Javier Moro - El sari rojo
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Rajiv le hablaba de todo un poco, mezclándolo todo, volcando en desorden recuerdos con deseos, añoranzas con esperanzas, anhelos con pesares. Sonia entendió que, más allá de la diferencia de raza o de nacionalidad, ese chico pertenecía a un mundo al que ella nunca había tenido acceso, ni siquiera mero conocimiento. Más que el hecho de ser de la India, lo que más le separaba de él era la órbita en la que él giraba, tan lejos de la vida de clase media de una italiana de Orbassano como la Tierra de la luna. Todo les separaba, y sin embargo, y quizás por eso mismo, la atracción mutua era todavía más fuerte. Ella simbolizaba para él todo lo que ansiaba: tener una vida normal. No era india, no era inglesa, no era identificable en ningún peldaño de la jerarquía social. Ella representaba el anonimato de la clase Inedia; en otras palabras, la libertad, que es lo que más podía desear un chico de veintiún años que había crecido en una jaula dorada.
Le contó su pasión por la fotografía, por músicos de jazz como Stan Getz, Zoot Sims y Jimmy Smith, aunque también apreciaba a los Beatles y a Beethoven. Pero su auténtica pasión era volar, y había surgido a los catorce años, el día en que su abuelo Nehru le llevó a dar una vuelta en planeador: «El sonido del viento, la sensación de total libertad, la impresión de que estás fuera de todo… es algo fantástico. Me enganché para siempre.» y la belleza de volar sobre las llanuras del norte de la India, con sus ríos sinuosos, sus pueblecitos rodeados de campos verdes y pardos donde el más mínimo pedazo de tierra está cultivado… A raíz de esa experiencia se hizo miembro del Aeroclub de Delhi y cada vez que volvía de vacaciones, salía en planeador a darse una vuelta y a olvidarse del mundo. Ahora tenía ganas de probar el vuelo con motor y jugaba con la idea de hacerse piloto.
A Sonia, este chico le abría las puertas de un mundo desconocido y que brillaba como las estrellas en el firmamento. Era un chico cálido, práctico y a la vez un poco soñador, y sobre todo le inspiraba confianza. Hablaba con total naturalidad, y no presumía de nada porque no lo necesitaba. Era lo contrario de un fanfarrón, lo contrario del típico ligón italiano que tan bien conocía. Caminando junto a él, le parecía de pronto que esas calles no eran las de siempre, que estaba en otra ciudad mucho más bonita que la que había conocido hasta entonces. Rajiv la hacía soñar, la sacaba de su concha, le hacía olvidarse de sí misma y de la nostalgia que había sentido hasta entonces. Esa noche al dejarla en su casa él se le declaró a su manera un poco torpe, diciéndole que era la primera chica que le había gustado de verdad, y que esperaba que fuese la única. Lo dijo con tanto candor que era difícil no creerle.
Pero aun así, Sonia siguió luchando por quitárselo de la mente, porque era testaruda y porque su corazón oscilaba como un péndulo, desgarrado entre la razón y el deseo. Presa de un torbellino de sentimientos contradictorios, sentía vértigo como si se encontrase frente a un precipicio, titubeando, con miedo a caer. ¿Qué pinto yo en el mundo de ese chico? ¿Qué tengo yo que ver con un niño mimado al que su célebre abuelo paseaba en planeador? ¿Por qué me dejo deslumbrar? Sonia se jactaba de tener los pies en la tierra, y los tenía. Pero cuanto más se obsesionaba, más distante se mostraba con él, y esa aparente frialdad era para él un acicate aún mayor para seducirla. La realidad era que pensaba en él día y noche, como si se hubiera convertido en su propio aliento. Cuando no estaba con él, buscaba la compañía de las chicas de su clase con el solo fin de hablar de él y de su encanto arrebatador. El sentimiento que la embargaba le sirvió de estímulo para aprender inglés más rápidamente y mejor, tal era la necesidad de estar a la altura, de no perderse los matices de la conversación con Rajiv y sus amigas. ¡No hay como el amor para aprender bien un idioma!, se dijo sorprendida al notar que de repente entendía una conversación, un noticiero, un artículo en el periódico.
Pero era agotador vivir siempre a la contra, cuestionar esa atracción que la llenaba de esperanza y, un momento después, de dudas y temores. Cansada de ese vaivén que la llevaba de la euforia a la melancolía, un día dejó de luchar y se abandonó en sus brazos, cuando todavía retumbaba en sus oídos la música de Gerry Mulligan desde el interior de un bar de la concurrida Sydney Street.
