Javier Moro - El sari rojo
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¿Y dónde estaba la India de la que le habían hablado?, se preguntaba Sonia. ¿La India que aterrorizaba a sus padres? ¿La otra India? No era necesario desplazarse mucho. Bastaba seguir la ancha avenida Rajpath, la antigua King's Way, y llegar a la Vieja Delhi. Eso era otro mundo. Alrededor del Fuerte Rojo, otro espectacular monumento construido por el emperador Shah Jehan, el mismo que había levantado el Taj Mahal en honor a su mujer, bullía una muchedumbre colorida y ruidosa que parecía estar participando en un gigantesco carnaval de encantadores de serpientes, malabaristas, adivinos, músicos, tragadores de sables y faquires que traspasaban sus mejillas con puñales. Ésta era la India eterna, la misma que invadía las callejuelas alrededor de la Gran Mezquita, con sus puestos de ropa llenos de telas de colores, sus vendedores de fruta, de dulces, de linternas, de betún y pilas, sus limpiabotas, sus peluqueros en plena calle, sus talleres oscuros en los que niños trenzaban alfombras y otros fabricaban instrumentos de precisión… Una explosión de vida, un caos exótico y bullanguero que la dejaba ebria de colores, ruidos y olores. Y por doquier, detrás de una calle, al fondo de un jardín, se podía ver una antigua tumba o cenotafio, un monumento musulmán o hindú que se remontaba a la noche de los tiempos, como un recordatorio de lo antigua que es la India. ¿No había descrito Nehru su país como «un antiguo palimpsesto en el que capas sobre capas de pensamiento y ensoñación han quedado grabadas, sin que ninguna haya podido borrar u ocultar lo que previamente había sido inscrito»?
Y luego el espectáculo de la pobreza, que veía sentada en la parte trasera de la moto cuando circulaban por ciertos barrios: niños desnudos corriendo por las calles, ancianos haciendo tintinear sus escudillas, gente que se lavaba y hacía sus necesidades en las aceras. A Sonia le recordaba un poco a los pobres de su Lusiana natal cuando era niña, en los años cincuenta, aquellos niños desnudos en invierno, aquellas familias que pasaban hambre y que su madre tanto compadecía, aquellos tullidos en las plazas, antiguos soldados que habían vuelto heridos del frente ruso… Pero lo que nunca había visto eran deformidades como las que exhibían algunos leprosos de Nueva Delhi que acechaban a los coches que se detenían en los semáforos. La India de 1968 contaba con tantos leprosos como habitantes tenía Portugal, tantos mendigos como para poblar un país como Holanda, once millones de santones, diez millones de niños menores de quince años casados o viudos. Cuarenta mil niños nacían cada día, una quinta parte de los cuales moría antes de cumplir los cinco años. Aun así, eran cifras mejores que cuando la independencia, veinte años antes. La mejoría, aunque leve, de las condiciones sanitarias estaba creando un problema aún mayor, y es que la edad reproductiva de los indios se alargaba. Como consecuencia de ello, la explosión de la natalidad se estaba convirtiendo en el mayor problema del país porque literalmente se «comía» el desarrollo económico. Cada año, la población de la India aumentaba en una cifra igual a la población de España entera.
Para Sonia, todo a su alrededor era nuevo v extraño: los colores, los sabores, las personas. «Pero lo más raro de todo eran los ojos de la gente, esa mirada de curiosidad que me seguía por todas partes.» Sonia estaba iniciándose en el mundo de la India, descubriendo lo curiosos e inquisitivos que podían ser sus habitantes, máxime en aquellos días cuando no había prácticamente turistas. Si un extranjero ya de por sí llamaba la atención, una mujer aún más, y si era guapa y vestía con minifalda, que era la moda en Europa aquel año, entonces se convertía en un polo de atracción inmediato. O en objeto de oprobio. Sonia tuvo que aprender a controlar sus gestos, sus movimientos y su manera de vestir, pero no era siempre fácil: «La falta absoluta de privacidad, la obligación de reprimirme y de no dar rienda suelta a mis sentimientos era una experiencia exasperante.» Las muestras públicas de afecto eran mal vistas, no sólo en la calle sino también en la vida cotidiana. No podía dar un beso a Rajiv si había alguien delante, ni siquiera ir de la mano con él sin que resultase escandaloso. Descubría que la India era el país más púdico del mundo, herencia de la Inglaterra victoriana. Luego había cosas difíciles para una italiana: la comida, por ejemplo. Sonia no se acostumbraba al picante, le parecía que anulaba el sabor de los alimentos. Ni a las salsas tan fuertes ni a los sabores agridulces de ciertos platos. O la costumbre de las cenas sociales, donde se hablaba y se bebía mucho durante un rato interminable, se cenaba de pronto y luego no existía la sobremesa, todos se iban en cinco minutos.
