Javier Moro - El sari rojo
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Durante treinta años, Nehru recorrió la India a pie, en carros de bueyes, en tren, galvanizando a la población. Pero si Gandhi soñaba con una India de aldeas que viviesen en autarquía, una India sin discriminación de castas pero profundamente religiosa, Nehru lo hacía con una India liberada de sus mitos y de la miseria por la industria, la ciencia y la tecnología. Para Gandhi, ésas eran precisamente las desgracias de la humanidad. Para Nehru, eran su salvación.
Sus diferencias de opinión y de visión nunca pusieron en jaque la amistad y el profundo respeto que ambos hombres se profesaban. Estaban de acuerdo en lo fundamental; conseguir una India unida e independiente sin derramamiento de sangre. Nehru estaba convencido de que Gandhi era, aparte de un santo, un genio. Valoraba su extraordinaria habilidad política, su arte de hablar con gestos que llegaban al alma del pueblo. Cuando ambos se reencontraban, charlaban largo rato, intercambiaban puntos de vista, evaluaban los últimos avances en la lucha, o los últimos reveses. Discutían sobre estrategias, se enfadaban, luego se reían o simplemente meditaban. Gandhi siempre dejó claro que la antorcha de su combate pasaría un día por las manos de Nehru, y le aupó a la presidencia del Partido del Congreso en tres ocasiones.
Indira se crió en ese ambiente donde la frontera entre la vida familiar y la vida política era inexistente. A Gandhi le contaba sus confidencias de chiquilla, le decía lo mucho que extrañaba a su padre, le hablaba de su soledad, de sus complejos por ser una niña feúcha. Nehru pasó un total de nueve años encerrado, interrumpidos por cortos periodos de libertad. La vida familiar se resentía tanto de ello que una vez Indira tuvo que decirle a un visitante: «Lo siento, pero mi abuelo, mi padre y mi madre están todos en la cárcel.»
Desde la muerte de Nehru, a Indira le venían a la memoria recuerdos antiguos de su niñez, cuando se disfrazaba de Juana de Arco y emulaba a su padre diciendo: «Algún día conduciré mi pueblo hacia la libertad», mientras arengaba a una multitud imaginaria. O como cuando cometió su «primera acción política») como lo llamaría más tarde, que fue agredir a un policía inglés que irrumpió en la casa de Anand Bhawan para embargar objetos y muebles porque, por principio, su padre y su abuelo, así como los miembros del partido, se negaban a pagar fianza cada vez que eran arrestados. Quiso ingresar en el Congress a los doce años, pero como no era la edad reglamentaria, fue rechazada. Reaccionó a su manera, como lo haría más tarde en la vida, cogiendo el toro por los cuernos. Reunió en los jardines de aquella mansión a varios centenares de niños del barrio. Indira se dirigió a ellos como lo hubiera hecho su padre, conminándoles a luchar por la liberación de la patria a pesar de los peligros. Así creó el «ejército de los monos», que eran niños que hacían labores de espía, pegaban carteles, confeccionaban banderas y se infiltraban detrás de las líneas policiales para pasar mensajes a miembros del partido. Su ejército llegó a contar con varios miles de niños que prestaban un apoyo substancial a los que luchaban. ¡Qué feliz se sentía cuando su padre se mostraba orgulloso de ella…!
Sus relaciones estuvieron siempre marcadas por el sufrimiento de la distancia, que sólo las cartas conseguían mitigar: «Quiero que aprendas a escribir cartas y que vengas a verme a la cárcel. Te echo mucho de menos», le escribía Nehru cuando ella apenas tenía seis años. Para su decimotercer cumpleaños, Nehru le escribió: «¿Qué regalo puedo mandarte desde la cárcel de Naini? Mis regalos no pueden ser materiales ni sólidos. Sólo pueden estar hechos de aire, de la mente y del espíritu, como los que te concedería un hada, cosas que ni siquiera los altos muros de una prisión podrían retener.»
Indira buceó en esas cartas -fueron cientos de cartas, una correspondencia emotiva e interesante, porque ambos escribían muy bien- para preparar la exposición conmemorativa, ésa que venía a inaugurar a Londres. Quería resaltar la faceta compasiva de su padre así como su increíble valor y entereza con ayuda de fotos y objetos e ilustrarlos con leyendas extraídas de sus escritos y discursos. De todos los proyectos que había emprendido desde el Ministerio de Información que ahora dirigía, en éste se volcó con especial devoción. No sólo por la cuestión sentimental, sino porque pensaba que dar a conocer y exaltar la memoria de Nehru era importante para el mundo y para la India en particular, una nación nueva necesitada del ejemplo de líderes que forjasen su unidad.