5
Del brazo de Rajiv, la vida adquiría otro tono, otro sabor. Los paseos por el río en una batea que llevaba él como un auténtico gondolero por detrás de los colleges, las vistas desde lo alto de la iglesia de St. Mary que disfrutaban sentados en el césped y comiendo un sándwich, el olor de los parques después de la lluvia… Lo más anodino cobraba un relieve inesperado. "Alguna noche acudieron a Les Fleurs du Mal a escuchar música en vivo y a bailar twist, el ritmo que hacía furor en la época y que Sonia bailaba muy bien. Cambridge era de pronto la ciudad más romántica del mundo, y ya no quería estar en ningún otro lugar para disfrutar del presente. Un presente que consistía en verse todos los días, ir en bicicleta de casa de uno a casa del otro, ir de pícnic, hacer planes de fin de semana… Rajiv era muy aficionado a la fotografía y pronto él, su cámara Minox y Sonia formaron un trío inseparable; había encontrado a su musa perfecta y no paraba de retratarla. El romance alcanzó tal intensidad que el dueño del Varsity, Charles Antoni, dijo que nunca había visto «una pareja tan enamorada… parecía de novela».
El presente también era viajar en el Volkswagen Escarabajo que Rajiv terminó comprando a su amigo por un puñado de libras. Recorrieron la campiña inglesa, visitaron Londres y disfrutaron de una libertad que en ese momento parecía no tener fin. Cuando se les rompió el parabrisas, seguían usando el coche pero envueltos en mantas.
Rajiv vivía como cualquier estudiante inglés, trabajando en sus vacaciones para conseguir dinero extra. Había sido vendedor de helados, otro año había trabajado en la recolección de la fruta, cargando camiones o haciendo el turno de noche en una panadería. «Cambridge me dio una visión del mundo que no hubiera tenido nunca si me hubiera quedado en la India», recordaría Rajiv más tarde. En Sonia encontró una perfecta aliada. Ella era enemiga de las estridencias y las extravagancias y aspiraba a lo que había conocido, a una vida tranquila y estable sin sobresaltos ni sustos. Si Sonia percibía la diferencia tan grande que le separaba de él, también vio los puntos que tenían en común. Ambos eran de naturaleza tímida y no buscaban protagonismo de ningún tipo. Ni las mieles del éxito ni la notoriedad les llamaban la atención, más bien al contrario, era algo de lo que más valía huir. «No les interesaba el mundo exterior ni la vida mundana… Valoraban ante todo la privacidad», diría Christian. Ambos tenían un concepto muy parecido de la vida familiar, quizás porque en sus respectivas culturas la familia es el valor supremo. Rajiv carecía de ambición política, le gustaban las cuestiones técnicas y las actividades manuales. Le confesó que si había hecho el esfuerzo de ingresar en el Trinity College, había sido por complacer a su abuelo, que había estudiado allí y que albergaba la ilusión de que uno de sus nietos siguiese sus pasos. Pero ahora que había muerto Nehru, Rajiv estaba pensando seriamente en dejar el Trinity College y dedicarse a su verdadera vocación, ser piloto de avión. No sabía todavía cómo decírselo a su madre.
Lo que sí supo decirle por carta a Indira, en marzo de 1965, mes y medio después del encuentro en el Varsity, es que había conocido a Sonia: «… Siempre me preguntas sobre las chicas que conozco y si hay alguna que me atraiga especialmente. Pues ahora te digo que he conocido una chica muy especial. Todavía no se lo he pedido, pero es la chica con quien quiero casarme.» En su respuesta, su madre le recordó que la primera chica que uno conoce no es necesariamente la más adecuada. Quería atemperar la pasión de su hijo. Al fin y al cabo, sólo tenía veinte años. Pero en su siguiente carta, Rajiv le confesó: «Estoy seguro de que estoy enamorado de ella. Ya sé que es la primera chica con la que salgo, pero ¿cómo saber si uno va a conocer otra que sea mejor?» A vuelta de correo, Indira le anunció que acababa de aceptar su primer puesto oficial, que lo había hecho un poco a regañadientes, pero que ya estaba: era ministra de Información del gobierno de la India. Como tal, tenía la intención de hacer un viaje oficial a Londres a finales de año y le gustaría aprovechar esa oportunidad para conocerla. A Sonia se le hizo un nudo en el estómago al enterarse de la noticia. En cuanto a contárselo a los suyos, era totalmente incapaz de armarse del valor necesario. No quería ni imaginar cuál sería la reacción de su padre…
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