Javier Moro - El sari rojo
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El presidente Johnson sucumbió a los encantos de Indira. Desbloqueó la ayuda norteamericana, que había sido interrumpida a raíz de la rápida guerra con Pakistán, y emplazó al Banco Mundial a prestar dinero a la India. El único punto de desacuerdo durante la visita fue cuando Johnson quiso sacarla a bailar después del banquete oficial. Indira se negó, no quería ni pensar en la reacción de la prensa india ante una foto de la «socialista hija de Nehru bailando -enjoyada con el presidente gringo». Le explicó a Johnson que podría hacerla muy impopular, y él lo entendió. «No quiero que nada malo le ocurra a esta chica», dijo a su jefe de gabinete con su fuerte acento tejano que le hacía parecer permanentemente acatarrado, antes de prometer a Indira tres millones de toneladas de alimentos y nueve millones de dólares de ayuda inmediata. Aquel viaje fue el primer gran éxito de la flamante primera ministra, aunque confesó a uno de sus hombres de confianza: «Espero no encontrarme nunca más en una situación semejante.»
Sonia vivía todo esto desde la distancia, con cierta aprensión porque eran cambios espectaculares, y muy pub licitados. Los medios italianos divulgaron ampliamente la noticia del acceso de Indira Gandhi al poder, y el matrimonio Maino pudo ver en su televisor, desde el salón de Via Bellini el rostro de la madre del pretendiente de su hija con todo lujo de detalles. Pero el hecho de que fuese ahora primera ministra no parecía ablandarles. Al contrario, Stefano le vio las orejas al lobo. Para él, eso aumentaba el riesgo, hacía la empresa aún más descabellada. Todo lo que rodeaba a esa señora corría peligro, lo tenía muy claro. ¿No habían matado al propio Gandhi? Esos países eran demasiado impredecibles… Paola, sin embargo, no podía disimular una cierta satisfacción. Su hija no se había enamorado de un cualquiera. De alguna manera, Sonia les había quitado la pátina de paesani, les había «ennoblecido», aunque no por eso estaba dispuesta a que esa historia de amor prosperase. Tampoco ella quería perderla.
Rajiv volvió satisfecho de su viaje a Estados Unidos, aunque fue demasiado corto y estuvo demasiado saturado de actos oficiales como para disfrutarlo como le hubiera gustado. Desde niño, la política siempre había significado lo mismo para él: interminables sesiones de fotos con su madre, tener que escuchar durante largas cenas conversaciones aburridas, ser siempre muy educado, llevar corbata, decir sí a todo, etc. Estaba cada vez más convencido de que lo suyo era una vida alejada de todo ese trajín, una existencia discreta y tranquila junto a la mujer que le quitaba el sueño. También él quería huir de sí mismo, de sus raíces, del peso de la tradición familiar que, intuía, podía un día aplastarlo. Confiaba secretamente en que el destino que sus apellidos marcaban nunca le alcanzaría.
En octubre de 1966, pidió el coche prestado a su hermano para ir a ver a Sonia; el viejo Volkswagen se había deteriorado tanto que lo había vendido por cuatro libras. Además el coche de Sanjay era más apropiado para un viaje tan largo. Era un Jaguar antiguo, un modelo que su hermano había adquirido gracias a sus contactos en la Rolls- Royce a un precio excepcional porque no funcionaba. Sanjay lo había arreglado pacientemente hasta conseguir que arrancase de nuevo. Al contrario que su hermano, a Rajiv no le gustaba presumir, y entrar con ese coche en Orbassano le daba hasta vergüenza pero por otro lado pensó que más valía presentarse así, como alguien pudiente y no como un mochilero. De esa guisa tendría más posibilidades de impresionar favorablemente a los padres de Sonia.
Ella estaba expectante ante su llegada; llevaba meses sin verlo y la espera se hacía eterna. Sus hermanas y amigas también estaban nerviosas. No todos los días llegaba a esa ciudad dormitorio del extrarradio de Turín un príncipe indio dispuesto a llevarse a su cenicienta… La curiosidad era enorme, incluida la de sus padres, que le habían invitado a cenar ese mismo día, aunque todos hacían como si nada.
