Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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Pero la noticia de la llegada de Indira le hizo olvidar por un momento el presente. De pronto presintió nubarrones en el horizonte de su felicidad. Volvieron los miedos y se preguntaba qué futuro había en aquel romance. Era demasiado bonito para durar. Ya no dudaba de sus sentimientos; al contrario, estaba loca por Rajiv, nunca había conocido un arrebato semejante, pero intuía que la diferencia tan enorme que había entre sus orígenes acabaría por hacer mella en la relación, y podría quizás arruinarla por completo. Lo poco que sabía de la India lo había aprendido de un amigo que lo había descrito como un país lejano e inmenso poblado de encantadores de serpientes y de elefantes y anquilosado por la pobreza y el atraso. Un país que carecía de las comodidades más básicas, un país castigado por un clima implacable, un país sucio donde las vacas campaban a sus anchas y eran más respetadas que los miembros de las castas más bajas, en definitiva un país difícil y apasionante… para un antropólogo o un yogui, pero no para una chica que aspiraba a trabajar en un organismo internacional y a tener una vida familiar sin problemas. ¿Dónde encajaba Rajiv en aquel cuadro? Los Nehru, le había explicado ese amigo que tampoco estaba demasiado al corriente, eran de origen aristocrático, de Cachemira. De alguna manera dominaban la sociedad de su país, y hasta cierto punto habían estado controlando la política mundial… A su lado, ¿qué eran los Maino?, pensaba Sonia. Unos paesani, se decía a sí misma. ¿Qué podía aportarle a Rajiv la hija de un pequeño constructor de provincias italiano? Estaba segura de que la madre de Rajiv se haría la misma pregunta, y eso le provocaba una gran desazón. Sonia era consciente de que sus familias «no podían ser más distintas», según sus propias palabras. Tampoco conseguía imaginarse diciéndole a su padre que se había enamorado de un hombre de piel cetrina, que encima era indio y que además profesaba, al menos oficialmente, la religión hindú. No, ésa era una píldora que el bueno de Stefano Maino no iba a tragarse con gusto, por muy primer ministro que hubiese sido el abuelo.

Su naturaleza introvertida le impedía compartir sus temores con Rajiv. No quería romper la felicidad, que podía ser tan frágil como el cristal más fino. Con él era de una dulzura llena de reserva y los ojos con los que le miraba estaban cargados de interrogantes. Era indio, pero en sus gestos y su manera de hablar veía a un inglés. Era distinguido y a la vez se comportaba con una sencillez pasmosa. Sonia, en realidad, experimentaba un cambio extraño y definitivo que abocaba a la aceptación ciega, total, de lo que podría, a causa de Rajiv o gracias a él, ocurrirle más adelante. Sentía que en la frontera lejana de su propio ser todo había sido fijado de antemano por el destino, antes siquiera de que hubiera nacido.

Un fin de semana Sonia conoció a Sanjay, el único hermano de Rajiv, dos años menor, que estaba haciendo un curso de aprendizaje en la casa Rolls- Royce en Crewe, a tres horas de camino, y que solía ir a Cambridge a divertirse de vez en cuando. Era muy guapo, como su hermano, pero con un atractivo diferente. Sanjay tenía un rostro oval, unos labios más gruesos y sensuales y unas incipientes entradas. Al igual que su hermano, exhibía unos modales impecables y hablaba con voz suave con un perfecto acento británico. Ambos eran frugales en sus hábitos. Sanjay comía poco, pero hablaba mucho de política y le encantaban los parties. A Rajiv no le gustaba ni fumar ni beber, no le interesaba nada la política, más bien renegaba de ese mundo y prefería una cena tranquila con amigos a una fiesta ruidosa. Sanjay era más frío que su hermano mayor, no desprendía esa sensación de tranquila calidez, de buena persona que tanta seguridad daba a Sonia. Y sus miradas eran distintas. Rajiv lo hacía como acariciándote con sus ojos almendrados. Su hermano, en cambio, tenía una mirada distante, algo insolente. Se le notaba muy orgulloso de ser quien era, al revés que su hermano.

