Javier Moro - El sari rojo
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Cuando la italiana hubo comprendido el funcionamiento básico de una casa india, fue reemplazando a Usha en los asuntos domésticos. El sentirse útil y estar ocupada resultaba la mejor arma para luchar contra la nostalgia. «Sonia era una persona organizada, era fuerte, aunque mantenía un perfil bajo, pero sabía lo que quería», diría la secretaria de Indira. La italiana se comportaba como realmente era: afectuosa, siempre pendiente de complacer, huyendo de la confrontación, hasta un poco sumisa ante la tremenda autoridad que emanaba de su suegra. «Entendí que había que dar tiempo a mi suegra para que ella también se hiciese a la nueva situación familiar, aunque no era especialmente posesiva con Rajiv. En esos días, yo estaba siempre a su lado, dispuesta a apoyarla», afirmó en una entrevista publicada en el Weekend Telegraph años más tarde.
En esa casa de costumbres indias, pero también cachemiríes e inglesas, Sonia aportó su contribución de manera sutil. Y lo hizo con un arma poderosa, que manejaba con brío. Sonia había aprendido de su madre los secretos de la cocina italiana, y pronto la casa de la primera ministra exhalaba aromas de lasagna al forno, de salsa al pesto con albahaca cogida del jardín y hasta de ossobuco a la milanesa. Era imposible en aquellos años conseguir queso en Nueva Delhi, pero siempre un amigo que venía de Europa le traía mozzarella o gruyer rallado envasado al vacío. No faltaba algún bromista que decía que en lugar de indianizar a Sonia, ella estaba italianizando a la familia… La broma era de puertas adentro, porque si un comentario así llegaba a la prensa, sabían que la oposición lo utilizaría con saña. Lo cierto es que en el hogar de los Nehru-Gandhi cabía de todo, a imagen y semejanza de la India, crisol de culturas y tradiciones siempre dispuesto a integrar lo extranjero y a hacerlo suyo. Si Sonia se adaptaba a la cultura imperante, también ella libraba su peculiar y silenciosa batalla para dejar su huella, cacerola en mano, en ese hogar cosmopolita.
Más tarde, fue aprendiendo a adivinar los gustos y las preferencias de Indira, como su afición por las flores, por ejemplo, y siempre velaba para que hubiera espléndidos ramos en las mesas. A ambas les gustaba especialmente el olor de los nardos, bálsamo que invadía cada rincón de esa casa decorada con una sencillez casi espartana, pero con gusto. Las cortinas eran de algodón crudo, las alfombras provenían de varios lugares del norte; había objetos tribales, cuadros de pintores indios, algunas antigüedades como un precioso biombo, y muebles de estilo colonial inglés. Sonia entendió que la sencillez y la economía eran las claves de la personalidad de su suegra. A Indira no le gustaba tirar nada; al contrario, guardaba las bolsas de plástico bien dobladas para utilizarlas de nuevo. Sonia aprendió a hacer las maletas como le gustaba a Indira, aprovechando el más mínimo hueco, sin desperdiciar espacio. Si Indira necesitaba algo para la casa, Sonia se encargaba de conseguírselo. La vendedora de la tienda The Shoppe en Connaught Place recordaría que la vio llegar un día, vestida con pantalones de cuero y con su bonita melena cayendo sobre los hombros. Venía a comprar una mantelería de hilo para regalársela a su suegra en su cumpleaños. Lo único que Sonia no compartía con Indira eran los entresijos de la política india, que ni le interesaba ni hacía esfuerzos por entender.
Pero en aquella cocina que Sonia transformó en punto neurálgico del hogar, donde todos acababan por encontrarse aunque sólo fuese para preguntar qué sorpresa les tenía preparada para comer, se hablaba inevitablemente de todo.
– La familia del maharajá de Jaipur nos ha retirado el saludo -llegó diciendo un día Sanjay, socarrón-. Los de Kota y los de Travancore también. No contéis con que nos inviten a ninguna de sus fiestas.
