Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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En Allahabad, las cenizas son depositadas en Anand Bhawan, la mansión ancestral de los Nehru, que Indira, cuando fue nombrada primera ministra, convirtió en museo abierto al público. Un patio de estilo moruno con una fuente en el centro recuerda al propietario original, un juez musulmán de la Corte Suprema que en el año 1900 vendió la mansión a Motilal Nehru, el bisabuelo de Rajiv, un abogado brillante que ganaba tanto dinero que) dice la leyenda, mandaba su ropa por barco a una tintorería de Londres. Aquel hombre corpulento, que llevaba siempre un espeso bigote y que vestía como un gentleman, que era extrovertido, espléndido, han vivant y dicharachero, adoraba a su hijo Jawaharlal, quizás porque era el último que le quedaba, habiendo perdido dos hijos y una hija con anterioridad. Ese amor, intenso y recíproco, estuvo en el origen de la lucha por la independencia de la sexta parte de la humanidad. Motilal quiso que su hijo desarrollase todo su potencial, lo que significaba darle la mejor educación posible, aunque eso implicase separarse de él: «Nunca pensé que te quería tanto como cuando tuve que dejarte por primera vez en Inglaterra, en el colegio interno», le escribió, porque no conseguía reponerse de la angustia de haberle dejado solo, tan lejos, a los trece años de edad. Lo que ganaba Motilal en un año hubiera bastado para ponerle un negocio y solucionarle la vida para siem.pre. Pero para el padre eso era una postura fácil y egoísta: «Pienso sin atisbo de vanidad alguna que soy el fundador de la fortuna de los Nehru. Te veo a ti, hijo mío querido, como el hombre que será capaz de construir sobre esos cimientos que he creado y espero tener la satisfacción de ver surgir un día una noble empresa que se alzará hacia el cielo…» La noble empresa acabó siendo la lucha por la independencia del país, en la que padre e hijo se involucraron con toda la fuerza de sus convicciones.

La vida de los Nehru cambió cuando Jawaharlal presentó a su padre a un abogado que acababa de regresar de Sudáfrica y que estaba organizando la resistencia contra el poder colonial de los ingleses. Era un hombre singular, vestido con unos dhoti, calzones de algodón crudo tejido a mano. Tenía brazos y piernas desproporcionadamente largos que le hacían parecerse a un ave zancuda. Sus ojillos negros se cerraban cuando, detrás de sus gafas de montura metálica, esgrimía su típica sonrisa, entre maliciosa y bondadosa. Venerado como un santo por sus discípulos, era sin embargo un político hábil que poseía el arte de los gestos sencillos capaces de comunicar con el alma de la India. El joven Nehru le consideraba un genio.

Así entró el Mahatma Gandhi en contacto con aquella familia, y la transformó para siempre. El extravagante Motilal abandonó la sofisticación por la sencillez, cambió sus trajes de franela de Saville Row y los sombreros de copa por un dhoti, como Gandhi. Ofreció su casa y su fortuna a la causa de la independencia. El enorme salón fue transformado por Motilal en sala de reunión del Partido del Congreso. El hogar de los Nehru se convirtió poco a poco en el hogar de la India entera. Siempre había multitud de simpatizantes en la verja deseando ver al padre y al hijo, deseando tener su darshan, la antigua tradición de origen religioso que consiste en buscar el contacto visual con una persona altamente venerada para así recibir su bendición, a falta de poder tocarle los pies o las manos. Hacia el final de su vida, Motilal, aquejado de fibrosis y de cáncer, compartió celda en la cárcel de Nainital con su hijo, que le cuidaba como podía. El patriarca murió sin llegar a ver la independencia, sin saber que su hijo, que el mundo conocería como Nehru, sería elegido primer mandatario de la nueva nación. Murió en esta casa de Anand Bhawan, un día de febrero de 1931, acompañado por su mujer, su hijo sosteniéndole la cabeza en su regazo.

Las habitaciones, pintadas de azul celeste y crema, conservan los mismos muebles, los mismos libros, las mismas fotos y recuerdos de los que vivieron en ellas. La del Mahatma Gandhi tiene una colchoneta en el suelo, una cómoda y una rueca que utilizaba para hilar algodón y que convirtió en símbolo de resistencia contra los ingleses. La habitación de Nehru tiene una cama sencilla de madera, una alfombra, muchos libros y una estatuilla de los tres monos que simbolizan los mandamientos budistas: no veas el mal, no escuches el mal, no digas el mal.

