Javier Moro - El sari rojo
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No es de extrañar entonces que el padre de Sonia, un hombre fornido cuyo rostro de montañés llevaba la huella de un pasado duro de trabajo al aire libre, se opusiese con tanta vehemencia a que su hija fuese a estudiar inglés a Cambridge. El bueno de Stefano Maino, con su pelo corto peinado hacia atrás, su bigote espeso que hacía cosquillas a sus hijas al besarlas y sus mejillas encarnadas, estaba chapado a la antigua. Tanto es así que años atrás, al instalarse en Orbassano y enterarse de que la escuela del pueblo era mixta, se negó a que sus hijas la frecuentasen y optó por mandarlas a Sangano, una población a diez kilómetros de distancia, a un colegio exclusivamente femenino. Cuando se fueron haciendo mayores, siempre quería saber en qué lugar y con quién se encontraban sus tres hijas. Tampoco le hacía mucha gracia que saliesen los fines de semana, y eso que no eran salidas nocturnas, lo que no hubiera tolerado. Eran salidas a Turín, a media hora de tren o de autobús, a pasear bajo los soportales de sus bellas avenidas o, si hacía malo, a merendar con las amigas en una de las famosas cremerie de la ciudad. Stefano era un hombre de principios estrictos e irremediablemente chocaba con sus hijas adolescentes. Quien solía hacerle frente era Anushka, la mayor, una chica de carácter fuerte, rebelde y peleona. A su lado, Sonia era un ángel. La más pequeña, Nadia, todavía no daba problemas.
Su esposa, Paola, una mujer con facciones regulares, una sonrisa franca y aire más refinado, compensaba con su flexibilidad la severidad de Stefano. Era más abierta, más tolerante, más comprensiva. Quizás por ser mujer, era más capaz de entender a sus hijas, aunque su adolescencia fue muy distinta, en una aldea montañosa que no llegaba a los seiscientos habitantes, y en una época en que Italia era un país pobre. Muy pobre. Sus hijas no han tenido nunca que ordeñar vacas por obligación, o atender las faenas del campo o servir cafés en el bar de la familia. Ellas han sido fruto de la posguerra, hijas del Plan Marshall, de la expansión económica, del resurgir de Italia en Europa. Sólo han conocido la pobreza de refilón, cuando eran pequeñas, porque en los años de posguerra era imposible escapar al espectáculo de los lisiados y mendigos que buscaban el calor del sol y la caridad pública apoyados en los muros de la plaza del pueblo. y ese contacto las marcó para siempre, sobre todo a Sonia. En Vicenza, la ciudad grande más próxima a la aldea donde vivían, la pobreza se veía antes de llegar al centro, en esos barrios de chabolas, donde los niños jugaban desnudos o andaban con ropa hecha jirones.
– ¿Por qué sus mamás dejan que vayan así, en cueros? -preguntaba perpleja la pequeña Sonia.
– Esos niños van así porque no tienen ropa. No van así por gusto, sino porque no tienen más remedio. Porque son pobres.
La niña entendió por primera vez lo terrible que era la pobreza. Además, añadió su madre, algunas familias pasaban hambre. ¿No venía todos los meses el párroco del pueblo a casa a hacer acopio de leche en polvo, comida y ropa que luego repartía entre los más necesitados? Aquel párroco sabía que siempre podía contar con la familia Maino que, aunque también pasaba estrecheces, era católica devota y practicaba la caridad.
– El Evangelio dice que los pobres serán los primeros en entrar en el Reino de los Cielos… ¿No te lo han enseñado en la catequesis?
Sonia asentía, mientras ayudaba a su madre a preparar un paquete de ropa usada. En casa de los Maino, no se tiraba nada, no se desperdiciaba nada. Las pequeñas heredaban de las mayores. Lo que no se usaba se daba a los pobres. El recuerdo de la guerra estaba demasiado próximo como para olvidar el valor de las cosas.
Los padres de Sonia eran oriundos de la región del Véneto, en concreto de la aldea de Lusiana, en los montes Asiago, en las estribaciones de los Alpes, una zona ganadera que da su nombre a uno de los quesos más apreciados de Italia y conocida también por sus canteras de mármol. La familia paterna, los Maino, eran de modales rudos, honrados, directos y muy trabajadores. Una cualidad que no se le escapó a la madre de Sonia, Paola Predebon, hija de un ex carabinero que llevaba el bar del abuelo en la aldea de Comarolo di Conco, en el fondo del valle. Stefano y Paola se casaron en la bonita iglesia de Lusiana, consagrada al apóstol San Giacomo, con su torre alargada como una flecha que apunta al cielo y que parece el minarete de una mezquita, influencia sin duda de los otomanos que anduvieron por allí hace siglos.