No tardó en darse cuenta de que las miradas que tan insistentemente se posaban sobre ella no se debían sólo a que fuese extranjera, o un bicho raro, o una chica muy guapa. Era vista como un nuevo miembro de una familia que durante años había vivido de cara al público. Todo lo que hacían y decían, o al contrario, lo que dejaban de hacer o decir, era minuciosamente escudriñado, analizado y juzgado. ¿Cómo se puede vivir así?, se preguntaba agobiada.
Pero, a pesar de todo, Sonia no se veía de regreso en Italia. Esto era un mundo muy diferente, y quedaba mucho camino por recorrer, mucho por explorar. De la mano de Rajiv, era una singladura fascinante a pesar de los escollos. Además estaba rodeada del afecto de los demás. Sanjay la trataba como a una hermana, entre protector y divertido por verla adaptarse. Amitabh y su familia también. Se sentía arropada y querida. Para ambos, la idea de separarse de nuevo era simplemente inconcebible. ¿Para qué perder más tiempo, para qué regresar a Italia y esperar de nuevo, como otra agonía, a reunirse aquí o allí? Rajiv no podía plantearse ir a vivir a Europa, pensaba ingresar en Indian Airlines en cuanto se hubiera sacado el «comercia!». Luego podrían irse a vivir a un apartamento. Aquí en Delhi lo tenía más fácil; la vida en común estaba al alcance de la mano. Sonia era quien debía dar el paso, quien debía arriesgar porque debía dejar atrás su país y su familia por un tiempo indefinido. Había venido a conocer la India y sus costumbres, pero no necesitaba saber más porque, en el fondo, antes de embarcar en aquel avión ya había tomado la decisión de ser fiel a su propio corazón. Aunque eso significase hacer algo que iba muy en contra de sí misma. No quería ni imaginarse la cara de su padre cuando le dijera que no volvía, que se casaba.
Indira se sorprendió cuando supo que Sonia estaba dispuesta a quedarse, que querían casarse ya. Hacía exactamente tres años que se habían conocido en Cambridge. Habían cumplido todos los plazos, habían hecho todo lo que les habían dicho, y ahora llegaba el momento de tomar la decisión. Indira era consciente de que la llegada de Sonia había supuesto una pequeña revolución en el mundillo social de Nueva Delhi, aunque ni Sonia ni Rajiv lo hubieran buscado, al contrario. Su mera presencia, por ser la novia de quién era y porque era la primera vez que un Nehru iba a casarse con una extranjera de otro continente, había dado pie a toda clase de conjeturas. Aunque era la capital de un país de setecientos millones de habitantes, la sociedad era pequeña, convencional, y todas las familias relevantes se conocían entre ellas. En sus mentideros, los comentarios eran la mayoría elogiosos -¡qué guapa es!-. Pero otros aludían a su falta de «pedigrí» -no es nadie o, peor, «es de baja casta»-; otros a su manera de vestir -«quiere llamar la atención»-; otros a su mera presencia -«¿qué verá ese chico en ella?»-; otros a un sentimiento de ultraje nacionalista -«¿es que no ha podido encontrar una chica mejor aquí?». Sin comerlo ni beberlo, se había puesto en contra a muchísimas chicas guapas de la buena sociedad y a sus madres, que veían cómo una extranjera, y encima una intrusa, se llevaba a uno de los solteros de oro del país.
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