Sonia recuerda la primera vez que visitó este lugar. Fue su suegra Indira quien se lo mostró. En aquella ocasión, no reparó en la tremenda carga simbólica que tiene esta casa en la historia de la India. Simplemente, visitaba el hogar de los antepasados de su familia política, la casa donde habían nacido y se habían casado Nehru primero y luego su hija Indira. No había sido capaz de calibrar en su justa medida todo el significado que los muros de esta mansión encerraban, a pesar de que Indira le enseñó el cuarto de reunión secreto, en un sótano, que Nehru y sus compañeros del incipiente Partido del Congreso utilizaban cuando se escondían para escapar a las redadas de la policía británica. Ahora que vuelve con las cenizas de su marido, lo ve todo con otros ojos. Esta mansión victoriana no es el simple escenario de una vida familiar intensa; sus muros cuentan las intrigas, los sueños, las esperanzas y los reveses de la lucha por la independencia. Sus muros son la India moderna. La urna con las cenizas de Rajiv, el último objeto que hoy viene a añadirse a los demás, es como un punto al final de una larga frase que empezó a escribir Motilal Nehru en el siglo XIX cuando fundó aquí la sección local de una organización política llamada Partido del Congreso. El círculo se cierra.

A mediodía Sonia y sus hijos, acompañados de un pequeño cortejo, abandonan la casa familiar para dirigirse a las afueras, al Sangam, uno de los lugares más sagrados del hinduismo donde las aguas marrones del Yamuna se unen a las claras del Ganges, en la confluencia de otro río imaginario, el Sarásvati. Llegan a una enorme explanada de arena que va a dar a la orilla, dominada por un antiguo fuerte musulmán cuyos muros están cubiertos de hiedra y que contiene en su interior un ficus bengalí centenario que, según la leyenda, es capaz de liberar del ciclo de reencarnaciones a todo el que salta desde sus ramas. En esta explanada se celebra sucesivamente cada tres años la Kumbha Mela, una festividad a la que acuden millones de peregrinos de toda la India para lavar sus pecados, convirtiéndola en la concentración religiosa más multitudinaria del mundo. Hoy hay mucha gente también, pero el lugar es tan inmenso que parece desierto. En una plataforma sobre el río, un sacerdote amigo de la familia, el pandit Chuni Lal, realiza una ofrenda y entona unas oraciones sobre el ruido de fondo del tintineo de miles de campanillas y el eco de las caracolas, antes de entregar la urna de cobre a Rahul. El chico la toma en sus manos, se acerca a la orilla y la vierte despacio, esparciéndose las cenizas en las aguas tranquilas que reflejan los rayos dorados del sol, las mismas aguas que acogieron las cenizas de Motilal, las del Mahatma Gandhi y también las de Nehru. A cierta distancia, Sonia y Priyanka observan la escena, los rasgos crispados, y luego se acercan a Rahul y, en cuclillas, acarician el agua con las manos. Los testigos de la escena, entre los que se encuentra el secretario de su marido, se llevarán en el recuerdo la imagen de los tres juntos al borde del agua, Rahul sollozando sobre su madre, Priyanka apoyando su cabeza en el hombro de Sonia y ella, inconsolable, con los ojos bañados en lágrimas que forman otro afluente que se une al Ganges, el gran río de la vida.

2

«Señora, éstos son los horarios de los vuelos a Milán.» Sonia no recuerda haberle pedido esa información al secretario de su esposo. Quizás lo hizo, en la confusión del principio, cuando ante la enormidad de la tragedia buscaba protección. Cuando de pronto pensó en huir de este país que devora a sus hijos, buscar el consuelo de su familia, el calor de los suyos, la seguridad de la pequeña ciudad de Orbassano, a las afueras de Turín, donde vivió su juventud hasta el día de su boda. Recuerda que nada más regresar del lugar del atentado en el sur de la India, con los restos mortales de su marido, habló por teléfono con su familia en Italia, que estaba estremecida. Su hermana mayor Anushka le dijo que ya no cogía el teléfono porque llamaban periodistas del mundo entero preguntando detalles de lo que había ocurrido y no sabía qué decirles. «Todavía no se sabe -le explicó Sonia-, pueden ser los sijs que mataron a Indira, o los fundamentalistas hindúes que mataron a Gandhi, o extremistas musulmanes de Cachemira… vete a saber. Estaba en la lista negra de por lo menos una docena de organizaciones terroristas…» Y ahora Sonia se arrepiente de no haberle obligado a exigir al gobierno mayores medidas de protección. Rajiv no creía en ellas: «Si quieren matarte, te matan», decía.

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