Javier Moro - El sari rojo
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Cuando tuvo a su madre al otro lado del teléfono, Sonia se desmoronó. La madre se hallaba en Roma, en casa de Nadia, la hermana pequeña, separada de un diplomático español. «Quizás deberías volver a Italia», le dijo.
– No sé… -le respondió Sonia con la voz entrecortada por el llanto.
¡Son tantas las dudas! Le parece que marcharse sería como matar una parte de sí misma, pero es cierto que vino a la India, adoptó sus costumbres, se enamoró de sus gentes por amor a Rajiv. Ahora, ¿qué sentido tiene quedarse? ¿No está cansada de vivir asediada por guardaespaldas que al llegar la hora fatídica se muestran incapaces de evitar lo peor? Le viene el recuerdo de cuando Rajiv, preocupado por la seguridad de los niños, pensó en mandarlos a estudiar a la Escuela Americana de Moscú. A Sonia no le hacía ninguna gracia separarse de ellos. La tradición británica, luego adoptada por las clases pudientes de la India, de mandar a los hijos a un internado chocaba de lleno con su condición de mamma italiana. De modo que los dejaron en casa, en Nueva Delhi, y primero venían tutores todas las mañanas y luego iban escoltados al colegio a educarse en un ambiente «norma!», lo que en la sociedad se consideró un acto de audacia, tal era el peso de las amenazas que se cernían sobre la familia del primer ministro.
La sugerencia de su madre de volver a Italia toca una llaga que duele. Sonia se enfrenta a un conflicto que se ve incapaz, por ahora, de resolver. Un conflicto cruel, porque por un lado está la preocupación máxima, la seguridad de sus hijos, y parecería lógico emprender una mudanza de regreso a Italia, un cambio total de vida, el abandono de toda la tradición familiar de su marido, y por otro la inercia de tantos años aquí llevando el peso abrumador de los apellidos Nehru-Gandhi, y quedarse como están, en la misma casa, como guardianes de la memoria, rodeados de los amigos fieles de siempre, del cariño de tantos, a sabiendas de lo difícil que resulta escapar de la telaraña de la política india. En suma, elegir entre la seguridad, la vida anónima y el desarraigo de un exilio autoimpuesto o seguir en el candelero, lo que podría llevar a uno de sus hijos a ser un día primer ministro y, quizás, a ser asesinado también. Como Indira o Rajiv. Entonces piensa que sí, que mejor cambiar de vida para salvarse, olvidarse de la política que detesta, huir del poder que siempre ha desdeñado y que la está destrozando.
Pero… ¿se puede luchar contra el destino? Se siente muy india, ha aprendido a querer a la gente de este país, y se sabe querida por ellos. ¿Cómo romper ese nexo de unión con la memoria de su marido que representan los amigos, los compañeros, el afecto de la gente de la India? Sería un poco como desalmarse. Además, el cuerpo no miente: sus gestos, su forma de andar, de mover la cabeza de lado a lado para decir que sí pareciendo decir que no -tan típico de los indios-, su manera de juntar las manos, de mirar, de escuchar su acento… todo su lenguaje corporal evoca al de una persona genuinamente india. ¿Qué haría ella en Italia? ¿Qué vida la espera en Orbassano, aparte de la compañía de su familia más cercana? Aquí está su círculo de amigos, aquí está su mundo, aquí están veintitrés años de vida intensa -y feliz. Además, sus hijos ya no son niños… ¿Y ellos, querrán ir a vivir a un lugar que sólo han visitado de vacaciones? Después de haberse criado en las casas de dos primeros ministros de la India, la de la abuela Indira primero y la de su padre Rajiv, con todo lo que eso significa, ¿podrán acostumbrarse a una vida anónima en el extrarradio de una ciudad italiana de provincias? Es cierto, hablan italiano con fluidez, son medio italianos, pero se sienten indios por los cuatro costados. Aquí se han criado, aquí han aprendido de su padre a querer este inmenso, difícil y fascinante país; aquí han asumido los valores del bisabuelo Nehru, el gran héroe de la independencia y fundador de la India moderna, valores que tienen que ver con la integridad, la tolerancia, el desprecio al dinero y el culto al servicio a los demás, sobre todo a los más necesitados. Aquí se han criado, como una gran familia india, en la casa de la abuela Indira, que lo mismo les daba un achuchón mientras tomaba el té con Andrei Gromiko o Jacqueline Kennedy que les ayudaba a hacer los deberes en la mesa de la cocina. ¿Se conformarían sus hijos con una vida próspera y confortable en el mejor de los casos, pero alejada de todo lo que han mamado desde que nacieron? Y, para ella, ¿no sería una derrota regresar al pueblo de donde salió?