La llegada de Rajiv en su Jaguar fue una auténtica conmoción en el vecindario. ¿Quién sería ese inglés rico que venía a ver a la hija Maino?, se preguntaban entre murmullos. El desconcierto era aún mayor porque su aspecto no cuadraba con su automóvil. «Parece siciliano», bromeaba un compañero de Sonia. «Con ese cochazo, podría ser un terrone de la camorra», comentó otro. Rajiv llegaba desaliñado y con barba de varios días porque había dormido en el coche para ahorrarse habitaciones de hotel. Sonia no supo si era el cansancio o la perspectiva de la cena, o los recientes acontecimientos que habían catapultado a su madre a la escena internacional, pero le notó preocupado cuando por fin pudo abrazarlo, en una calle desangelada de Orbassano donde se habían citado la mañana de su llegada.
– Voy a tener que volver a la India -le confesó en cuanto se hubo calmado la pasión del reencuentro.
– Entonces… ¿tú licencia de piloto?
– Me la sacaré allí. De todas maneras, no tengo dinero para sacármela en Inglaterra. Lo que me preocupa de todo esto es estar tan lejos de ti.
Había otra razón, y es que su madre le había pedido que volviese.
– Está muy sola. Tiene unos problemas enormes -le confesó a Sonia.
Le explicó que nada más volver de Estados Unidos, la oposición la atacó con saña, acusándola de haber caído bajo la influencia de los americanos y de abandonar la política de no-alineamiento de su padre… Pero no sólo la oposición, sino los que la habían elegido para el puesto de primera ministra, los jefes de su propio partido también. Estaban molestos por la manera en que Indira encaraba los problemas, directamente, saltándose la jerarquía del partido, como en el caso de la escaramuza pakistaní. Un viejo colega de Nehru había lanzado una dura diatriba contra Indira en el Parlamento cuestionando no tanto la ayuda como las condiciones que los americanos habían impuesto para entregarla. Entre ellas estaba la de devaluar la rupia, una medida muy impopular que Indira tomó a pesar de tener a todo el país en contra, demostrando así que no era una imitación de su padre, que era capaz de administrar una amarga medicina a la nación si creía de verdad en ello, y que no le debía nada a nadie. Pero el resultado es que estaba en su punto más bajo, mientras las predicciones sobre el futuro de la India se hacían cada vez más sombrías. Prevalecía la idea de que únicamente la personalidad y el ejemplo de Nehru habían conseguido mantener a la India unida y democrática, pero que ahora, con las sequías sucesivas, las innumerables y pequeñas rebeliones étnicas, la tensión con Pakistán y el liderazgo de Indira, el país estaba al borde de la desintegración.
– Y culpan a mi madre por ello -dijo Rajiv-. Como si fuera ella responsable de que haya habido tres años de sequías y la gente se muera de hambre… El caso es que tengo la impresión de que la estoy abandonando y no me gusta.
Escuchar a Rajiv hablar de su madre representaba para Sonia su peculiar iniciación a la política india. No era consciente de ello, pero entraba en contacto con conceptos e ideas que siempre le habían parecido muy lejanos e incomprensibles, y que pronto se convertirían en algo tan familiar como en su casa era comentar los resultados del Juventus o la pasarela de la moda de Milán. Empezaba a darse cuenta de que no se podía vivir cerca de alguien como la madre de Rajiv sin que ello afectase a la vida de todos los que la rodeaban, ella incluida. Pero era todavía algo demasiado nebuloso y lejano como para alterarla. Cada batalla a su tiempo. La de ahora era vencer la resistencia de sus padres.
Sonia acompañó a Rajiv a casa de un amigo que se ofreció a alojarlo, y luego le mostró su pueblo. Tomaron sendos capuccini en el bar de Nino, caminaron por las calles del centro, y se detuvieron en el bar de Pier Luigi. Aparte de llevar su establecimiento, Pier Luigi era un radioaficionado en sus horas libres, un hobby al que Rajiv también quería dedicarse. Lo había descubierto en sus estudios de vuelo y, aparte de la atracción por la magia de la electrónica, también veía en ello una manera de comunicarse con Sonia desde la distancia. La desesperación de encontrarse un día tan lejos de ella le hacía soñar con cualquier posibilidad de colmar ese vacío.
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