Javier Moro - El sari rojo
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Si Nehru acabó por dar su consentimiento a la boda de Indira con Firoz, Indira accedió a la petición de su hijo cuando éste le rogó que escribiese al padre de Sonia para que la dejase ir a la India. Había transcurrido un año, el plazo que había impuesto Stefano Maino, y la pasión de los jóvenes no mostraba signos de enfriarse. Ni Sonia ni Rajiv estaban dispuestos a vivir el uno sin el otro; la separación se hacía demasiado dolorosa. Indira entendió que la cosa iba en serio. En realidad hubiera preferido seguir la vía tradicional, elegir una hija de buena familia de Cachemira para casarla con su hijo, tal y como manda la tradición, tal y como hizo su abuelo Motilal eligiendo a Kamala, su madre. Los «matrimonios concertados» eran lo común, y los love marriages, las bodas por amor, las excepciones. Los primeros solían funcionar mejor; la tasa de divorcios entre este tipo de uniones es asombrosamente baja porque los padres buscan candidatos para sus retoños en medios sociales y culturales afines, lo que de por sí constituye una ventaja a la hora de la convivencia. Los segundos eran una lotería. Indira no había tenido suerte. Quizás Rajiv la tuviera, aunque arrastraba el hándicap de que su novia era extranjera. En la sociedad tradicional, los extranjeros ni siquiera merecían un lugar en el escalafón, eran considerados «sin casta». Nueva Delhi no era la India profunda, pero aun así Indira era perfectamente consciente de lo difícil que podía resultarle a una chica occidental adaptarse a la vida en su país, aunque ella estaba dispuesta a hacérselo lo más agradable posible porque la chica le había gustado.
La carta de Indira Gandhi invitando a Sonia a pasar unas vacaciones a Nueva Delhi fue un disgusto para Stefano Maino, pero era un hombre de palabra y no tuvo más remedio que cumplir con su compromiso. Lo discutieron en familia y como no había escapatoria, quedaron en que Sonia iría a la India, pero un mes solamente, y después regresaría a casa definitivamente convencida de que no podría nunca vivir allí, pensaban sus padres. Aquí no sólo tenía a los suyos, sino también un futuro. Había estado trabajando todo el año en Fieratorino, y le salían cada vez más oportunidades de ganarse la vida con los idiomas que había aprendido. Si no le gustaba Orbassano porque le parecía pequeño y suburbial, siempre podría irse a vivir a Turín. Sus padres todavía soñaban que algún hombre de negocios la conocería en una de esas ferias y acabaría casándose con ella. Sonia hacía como si escuchara todas esas sugerencias con atención, pero su mente estaba ya muy lejos, a ocho mil kilómetros de distancia.
El 13 de enero de 1968, exactamente treinta y cuatro días después de haber cumplido la mayoría de edad, Sonia aterrizaba en el aeropuerto Palam de Nueva Delhi. Tenía un nudo en el estómago. Sus padres y hermanas habían ido a despedirla al aeropuerto de Milán y ni siquiera el duro de Stefano había podido contener las lágrimas.
– Si no te gusta, te vuelves en seguida, ¿eh? -le había dicho mientras su madre le metía en el bolso de mano más medicinas todavía, como si fuese a la selva.
Sonia no durmió durante el vuelo. Ahora que se enfrentaba sola a su destino, le entró una especie de angustia. La ilusión de ver a Rajiv se transformaba en un miedo impreciso. Llevaban un año sin verse. ¿Y si me decepciona? ¿O yo le decepciono a él? ¿Y si en su propio ambiente se comporta de otra manera? ¿Si no es el mismo que el que creo que es? Eran preguntas inevitables, la justa reacción de alguien que había apostado fuerte a una carta. Ahora tocaba poner la carta boca arriba.
Desde el aire, el entrelazado de avenidas y rotondas de Nueva Delhi sugería las figuras geométricas de mármol en forma de estrella que decoraban los palacios mogoles. El avión aterrizó por la mañana. El clima no podía ser más distinto al frío invierno que había dejado atrás. Hacía una temperatura exquisita, el cielo estaba azul, y nada más salir del avión su olfato quedó impregnado de un olor muy característico, que más tarde identificaría con el olor de la India: una mezcla de olor a madera quemada y a miel, a ceniza y a fruta pasada. y un sonido, el graznido de las cornejas, esos cuervos siempre presentes, vestidos de gris o de negro, cacareando, insolentes, familiares, que le dieron la bienvenida desde la barandilla del vestíbulo de llegadas, desde los postes y los bordes de las ventanas. Allí la estaba esperando Rajiv: «Nada más verlo -contaría Sonia- me invadió una profunda sensación de alivio.» También estaban su hermano Sanjay y un amigo llamado Amitabh, hijo de un matrimonio, los Bachchan, que los Nehru conocían desde hacía mucho tiempo. El padre era un célebre poeta en hindi y diputado parlamentario e Indira le había pedido el favor de alojar a Sonia mientras durase su visita.