Sonia nació a las nueve y media de la fría noche del 9 de diciembre de 1946 en el hospital civil de Marostíca, una muy antigua y pequeña ciudad amurallada a los pies de los montes Asiago. «É nata una bimbaaa!», la buena nueva alcanzó rápidamente la aldea de Lusiana, y el eco retumbó en los muros de piedra de las casas, en los establos, en las escarpaduras rocosas y las montañas de los alrededores hasta perderse a lo lejos, en cascada. Como homenaje a la recién llegada y siguiendo la tradición, los vecinos anudaron lazos de tela rosa en las verjas de las ventanas y las puertas de la aldea. A los pocos días fue bautizada por el párroco de Lusiana con el nombre de Edvige Antonia Albina Maino, en honor a la abuela materna. Pero Stefano quería otro nombre para su hija. A la mayor, bautizada como Ana, la llamaba Anushka, y a Antonia la llamó Sonia. Cumplía así la promesa que se había hecho a sí mismo después de escapar con vida del frente ruso. Como muchos italianos anclados en la pobreza, Stefano se había dejado seducir por las ideas fascistas y la propaganda de Mussolini y al principio de la guerra se había alistado en la división de infantería 116 de Vicenza, un regin1iento que pertenecía al cuerpo de bersaglieri, de gran reputación en el ejército italiano y en el que también había servido el Duce. Los bersaglieri, que eran conocidos por su rápida cadencia al desfilar, más de ciento treinta pasos por minuto, y sobre todo por el casco de ala ancha del que pendía un penacho de plumas de gallo negras y brillantes que caían de lado, estaban rodeados de un aura de valor e invulnerabilidad que la campaña de Rusia barrió de un plumazo. La división perdió tres cuartas partes de sus hombres en el primer encontronazo con los soviéticos. Hubo miles de prisioneros, entre los que se encontraba Stefano, que logró escapar junto con otros supervivientes. Consiguieron refugiarse en una granja en la estepa rusa, donde vivieron semanas bajo la protección de una familia de campesinos. Las mujeres les curaron las heridas, los hombres les proporcionaron víveres, y la experiencia, aparte de salvarles la vida, les cambió por completo. Como miles de soldados italianos, regresaron desilusionados con el fascismo y agradecidos a los rusos por haberles salvado. A partir de entonces, Stefano dejó de hablar de política; para él, estaba hecha de mentiras. En homenaje a la familia que le salvó la vida decidió poner a sus hijas nombres rusos. y por no discutir con su familia política ni con el cura para quien el nombre de Sonia no formaba parte del santoral -Sofía era aceptable; Sonia, no-, Stefano aceptó inscribirla en el registro con nombres plenamente católicos. Después del bautizo invitaron a vecinos y familia a un plato de bacalao a la Vicentina, el favorito de la región, con mucha polenta para mojar en la salsa. Fue un lujo conseguir bacalao porque en aquellos tiempos de posguerra había escasez de todo, hasta en Vicenza, la capital de la región situada a cincuenta kilómetros de distancia, abajo en la llanura.
La alegría de los Maino hubiera sido total de no ser por las dificultades que tenía Stefano para sacar adelante a su creciente prole. En esos años, era muy difícil escapar del zarpazo de la miseria. Tenían para comer, para vestirse, y poco más. Los Maino no tenían tierras, sólo unas vacas y una casa de piedra que él mismo levantó con sus manos, la última de la Rua Maino, la calle donde generaciones de parientes suyos, que originalmente habían llegado de Alemania, habían ido construyendo sus moradas. Eran espartanas, pero tenían unas magníficas vistas al valle. Muretes de piedra separaban los prados donde pacían las vacas, cuya cría era el recurso principal de la zona porque la tierra era mala para la agricultura, había demasiada piedra y demasiadas cuestas. Sonia y sus hermanas crecieron frente al espectáculo sublime del valle de Lusiana, que cambiaba de color según las estaciones. Todas las tonalidades y matices de verdes y pardos desfilaban ante sus ojos, del color esmeralda de los árboles en primavera al amarillo de los campos en verano, pasando por el cobrizo del otoño y el blanco del invierno. Para los niños, la primera nevada del año era como una gran fiesta que celebraban con júbilo; jugaban a hacer muñecos de nieve y a tirarse bolas por las calles blancas. Pero a Sonia la mezcla de ejercicio físico y frío le provocaba una fatiga en el pecho que la obligaba a volver pronto a casa. Le gustaba refugiarse al calor de la estufa de hierro fundido de la cocina, mientras el viento silbaba por las rendijas de las ventanas.
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