Javier Moro - El sari rojo
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Al principio, pensó que nunca se acostumbraría. Su timidez constituía un obstáculo para relacionarse. Evitaba verse con otros italianos porque estaba allí para estudiar y no para divertirse. Los primeros días se dedicó a descubrir la ciudad. La iglesia gótica del King's College y el río lleno de bateas con turistas eran dos de sus lugares preferidos. Pero había muchos sitios interesantes como la capilla del Trinity College con sus estatuas y placas en honor a los grandes personajes que habían estudiado o investigado allí, como Isaac Newton, Lord Byron o el propio Nehru; el «puente matemático», el primer puente en el mundo diseñado según el análisis de las fuerzas matemáticas que actúan sobre su estructura… No le pareció extraño que Cambridge fuese considerada una de las ciudades más bellas de Inglaterra, pero eso no dejaba de ser un pobre consuelo a su soledad. A la salida de clase solía deambular por las calles del centro. De vez en cuando entraba en una de las numerosas librerías, sobre todo en las que tenían prensa extranjera, para hojear alguna revista o periódico italianos. Ese fugaz contacto con su país era como un bálsamo. Sentía tanta nostalgia, echaba tanto de menos a los suyos, que al regresar a su cuarto gélido se le caía el alma a los pies. Pero ¿por qué demonios se me habrá antojado venir a estudiar a un sitio así?, se preguntaba mientras daba una fuerte calada a su inhalador.
Por muy tímida que fuese, era imposible no hacer amigos a los dieciocho años en un lugar como Cambridge, donde uno de cada cinco habitantes era estudiante. Los había de todas las nacionalidades y todas las razas y se dedicaban a todo tipo de actividades durante su tiempo libre, desde el deporte al arte dramático, pasando por escuchar música en vivo o ir de pícnic al Orchard Tea Garden, unos jardines en un paraje idílico que parecía sacado de una novela de Thomas Hardy y cuya cafetería servía una deliciosa tarta de queso. Son ellos los que habían impreso a la ciudad ese ambiente cosmopolita, divertido y a la vez interesante, por el que Cambridge era mundialmente conocida, y muchos eran como Sonia, es decir extranjeros sin familia ni amigos. Se necesitaban los unos a los otros.
Fue un chico alemán quien le habló por primera vez de un restaurante donde se comía decentemente. Christian von Stieglitz era un estudiante de Derecho Internacional en el Christ's College, un chico alto, bien parecido, con ojos de un azul intenso y mirada pícara. Medio inglés medio alemán, hablaba varios idiomas, aunque sentía predilección por el italiano y el francés. y por las italianas y las francesas, de modo que… ¡qué mejor manera de unir lo útil a lo agradable que pululando por las escuelas de idiomas, llenas de guapas estudiantes! Así fue como conoció a Sonia, y la convenció para que probase el único lugar en Cambridge donde se comía decentemente. No era muy caro, y tampoco estaba lejos de la escuela. El Varsity era conocido por ser el restaurante más antiguo de la ciudad y se jactaba de haber tenido como ilustres comensales al príncipe Faisal y al duque de Edimburgo en su época de estudiantes. Diez años antes había sido comprado por una familia grecochipriota y desde entonces ofrecía platos mediterráneos a su numerosa clientela, que incluía tanto profesores como alumnos. Se encontraba en un edificio antiguo de fachada de ladrillo visto pintada de blanco con dos grandes ventanas a cuadritos en el piso superior. Estaba anunciado por un rótulo discreto de letras negras. Era un local estrecho y desde los ventanales que daban a la calle se podían ver los edificios del Emmanuel College, otra institución con mucha solera donde había estudiado el mismísimo señor Harvard, y que le sirvió de inspiración para fundar la universidad que lleva su nombre cerca de Bastan.