Los temores que había sentido durante el vuelo desaparecieron súbitamente, como si nunca hubieran existido. Al contrario, ahora tenía la certeza de que había hecho bien en seguir el dictado de su corazón a pesar de las dificultades. «Estaba de nuevo a su lado y nada ni nadie nos separaría de nuevo», escribió Sonia recordando su llegada.
Nueva Delhi no era la India tal y como se la había imaginado, por lo menos la parte donde vivía, con sus anchas avenidas bordeadas de grandes árboles siempre verdes, muchos de ellos en flor. La casa de los Bachchan estaba en Willingdon Crescent, la avenida de los banianos. Los urbanistas ingleses que hicieron de Nueva Delhi una agradable ciudad jardín quisieron que cada avenida tuviese su propia especie. Janpath, la antigua Queen's Way, era la de los nims, esos árboles sagrados conocidos por sus propiedades medicinales; Akbar Road la de los tamarindos; y en Safdarjung Road, donde se encontraba la residencia de Indira Gandhi, había profusión de flamboyanes con un follaje verde y brillante sembrado de flores anaranjadas. El escaso tráfico rodado se componía de ciclistas, carros tirados por burros o camellos, carricoches con el techo anlarillo, motocicletas petardeantes, viejos Ambassador, réplica de los Morris Oxford III de 1956 que se fabricaban bajo licencia en Bengala, todos sorteando las vacas que campaban a sus anchas en medio de la calzada. No era raro toparse con un carro de bueyes y hasta con algún elefante que transportaba mercancías, detenido en un semáforo. Era una ciudad tranquila de tres millones de habitantes, sin grandes almacenes ni centros comerciales, con un solo hotel de lujo en el corazón del barrio diplomático.
Sonia fue recibida con toda la calidez que podía esperarse de una familia india, aunque Rajiv no podía atenderla como hubiera querido porque el 25 de enero iba a examinarse de piloto comercial y tenía que seguir acumulando horas de vuelo y estudiar. Pero sus primos y amigos, y hasta Indira Gandhi, se volcaron para que su estancia fuese lo más agradable posible. Aunque dormía en casa de los Bachchan, pasaba gran parte de la mañana en casa de su prometido. En aquella época, la primera ministra vivía sin apenas medidas de seguridad. Recibía a la gente todas las mañanas a las puertas de su casa con la simple presencia de un guardia. Sus hijos tampoco tenían escolta, excepto en ciertos eventos considerados arriesgados.
Amigos y familiares se turnaron para enseñarle a Sonia la ciudad, llena de parques y jardines, de monumentos antiguos y de edificios soberbios que habían sido levantados por los ingleses cuando en 1912 habían decidido cambiar la capital de Calcuta a Delhi. Trazaron una ciudad nueva en la que plantaron miles de árboles. Desde tiempos inmemoriales, la vegetación había sido la obsesión de los gobernantes de Delhi. Algunos jardines decoraban mausoleos y tumbas con la idea de que los muertos se sintiesen felices y en paz, otros habían sido concebidos como actos de caridad para el pueblo, y otros los habían hecho los reyes para uso y disfrute propio. A Rajiv le gustaba especialmente pasear por los jardines de Lodh al atardecer, con sus estanques y sus hileras de palmeras gigantescas que rodean la tumba de Mohamlned Shah, un precioso monumento de estilo indomogol que conservaba restos del alicatado turquesa y de la caligrafía original que lo ornamentaban. Era un lugar popular donde las parejas de enamorados podían disfrutar de un momento de tranquilidad y de cierta privacidad. En su moto Lambretta le mostró también la Nueva Delhi imperial, y las vistas espectaculares que los arquitectos británicos habían concebido para impresionar e intimidar a la población local. La que admiró Sonia desde el arco de triunfo de la Puerta de la India, donde arde una llama eterna en memoria de los soldados indios muertos en las dos guerras mundiales, era grandiosa. Como lo era el imponente edificio de South Block, mezcla de estilo mogol y neoclásico donde, del otro lado de la fachada decorada con bajorrelieves de flores de loto y elefantes, se encontraba la oficina de Indira Gandhi, y sobre todo el Palacio de la Presidencia de la República, otrora el palacio del virrey británico, un elegante edificio de arenisca beige y roja coronado por una vasta cúpula de cobre, de exquisitas proporciones y considerado por muchos como uno de los edificios más bellos del siglo xx.
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