Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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– Oh, marnrna mía!

Casi se le saltan las lágrimas. No la había reconocido porque Sonia llevaba la cabeza cubierta por un velo rojo y morado, iba vestida con una falda roja hasta los pies, típica de Cachemira, y un corpiño rojo bordado. Llevaba pulseras, collares y una tiara confeccionada con pétalos de nardos y jazmín engarzados -«joyería floral» lo llamaban-, y un tilak en la frente, el punto rojo que simboliza el tercer ojo, ese que es capaz de ver más allá de las apariencias. Sus manos, sus brazos y sus pies estaban totalmente cubiertos de curiosos tatuajes hechos a base de henna, una pasta extraída de las ramas molidas de un arbusto, tatuajes que dibujaban graciosos arabescos e intrincados diseños. Cuando se hubo repuesto del susto de ver a su hija de esa guisa, su madre la abrazó: «¡Mejor que tu padre no te haya visto así!», dijo conmovida. El pobre Stefano, a ocho mil kilómetros de distancia, estaba triste. A su amigo del alma, el mecánico Danilo, le confesó en el bar de Nino, a propósito de Sonia: «¡La echarán a los tigres!» Qué razón tenía el antiguo pastor de los montes Asiago.

En seguida unas chicas jóvenes rodearon a Anushka y a Paola y se ofrecieron para pintarles las manos. Mientras les aplicaban henna, les explicaron la tradición: cuanto más negros salían los dibujos en las manos de la novia, más amor habría en el matrimonio. Y cuanto más tardasen en borrarse, más tiempo duraría la pasión. Paola y.Anushka miraron los arabescos de Sonia: eran negros como si los hubieran pintado con tinta china.

La boda propiamente dicha tuvo lugar al día siguiente, a las seis de la tarde, en el jardín del número 1 de Safdarjung Road. Indira había rebuscado en sus armarios el sari que quería que Sonia llevase, el mismo que había llevado ella, el que Nehru había hilado durante sus largas horas de encarcelamiento, una vez que hubo aceptado la voluntad de su hija de casarse con Firoz. Sonia lo reconoció, lo había visto en la exposición de Londres y le vinieron a la memoria las palabras de Rajiv: «¡Ojalá lo lleves tú algún día!» Entonces las había tomado a broma. Todavía soñaba con casarse de blanco. Ahora se lo tomaba como un honor y una señal de afecto, sin sospechar por un momento que al vestir ese sari rojo pálido entraba a formar parte, ella también, de la historia de la India.

Un pequeño incidente enfureció a Rajiv al descubrir que había dos periodistas entre los invitados. Ésa era su celebración, y no quería interferencias ni publicidad. Ese día quería ser sólo Rajiv, no el hijo de la máxima autoridad del país, lo que no dejaba de ser una ingenuidad. Se negó a salir de la casa hasta que los paparazzi no fuesen expulsados. Indira tuvo que calmarlo, con mucha paciencia. Cuando la marcha nupcial de Mendelsohn anunció la llegada de la novia, se tranquilizó. Rajiv salió a recibir a Sonia al jardín, donde había unos doscientos invitados, entre amigos y conocidos de la familia. Cuando la vio entrar, del brazo de su tío Mario, le cambió la cara. Sonia estaba espléndida. Era la imagen misma de la elegancia, el cabello recogido hacia atrás en un moño sujeto por un broche de pétalos de jazmín, la piel resplandeciente por la mascarilla de cúrcuma que le habían puesto unas horas antes, una simple pulsera de plata en la muñeca, los ojos pintados de khol y el rostro enmarcado por unos aretes de flores. Hacían buena pareja. Él llevaba pantalones estrechos blancos, una larga chaqueta color crema abotonada hasta el cuello, un turbante color salmón (al igual que sus amigos y primos), y unos zapatos tipo babucha, con la punta curva hacia arriba, como un príncipe de Las mil y una noches. Después del intercambio ritual de guirnaldas, se dirigieron hacia un rincón del jardín donde, alrededor de una mesa resguardada por un enorme biombo hecho también de flores engarzadas en cuerdas colgantes, se encontraban los familiares más próximos. Firmaron en el registro civil y se intercambiaron los anillos. Sonia luchaba por controlar sus emociones. Cada vez que se cruzaba con la mirada de su madre, le entraban ganas de llorar. Entonces prefería buscar la mirada de Rajiv para encontrar fuerzas. El tío Mario parecía perdido; miraba a su sobrina con cariño y algo de condescendencia. Paola mantuvo el tipo, aunque por dentro aquella boda sin sacerdote le daba una pena infinita. Las palabras de Rajiv, que leyó unos versos del Rigveda escogidos especialmente por su madre, pusieron el punto final a la ceremonia:

Suave sopla el viento, suave fluye el río,

que los días y las noches nos traigan felicidad, que el polvo de la tierra produzca felicidad, que los árboles nos hagan felices con sus frutos, que el Sol nos envuelva de felicidad…

Y eso fue todo. Los novios salieron del recinto para encontrarse con una lluvia de pétalos de flores y el estruendo de fuegos artificiales sabiamente orquestados por Sanjay. La ceremonia no había podido ser más sencilla. Así lo había querido Indira, sin el paripé de tener que contentar a los hindúes ortodoxos que reclamaban una ceremonia religiosa completa. Cuando se casó ella, Nehru le había pedido que aceptase hacerlo por el rito hindú, dando siete vueltas alrededor del fuego sagrado y escuchando mantras interminables, porque no quería enemistarse con ellos. Había accedido, pero ahora se tomaba la revancha. Indira era más dura que su padre. De hecho, no había llorado durante la ceremonia de su propia boda. Nehru sí, se le habían humedecido los ojos.

9

Por la tarde, Sonia había mudado sus enseres de la casa donde había estado alojada a su nueva residencia. Las obras habían servido para ampliar el salón principal que Indira había amueblado en tonos rosa pastel y verde musgo; una puerta corrediza daba a un paraje de árboles enormes y arbustos entre los que revoloteaban pájaros y mariposas.

Después de la fiesta, se dirigió a su nuevo hogar, una habitación grande y cómoda que había sido añadida al fondo de la casa y que todavía olía a yeso. Su madre le había traído ropa de Italia, unos cuantos libros y discos y los periódicos del avión porque temía que a su hija le entrase la nostalgia. Sentada en la cama, Sonia echó un vistazo a los titulares. «El viento hace temblar la Torre de Pisa», «Lucía Bosé ha pedido la custodia de sus hijos» y una entrevista al primer hombre que había vivido quince días con un corazón trasplantado, un sudafricano llamado Blaiberg. Le parecían noticias de otro planeta. Noticias de un mundo que ya no era el suyo. Mientras Rajiv se quitaba el aparatoso turbante frente al espejo del cuarto de baño y varios criados entraban y salían mirándola de reojo, Sonia sintió vértigo al pensar que ya no había vuelta atrás. La suerte estaba echada. ¿Cómo había llegado hasta aquí? Ella misma estaba sorprendida de la fuerza que había sacado para lograr su propósito. Ella, que siempre se había mostrado enemiga de la confrontación, había tenido que tensar la cuerda con su familia hasta un extremo del que se hubiera creído incapaz. A la dicha por haberlo conseguido, a la felicidad de sentir tan cerca la presencia de Rajiv, se mezclaba un profundo sentimiento de sorpresa, y también de pena. Pena por su padre. Pena de no poder compartir el momento más importante de su vida con todos los que quería, con sus amigas del barrio, con sus antiguas profesoras, con sus compañeros… Pena de tener que decir adiós a la niñez, a los padres, al pueblo, a su país. Pena por su madre, porque Sonia era capaz de adivinar en su mirada todo lo que podía atormentarla, desde las costumbres «exóticas» hasta el hecho de vivir así, en la casa familiar, con la suegra al fondo del pasillo, por muy primera ministra que fuese. Al haber forzado la situación, la armonía familiar de los Maino se había resquebrajado y Sonia se sentía culpable. Pero la vida le había colocado en esa tesitura, y desde el momento en que se había aferrado a la mano de Rajiv en respuesta a su tímido avance, allá en los jardines de la catedral de Ely, fue consecuente consigo misma. A nadie le extrañó esa melancolía porque la tradición india contemplaba la salida de una hija de la casa de su padre a la de la familia del novio como un momento de gran angustia. La mayoría de las novias indias lloran y sus amigos y parientes se muestran muy apesadumbrados. Sonia no iba a llorar, pero tenía el corazón henchido de pena, aunque los eventos se sucedían con demasiada rapidez como para apiadarse de sí misma.

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