Para Sonia fue una auténtica revelación, y un consuelo para su pobre estómago. Era lo más cercano a la comida casera que había probado desde que había llegado a la ciudad. Así que pronto se aficionó a los mezze, los aperitivos que incluían mojar pan en tarama, una crema hecha a base de huevas de pescado y limón, los pinchos de carne asados a la parrilla de carbón o la especialidad de la casa, el cordero al horno que se derretía en la boca como si fuese mantequilla. Además le gustaba el ambiente. Uno podía ir solo a comer al Varsity y no sentirse solo. Más de una vez debió cruzarse con un personaje que cojeaba un poco por aquel entonces y siempre iba cargado de libros. Desarrollaba investigaciones sobre cosmología en la universidad y años más tarde su nombre daría la vuelta al mundo. Se llamaba Stephen Hawking y también era asiduo del Varsity.
Otro personaje que acudía allí saltaría a la fama mundial, pero por otras razones. Sonia se había fijado en él varias veces porque ocupaba, junto a un grupo de estudiantes bullangueros, una mesa larga próxima a la suya. «Uno de aquellos chicos destacaba por su aspecto y por sus modales -contaría Sonia-. No era tan escandaloso como los demás, era más reservado, más amable. Tenía grandes ojos negros y una sonrisa maravillosa, inocente y desconcertante a la vez.»
Unos días más tarde, mientras Sonia estaba almorzando con una amiga suiza en una mesa en una esquina del piso de arriba, le vio acercarse, acompañado de Christian van Stieglitz, su amigo alemán. Después del habitual intercambio de saludos y bromas, el europeo le dijo:
– Mira, te presento a mi compañero de piso, es de la India, se llama Rajiv…
Se dieron la mano: «A medida que nuestras miradas se cruzaban por primera vez -diría Sonia- sentía latir mi corazón.» Rajiv la había estado observando durante todo el almuerzo, cautivado por su belleza serena.
– ¿Te gusta? -le había preguntado Christian-. Es italiana, la conozco…
– Pues preséntamela.
El alemán estaba sorprendido porque Rajiv no era especialmente ligón ni mujeriego, sino más bien distante y apocado. «La primera vez que la vi -contaría Rajiv-, supe que era la mujer de mi vida.»
Esa misma tarde decidieron ir los cuatro a Ely, un pueblo a veinte kilómetros de Cambridge conocido por su soberbia catedral románica erigida dentro de los muros de un monasterio benedictino. Se desplazaron en el viejo Volskwagen azul de Christian, cuyo techo parecía picado de viruela. El responsable de ello había sido Rajiv, que había dado dos vueltas de campana un día en que había salido a dar una vuelta. Conducir era una de sus pasiones. Como no tenían dinero para llevarlo a un taller de chapa y pintura, para arreglarlo tuvieron que meterse dentro del vehículo y enderezar el techo a patadas. Por lo demás, el Escarabajo era el sueño de todo estudiante porque suponía tener un medio de transporte privado para salir de la rutina y descubrir el país a su antojo.
El paseo a Ely no tuvo nada de extraordinario, sin embargo fue el más especial de los que Rajiv y Sonia hicieron juntos en toda su vida. El que nunca olvidarían. Era una tarde sin lluvia, y parecía que los rayos de sol acariciaban el musgo de los muros e iluminaban los tejados de pizarra negros y brillantes por la humedad. Ely era un maravilloso pueblo conocido por albergar el mayor conjunto de edificios medievales todavía en uso en toda Inglaterra, Un lugar mágico, donde era fácil perderse entre las casas viejas y los jardines antiguos, donde disfrutaron de unas vistas espectaculares sobre la campiña inglesa desde lo alto de los torreones. Christian, que lo conocía bien, hacía de cicerone y les mostraba los rincones más bonitos y románticos, como un mago sacando prodigios de su chistera. Fue una tarde tranquila, en la que Rajiv y Sonia hablaron poco, dejándose mecer por un sentimiento de plenitud que parecía sobrepasarles. «El amor de Rajiv y Sonia empezó allí mismo, en los jardines de la catedral, y en ese preciso instante. Fue algo inmediato. Nunca vi a dos seres conectar de esa forma, y para siempre. Desde ese momento hasta el día de su muerte se hicieron inseparables», recordaría Christian más tarde.
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