Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Era una propuesta razonable, pero el amor entiende poco de razones. A los veinte años, esperar es una tortura. Las huelgas de Correos, tan frecuentes en Italia, se convirtieron ese año en el mayor enemigo de Sonia. Rajiv seguía escribiendo todos los días, contándole la felicidad que sentía aprendiendo a volar sobre la campiña inglesa. Lo hacía en un biplano, un Tiger Moth, un modelo de los años treinta, un avión ágil y sensible que le proporcionaba horas de intenso placer. La meta era volar solo, y para conseguirlo debía acumular un mínimo de cuarenta horas con un instructor. Ése era el requisito indispensable para examinarse luego de piloto civil, y seguir escalando peldaños hasta conseguir ser piloto comercial.

Rajiv tenía pensado hacer un viaje a Orbassano. Quería convencer al padre de Sonia para que la dejase viajar a la India. «Quiero que vayas a la India -le escribió- y te quedes con mi madre, sin mí, para que puedas ver las cosas como realmente son, y en lo que a ti respecta, en su peor luz porque yo no estaré y no tendrás a nadie en quien confiar. Así conocerás el país y la gente… No quiero arrastrarte a nada sin que sepas todo lo que ello implica. Me sentiría responsable si, más tarde, algo sale mal y te sientes herida de alguna manera -en los sentimientos o en otra cosa. No quiero tener que pedirle cuentas a nadie salvo a mí mismo, por eso no quiero mentir ni engañarte.» La carta mostraba una cierta altura moral y Sonia se sintió conmovida, aunque pesimista en cuanto a la probabilidad de que su padre aprobase ese plan.

Para costearse el viaje a Italia, Rajiv se vio obligado a conseguir más dinero: «Siento mucho no haberte podido escribir antes, pero he conseguido trabajo de albañil en una obra -decía en otra de sus cartas-. He estado trabajando hasta diez horas al día, más hora y media de desplazamiento, de modo que al volver a casa estaba muerto. Tengo tantas agujetas que sólo puedo escribirte muy despacio.» Eran cartas llenas de cariño, de ilusión por el futuro, aunque las últimas revelaban un gran temor. Rajiv estaba preocupado por las noticias que le llegaban de la India. El primer ministro había muerto de un ataque al corazón mientras estaba de visita oficial en la Unión Soviética para firmar un tratado de paz con Pakistán, después de una corta guerra. «India vive una situación muy convulsa, muy mala… -le escribió a Sonia-. Tengo el presentimiento de que mucha gente va a querer que mi madre sea primera ministra. Espero que no acepte, la acabará matando.»

Rajiv tenía razón. La camarilla que controlaba el Partido del Congreso quería a su madre de primera ministra: «Conoce a todos los líderes mundiales, ha recorrido el mundo con su padre, se ha criado junto a los héroes de la lucha por la independencia, tiene una mente racional y moderna y no se identifica con ninguna casta, estado o religión. Pero sobre todo, nos puede hacer ganar las elecciones de 1967», escribió un jefe del partido. Había otra razón, más poderosa aún: la querían en ese cargo porque la creían débil y pensaban que era maleable. Los viejos mandamases del partido estaban convencidos de que podrían seguir en los puestos clave, disfrutando del privilegio de tomar decisiones sin la responsabilidad de tomarlas. El mejor de los mundos. En realidad, no conocían a Indira Gandhi. A sus cuarenta y ocho años, ni ella misma se conocla aun.

La víspera de su elección como jefa del gobierno, la máxima autoridad del segundo país más poblado del mundo, Indira había escrito a Rajiv una carta diciendo que no conseguía quitarse de la cabeza un poema de Robert Frost que resumía bien la encrucijada en la que se encontraba: «Qué difícil es no ser rey cuando está en ti y en la situación.» También le contaba en la carta que al amanecer de ese día visitó el mausoleo del Mahatma Gandhi para impregnarse de la memoria de quien había sido su segundo padre. Luego fue a Teen Murti House, ahora museo nacional, y se quedó largo rato en la habitación donde Nehru había muerto. Necesitaba sentir su presencia. Recordó una de sus cartas cuando ella tenía quince años: «Sé valiente, y el resto vendrá solo.» Bien, el resto había llegado. Iba a franquear el umbral de una nueva existencia, una vida para la que en el fondo siempre había estado preparándose, aunque no lo admitiese conscientemente.