Fue un año maravilloso, quizás el más feliz de sus vidas, si por felicidad se entiende la ausencia casi total de preocupaciones y problemas. Pero el curso llegaba a su fin, y las vacaciones de verano iban a interrumpir el idilio de Cambridge.

En julio de 1965, Rajiv y Sonia se separaron por primera vez. Sonia regresó a Italia. Había llegado unos meses atrás como una chiquilla, ahora regresaba como una mujer, con la idea firme de hacer su vida con Rajiv. No sabía cómo ni cuándo, pero estaba decidida. Fue una despedida feliz e inquietante al mismo tiempo porque, si bien estaban convencidos de que volverían a encontrarse, Sonia temía la reacción de sus padres. El futuro estaba sembrado de incógnitas.

Le llenó de satisfacción darse cuenta de lo mucho que había mejorado su inglés cuando le salieron unos trabajos de intérprete en las ferias de Turín. Qué diferencia, qué soltura… Al menos, el signor Maino no había tirado el dinero. Fue una buena noticia para sus padres. La otra, la importante, no conseguía verbalizarla. Por mucho que lo ensayara mentalmente, no le salía. «Quiero deciros que estoy enamorada de un chico… ¡No, así no, es ridículo! -se decía, antes de ensayar otra manera-: He conocido a alguien muy especial y me quiero casar con él… Pero ¿cómo les voy a decir eso?», volvía a decirse desesperada. Cuando llegaba el momento de enfrentarse a ello, se quedaba paralizada. «Aunque éramos una familia muy unida -escribiría Sonia más tarde-, ellos eran muy convencionales, especialmente mi padre que era un patriarca a la vieja usanza. En aquel tipo de familias, el contacto entre chicos y chicas estaba estrictamente vigilado y controlado.»

Rajiv no entendía la reticencia de Sonia a hablar con sus padres. Ella intentaba explicarse: ¿Cómo contarles de sopetón que había estado viviendo una historia de amor apasionada todos estos meses sin haberles comunicado nada? No sabía cómo romper el hielo. «No parece que sea capaz de decírselo -escribió Rajiv a su madre-. No puedo entenderlo. Debe ser algo muy peculiar. Sólo hace lo que dice el padre.» Claro que Rajiv no conocía a Stefano Maino, nunca había visto su rostro enrojecido, sus facciones rudas de montañés, nunca había oído su voz ronca ni su tono tajante cuando algo no le gustaba.

«Me llevó mucho tiempo hacerme con el valor suficiente para hablar a mis padres de mis sentimientos hacia un chico que para ellos no sólo era un extraño sino un extranjero también,» La ocasión se produjo después de la boda de Pier Luigi, el dueño del bar-estanco en Via Frejus. Pier Luigi, que la había visto crecer, había querido que fuese testigo de su boda. Fue el gran acontecimiento del verano en el barrio. Una fiesta con música y mucha bebida en el bar, que estaba a rebosar de gente, tanta como en la cita anual que reunía ritualmente a los vecinos para ver en la televisión el Festival de San Remo.

– Estoy enamorada, le quiero -les dijo después de explicarles quién era el chico y cómo se habían conocido.

– ¿Qué edad dices que tiene?

– Veinte años…

– Es demasiado joven -terció su madre.

– ¡Y encima es de por ahí! -añadió el padre.

Tal y como se lo había imaginado, no mostraron el más mínimo entusiasmo. Reaccionaron con un desdén total, como si su hija hubiera sido presa de un ataque de locura pasajero. No había nada en aquella relación que pudiera gustarles: el chico tenía apenas dos años más que Sonia, era extranjero, pero no era inglés ni francés sino de un país que sólo salía en las noticias por sus desastres, era un terrone, como los del norte de Italia llaman a los inmigrantes del sur, con el agravante de que ni siquiera era italiano. Y tenía otro defecto importante: no era católico. Para ellos, Sonia había ahogado la inquietud de sentirse sola por primera vez en un país extranjero cayendo en brazos del primero de turno.

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