– Creo que mi vida está aquí, mamá… -acaba diciéndole Sonia cuando recupera la capacidad de hablar.
– Señora, tiene una visita.
El secretario que la ha interrumpido permanece en el umbral de la puerta hasta que Sonia le hace un gesto diciendo «ahora voy», y entonces el hombre se retira. Ella se despide de su madre y cuelga el teléfono, secándose las lágrimas. Al incorporarse se ajusta los pliegues del sari y se dirige al despacho de su marido, en la planta baja de la villa colonial donde han vivido desde que abandonaron la residencia del primer ministro. Al ver todos los objetos en su sitio, sus cámaras de fotos, sus libros, sus revistas, sus papeles, su radio, le parece por un instante que está todavía vivo, a punto de llegar de viaje, que lo que está viviendo no es más que un mal sueño, que la vida sigue igual porque es más fuerte que la muerte. Pero no es Rajiv quien entra por la puerta, sonriente, cansado y dispuesto a abrazarla, sino tres de sus compañeros de partido, tres veteranos con semblante triste y desconsolado, dos de ellos vestidos con camisas indias de cuello alto, el otro con traje tipo safari. Porque si este atentado ha devastado a la familia, también ha dejado al Partido del Congreso sin cabeza. y alguien tiene que liderar el Partido. ¿Quién será el próximo?, ésa es la pregunta que los gerifaltes que ahora visitan a Sonia se han hecho horas después de conocer la tragedia.
– Soniaji -dice el portavoz de la comitiva utilizando el sufijo ji que denota cariño y respeto- quiero que sepas que el Comité de Trabajo del Partido del Congreso, reunido bajo la presidencia del viejo amigo de tu marido, Narashima Rao, te ha elegido presidenta del partido. La elección ha sido unánime. Enhorabuena.
Sonia se los queda mirando, impasible. ¿No es la pena algo puro y sagrado? No le han dejado secarse las lágrimas por la muerte de su marido y ya están aquí los políticos. La vida sigue, y es cruel. Incapaz de sonreír, no tiene ni ganas ni fuerzas de fingir que está honrada por el resultado de la votación.
– No puedo aceptar. Mi mundo no es la política, ya lo sabéis. No quiero aceptar.
– Soniaji, no sé si te das cuenta de lo que el comité te está ofreciendo. Te ofrece el poder absoluto del mayor partido del mundo. Y lo hace en bandeja de plata. Te ofrece la posibilidad de liderar un día este gran país. Sobre todo, te ofrece la posibilidad de asumir la herencia de tu marido para que su muerte no haya sido en balde…
– No creo que sea el momento de hablar de esto…
– El Comité de Trabajo ha deliberado durante largas horas antes de hacerte esta propuesta. Te aseguro que lo hemos pensado mucho. Tienes las manos libres y cuentas con todo nuestro apoyo.
Te pedimos que continúes con la tradición familiar. Es tu deber de buena hija de la India.
– Eres la única que puede colmar el vacío que ha dejado Rajiv -añade otro.
– La India es un país muy grande… -responde Sonia-. No puedo ser la única entre mil millones.
– Eres la única Gandhi…
Sonia alza la vista al cielo, como si estuviera esperando ese argumento.
– … Sin contar con tus hijos, claro.
– Mis hijos son muy jóvenes todavía, y tampoco están hoy para hablar de política.
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