Rajiv acompañó a Sonia a visitar la exposición sobre Nehru. Era una manera de introducir a la joven italiana en la compleja historia de su país, una manera de explicarle quiénes eran él y su familia. Sonia se detuvo largamente ante el traje de novia de la abuela de Rajiv, Kamala, y observó los utensilios rituales que se utilizan en las bodas de Cachemira. El pie de foto explicaba que la mujer también había estado en la cárcel y que murió de tuberculosis a los treinta y seis años… Sonia pensó en Indira; con un padre en la cárcel y una madre enferma… ¿Qué infancia había sido la suya?
– Triste -le dijo Rajiv-. Además mi madre también enfermó de tuberculosis. Estuvo largas temporadas encerrada en un sanatorio donde le aconsejaron que no se casase y no tuviera hijos… -Menos mal que no hizo caso… -dijo ella con una sonrisa.
– Se salvó gracias al descubrimiento de los antibióticos. Tuvo más suerte que la abuela…
Había otro sari exhibido, rojo pálido, con un festón plateado. -Ése es el sari que tejió mi abuelo en la cárcel para la boda de mi madre… Espero que algún día lo lleves tú… -le dijo con guasa.
Sonia se rió, poco convencida. No se imaginaba envuelta en esa tela, que había sido confeccionada en el interior de una celda reconstruida allí mismo para la ocasión a base de fotografías ampliadas: se veía el catre, el cuaderno en el que se podían leer frases de sus diarios de prisión, la rueca con la que Nehru había hilado ese sari en un gesto que aunaba el amor hacia la hija y el amor hacia el país… Gandhi había convertido la rueca en un símbolo de lucha por la independencia. Los ingleses habían arruinado la rica industria textil india poniendo tasas desmesuradas a los productos indios para, en cambio, vender ellos tejidos industriales fabricados en Inglaterra. La rueca era un símbolo de rebeldía, una manera de decir que no era necesario comprar productos textiles importados porque cada uno podía hilar sus propias telas. Había una carta que Sonia leyó. Estaba escrita por Nehru desde la cárcel y la dirigía a su hija, que se iba a casar: «Al principio, hilar es muy aburrido pero en cuanto te pones a ello, descubres que tiene algo de fascinante. Le dedico una media hora al día. Como no es mucho tiempo, produzco poco aunque soy bastante rápido. Desde que he empezado, hace siete semanas, he hilado casi diez mil metros. Tengo entendido que se necesitan treinta mil para un sari. Dentro de cuatro meses, ¡puede que tenga un sari para ti!»
Ese sari no era sólo un traje de novia, era también una bandera. Para Sonia, un traje de novia debía ser blanco, con velo, como los que veía todos los domingos de primavera en las novias que se casaban en la iglesia de San Juan Bautista de Orbassano. A veces olvidaba que Rajiv era indio.
Se exhibían filmaciones de las celebraciones de la independencia, que mostraban el último desfile del virrey Lord Mountbatten y de su mujer Edwina a bordo de un carruaje literalmente asediado por la multitud. «¡Llueven niños!», decía asustada Pamela, la hija de los virreyes, porque las mujeres lanzaban sus bebés al aire para evitar que la multitud los aplastase. Rajiv le contó que su madre vio cómo una mujer decidió que su bebé estaría más seguro con Lady Mountbatten y se lo pasó. Edwina lo tuvo en sus brazos largo rato. Se veía a Nehru caminando literalmente por encima de la muchedumbre, gritando para que izasen la bandera azafrán, verde y blanca de la nueva nación que incorporaba en el centro un escudo singular: una rueca. Mountbatten luchaba para apartar a niños y jóvenes medio desmayados por el barullo y ponerlos a salvo. La bandera fue recibida con un alboroto tremendo de alegría. Se escuchó un cañonazo y luego, como por arte de magia, un arco iris surgió en el cielo, dando rienda a las más variopintas interpretaciones sobre el significado de ese «acto de Dios».
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