Javier Moro - El sari rojo
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A Indira le costó mucho reponerse de la muerte de Nehru, ocurrida en una calurosa tarde del 27 de mayo de 1964. En sus últimos días, ella no le había dejado ni un segundo, siempre pendiente de sus necesidades, administrándole las medicinas, supervisando su dieta, apartando las visitas. La última foto que les hicieron juntos, en la que se la ve en cuclillas a su lado, muestra una expresión de profunda tristeza y gran ternura en su rostro. Indira había pasado los últimos años pegada a él, organizándole la agenda, coordinando las visitas de dignatarios extranjeros como el Sha de Irán, el rey Saud, Ho Chi Minh o Krushchev. Había llegado hasta a hacer de canal de comunicación entre él y sus ministros. El propio Nehru, al ser nombrado máximo mandatario cuando la India se hizo independiente en 1947, le había pedido que asumiese el papel de «primera dama», ya que su esposa había fallecido tiempo atrás y él necesitaba a alguien de confianza que supiera llevarle la casa. Indira había aceptado con reticencia al principio, luego con auténtica devoción. Lo había hecho no sólo porque era una obediente hija india, sino porque su matrimonio se desmoronaba. Estaba harta de las infidelidades de Firoz, su marido. De hecho, vivían prácticamente separados desde hacía tiempo, de modo que ella y sus hijos se instalaron en Teen Murti House, la bonita residencia del primer ministro de la India en el centro de Nueva Delhi. Lo primero que hizo Indira fue descolgar la colección de retratos de héroes imperiales y mandarlos al Ministerio de Defensa. Luego, los reemplazó por artesanía india, y trocó las gruesas cortinas francesas por visillos de algodón crudo, el tejido que la rueca de Gandhi convirtió en símbolo de autarquía. Arregló el cuarto de su padre con una cama baja rodeada de sus libros y fotografías favoritos. Un día confesó que le hubiera gustado ser decoradora de interiores, pero el destino le tenía reservado otro papel.
Si la muerte de Nehru había privado al mundo de un gigante -había sido el líder indiscutible del movimiento de países no alineados que agrupaba a más de la mitad de la población mundial-; si había dejado a la India sin el símbolo de su lucha por la libertad y sin primer ministro, y al Partido del Congreso sin su máxima autoridad, a su hija Indira la había dejado en medio de un inmenso cráter, como si su muerte hubiera sido una bomba que hubiera arrasado todo a su alrededor. Nehru había sido la presencia y la fuerza dominante en su vida, el faro que había guiado sus pasos. Quizás esa pasión por su padre era consecuencia de lo mucho que le había echado de menos de niña, ya que él pasó casi más tiempo entre rejas que en casa debido a su activismo político. Pero cuando volvía, su presencia llenaba de alegría la mansión familiar de Anand Bhawan, en Allahabad. Ya entonces era una leyenda de carne y hueso, siempre relajado, por mucha tensión que hubiera a su alrededor, con un rostro que parecía esculpido por un cincel, un cuerpo bien proporcionado, una mirada tímida e inquisitiva al mismo tiempo, una risa franca y una elegancia natural que resaltaba llevando una rosa en el ojal del tercer botón de su sherwani. Su gran cultura, su afilado sentido del humor y sus dotes de orador le granjeaban la simpatía allí donde se encontrara. Se desenvolvía con la misma facilidad en los salones de la alta sociedad que en las cárceles de su graciosa majestad. Llegó a tener de interlocutores desde sus profesores de Cambridge a jefes de gobierno y virreyes, desde el mismísimo rey emperador de Inglaterra -y sus carceleros- a jefes tribales de Afganistán.