Después de la muerte de su padre, había soñado con retirarse del mundo. Jugó con esa idea durante un tiempo, hasta pensó en alquilar un pisito en Londres y buscarse un trabajo allí de lo que fuese, quizás de secretaria en alguna institución cultural. Huir de sí misma, eso es lo que buscaba. Pero pronto la realidad la alcanzó, y no pudo seguir soñando con su propia libertad. Tenía que resolver problemas concretos. Se había quedado sin casa y de su padre había heredado sus objetos personales y sus derechos de autor, poca cosa. Nehru había estado comiéndose su capital, porque su salario de primer ministro no le alcanzaba para sus gastos de representación, y no era de los que metían la mano en las arcas del Estado. Es cierto que Indira heredó la antigua mansión de Anand Bhawan en Allahabad, pero entrañaba tantos gastos que mantenerla suponía una carga importante. Además tenía dos hijos estudiando en Inglaterra. ¿Cómo costear todo eso? ¿Retirándose del mundo? Se dio cuenta de que era una quimera, un capricho. Su vida había estado demasiado dominada por la política como para poder retirarse tan joven. Todos los días venía gente a verla, gente de toda clase y condición, como lo hacían cuando vivía su padre. Las mismas multitudes que se congregaban en Teen Murti House ahora venían a verla a ella. Venían a saludarla, a exponer sus quejas, a que ella les escuchase, les dijera unas frases, mostrase interés por sus agravios. Eran los pobres de siempre, los pobres de la India eterna y antigua, los mismos pobres en nombre de los que Gandhi y su padre habían luchado. Indira no iba a dejarlos tirados, hubiera sido insultar la memoria de Nehru. Al contrario, los recibió y escuchó con atención lo que le querían decir. Fueron ellos quienes de verdad consolaron su corazón herido. De ellos fue sacando fuerzas para salir adelante, para encontrar un sentido a su vida. Aquellos pobres le hicieron darse cuenta de que lo que había heredado de verdad había sido el poder de su padre.

La presencia de Nehru la sentía también al entrar en el edificio del Parlamento, en el centro ajardinado de Nueva Delhi, un gigantesco edificio circular de arenisca roja y beige con una veranda llena de columnas. En su interior, bajo una cúpula de treinta metros de altura, los representantes del pueblo la eligieron por 355 votos contra 169. Su partido votó en masa por ella. En su breve discurso, les dio las gracias. «Espero no traicionar la confianza que habéis depositado en mí.» Estaba radiante, muy consciente de que su cita con el destino había llegado. Iba a tomar posesión de esa «ancha extensión de humanidad india» según la descripción de Nehru.

La residencia que le fue asignada se encontraba en el mismo barrio de Nueva Delhi que la antigua mansión palaciega. El número 1 de Safdarjung Road era una típica villa colonial con muros pintados de blanco, rodeada de un buen jardín y con cuatro habitaciones de las que convirtió dos en despacho y una en sala de recepción. Dejó claro que todos los días entre las ocho y las nueve de la mañana la casa estaría abierta a todos, sin importar la posición ni el estatus social. Era el mismo horario que Nehru había dedicado a la misma tarea.

Indira explicó a Rajiv las razones que la habían impulsado a aceptar la candidatura. En sus meses al frente del ministerio de Información, se había visto arrastrada a enfrentarse a una crisis nacional grave que no dependía de la jurisdicción de su propio ministerio. La crisis la pilló de vacaciones en Cachemira, la bellísima región de donde los Nehru eran oriundos. Nada más llegar, se enteró de que tropas pakistaníes, disfrazadas de voluntarios civiles, se disponían a capturar la capital, Srinagar, para fomentar una revuelta pro pakistaní entre la población. Indira desobedeció la orden del primer ministro de regresar inmediatamente a Delhi. No sólo permaneció en Cachemira, sino que voló hacia el frente cuando estallaron las hostilidades. «No daremos un centímetro de nuestro territorio al agresor», proclamó en una gira por las ciudades del norte. La prensa alabó su gesto: «Indira es el único hombre en un gobierno de ancianas», rezó un titular. Los corresponsales que la seguían estaban asombrados de comprobar cómo Indira era recibida en todas partes por enormes multitudes que gritaban su entusiasmo. El ejército pakistaní fue derrotado. La India, e Indira, salieron victoriosos, dando lugar a la idea que más tarde se adueñaría de la imaginación popular: «India es Indira; Indira es la India.»

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