nacional. Una joven viuda se había lanzado a la pira funeraria del marido. La policía había investigado el caso sin conseguir averiguar la verdad. Las opiniones de los invitados a la boda estaban muy divididas: unos decían que la viuda era una santa por haber tenido el valor de convertirse en sati, otros que había sido drogada y forzada a saltar a la hoguera para que no pudiera heredar ninguno de los bienes del marido… Rajiv se inclinaba por esto último. ¿Cómo conseguir modernizar este país?, parecía preguntarse, pensando en la tarea ingente que le había tocado a su madre, mientras conducía el coche de regreso a Delhi.

A Sonia le llegó la hora de despedirse de su familia. Los acompañó al aeropuerto. Después de abrazar a su madre, y quizás porque adivinó el quebranto que sentía al dejar a su hija, Sonia se vino abajo y rompió a sollozar. Para su madre, ésa era la verdadera despedida: unos volvían a casa, al hogar de siempre; Sonia permanecía en esa tierra extraña, sola, sin ellos. Nunca como en ese momento se había mostrado la realidad con tanta crudeza, tanta que hacía daño. Ambas estaban hechas un mar de lágrimas, y no eran especialmente propensas al llanto, lo que hacía la escena todavía más desgarradora.

– Escribe mucho, llámame a menudo…

– Te lo prometo, mamma.

En el coche que la traía de vuelta a casa, Sonia se secaba el rostro mientras le venían a la memoria flashes de momentos felices de su infancia en Lusiana, cuando salía a ordeñar las vacas con su padre y su madre, o cuando venían amigas y primas a celebrar su cumpleaños llenas de regalos. ¡Qué lejos parecía esa vida! Quedándose en la India, se daba cuenta ahora de que empezaba de cero. Tanta tensión y tanto ajetreo la habían dejado agotada y deprimida. Necesitaba ver a Rajiv lo antes posible. Sólo él podía consolarla porque él era la justificación de toda su zozobra.

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