Después de que su padre, el gran Motilal, le dejase solo a los trece años en el internado de Inglaterra, Nehru se quedó siete años aprendiendo Ciencias Políticas e interesándose por los últimos avances tecnológicos. Volvió de Inglaterra en 1912, transformado en un caballero británico. Empezó a trabajar en el bufete de su padre, y éste se mostró muy satisfecho con los sustanciales ingresos que ahora le proporcionaba su hijo. El resto del tiempo lo repartía entre la biblioteca del Colegio de Abogados y la institución que no podía faltar en la India colonial, el club, donde pasaba largas y tediosas horas sentado en los sillones chester de los salones sobrecargados discutiendo temas legales con viejos miembros de la administración británica. Una vida aburrida, según el propio Nehru, que cambió a raíz de un hecho aparentemente insignificante, cuando recibió la visita de un grupo de campesinos que le pidieron ayuda contra unos terratenientes que usaban métodos crueles y expeditivos para expulsarlos de sus legítimas tierras. Nehru accedió a acompañarlos a su aldea para dilucidar el caso. Fue un viaje de tres días que le transformó de abogado tímido y engreído que, según sus palabras, desconocía las condiciones en las que la gran mayoría de indios vivían y trabajaban, a revolucionario. «Viéndoles con su miseria y desbordante gratitud, sentí una mezcla de vergüenza y dolor -escribió-, vergüenza de mi vida fácil y cómoda y del politiqueo de las ciudades que ignora a esta vasta multitud de hijos e hijas semidesnudos de la India, y dolor ante tanta degradación e insoportable pobreza.»
A esto se unió la noticia que le llegó de la ciudad santa de Benarés, a orillas del Ganges-. Mohandas Gandhi, ese abogado que todavía era un desconocido, había causado una auténtica conmoción al hacer un discurso incendiario contra la desigualdad y a favor de los pobres con motivo de la inauguración de la Universidad Hindú. «La exhibición de joyas que nos ofrecéis hoyes una fiesta espléndida para la vista -había dicho a un auditorio compuesto por autoridades coloniales y aristócratas indios-, pero cuando la comparo con el rostro de los millones de pobres, deduzco que no habrá salvación para la India hasta que os quitéis esas joyas y las depositéis en manos de esos pobres.» La audiencia reaccionó con indignación. Príncipes y dignatarios abandonaron el claustro de la universidad. Sólo los estudiantes aplaudieron las palabras de Gandhi. Pero el eco de esa intervención retumbó en la India entera, y Jawaharlal Nehru quiso conocerle.
«Era como una corriente potente de aire fresco -escribiría Nehru de Gandhi-; como un rayo de luz que atravesaba la oscuridad; como un torbellino que lo cuestionaba todo, pero sobre todo la manera en que funcionaba la mente de la gente. No venía de arriba, parecía emerger de entre los millones de indios, hablando su idioma e incesantemente desviando la atención hacia ellos y a sus acuciantes necesidades.» Su fuerza se resumía en un concepto que acuñó en 1907 cuyo nombre derivaba del sánscrito, satyagraha, que significa la fuerza de la verdad, y cuyo propósito implicaba la idea de una energía poderosa pero no-violenta para transformar la realidad. Para las masas indias, satyagraha representaba una alternativa al miedo. Fue el poeta bengalí y premio Nobel de literatura, Rabindranath Tagore, quien otorgó a Gandhi el título por el que sería conocido. Tagore le llamó Mahatma: «alma grande».
Pero la gran alma necesitaba a un gran lugarteniente. En eso se convirtió su discípulo y amigo Nehru, y a pesar de que no tenían nada en común, la combinación de fuerzas que surgió de aquella intensa amistad acabaría cambiando el mundo. Porque Gandhi era un hombre de fe, de religión; Nehru era un racionalista, un producto sofisticado de Harrow y Cambridge que apenas hablaba los idiomas autóctonos de la India. Sus años en Europa le hacían ver como ridículas muchas costumbres de sus compatriotas, como la de no salir de casa en días considerados poco propicios. En el país más religioso del mundo, era un ateo que despreciaba a los santones y a los yoguis, responsables según él del atraso, de las divisiones internas y del dominio de los colonizadores extranjeros. Gandhi le encontraba demasiado gentleman para su gusto e hizo con él lo que hizo con otros miembros de las clases altas. Los mandó a las aldeas a reclutar nuevos miembros para el Partido del Congreso y de paso a conocer el verdadero rostro de su patria. La mayoría no había visto nunca la pobreza de sus propios compatriotas. Pero ésa fue la belleza del movimiento de Gandhi: puso en contacto a las clases altas con las más bajas, que empezaron a existir a ojos del resto de la sociedad. Por primera vez, la India era presa de un amplio movimiento popular que rechazaba la manera de vivir impuesta desde la lejana Londres.
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