Así se enteró Sonia de que su suegra había abolido los últimos privilegios de los maharajás. Le explicó Rajiv que cuando sus estados integraron la Unión India, los maharajás recibieron la garantía constitucional de que podrían conservar sus títulos, sus joyas y sus palacios; de que el Estado les pagaría una suma anual proporcional al tamaño de sus reinos; y de que se les eximiría de pagar impuestos y tasas de importación.
– Pero con tantos indios y tan pobres, a mi madre y a su gobierno les parece que esos privilegios son anacrónicos y están fuera de lugar -le siguió diciendo-. El caso es que los maharajás se han puesto en pie de guerra. La maharaní de Jaipur, que es la líder local de un partido derechista, ha dado instrucciones a sus simpatizantes para reventar un mitin de mamá. Pero ella se les ha encarado. ¿Sabes lo que les ha dicho? «¡Id y preguntad a los maharajás cuántos pozos han cavado para el pueblo cuando gobernaban sus estados, cuántas carreteras construyeron, lo que hicieron para luchar contra la esclavitud a la que nos sometían los ingleses!» El resultado es que mamá ha acabado arrasando, como siempre.
Indira lo había hecho porque había tenido que dar un giro a la izquierda en su política, al ver que los americanos la habían dejado en la estacada. Para no seguir perdiendo apoyos en su partido, había firmado en la Unión Soviética un tratado pidiendo el final incondicional de los bombardeos americanos sobre Vietnam. Johnson, furioso, había retrasado aún más los envíos de alimentos. Los pobres se morían de hambre sin sospechar que eran el precio que pagaba su país para mantener su independencia frente a la potencia más poderosa del mundo, que quería utilizarlos como moneda de cambio. Los maharajás no habían sido las únicas víctimas de ese giro de orientación política. El programa de Indira dio escalofríos a los más liberales, a los patronos de la industria, a los hombres de negocios, a los aristócratas y en definitiva a las elites del país porque anunció también la nacionalización de la banca y de las compañías de seguros. Sonia fue testigo de la euforia del pueblo llano ante esas medidas. Empleados y funcionarios, taxistas, conductores de rickshaws, parados y los que nunca habían estado en el interior de una sucursal bancaria bailaban en la calle, a las puertas de casa. Fueron medidas populistas y atrevidas que granjearon a Indira un enorme éxito político porque el gobierno quitaba los recursos financieros a los capitalistas para entregárselos al pueblo. Los campesinos, los pequeños comerciantes y negociantes también estaban contentos porque iban a beneficiarse de créditos en mejores condiciones en los bancos nacionalizados, y todos los partidos de izquierda se alinearon firmemente con Indira.
En los primeros meses de 1969, Sonia empezó a encontrarse mal. Al principio lo achacó a una intoxicación alimentaria, a algún virus local, pero el médico la sacó de dudas inmediatamente. Estaba embarazada. La noticia llenó de alegría a la familia. Indira se sintió muy feliz y redobló los cuidados a su nuera. Estaba eufórica con la idea de ser abuela. Los niños siempre habían sido su debilidad. Ahora dejaba notas del tipo: «Mañana es navroz (año nuevo parsi), pero me voy de gira pronto por la mañana. ¿Puedo ir a darte un beso ya mismo?» Indira le estaba profundamente agradecida a Sonia por la estabilidad que aportaba a su vida. Ya no volvía de sus giras extenuantes o de largas sesiones en el Parlamento a la soledad de una casa vacía, sino a un hogar con vida. Y esa felicidad se veía alentada por una noticia que, más que ninguna otra, provocaba en Indira una íntima y profunda satisfacción. Su nueva política agrícola empezaba a dar resultados. La cosecha de grano del año en curso estaba siendo el doble de lo habitual gracias a las abundantes lluvias de los últimos monzones. La mayor producción se registraba en los estados del Punjab, al norte, el país de los sijs, una comunidad bien organizada y trabajadora cuyos campesinos habían plantado nuevas variedades de trigo enano desarrolladas por científicos indios a partir de modalidades mexicanas. Las nuevas variedades de arroz, algodón y cacahuete también habían mostrado un resultado espectacular. El aumento de la producción era tan esperanzador que auguraba que la escasez endémica podía convertirse pronto en cosa del pasado. Qué ganas tenía Indira de quitarse la espina de Lyndon Johnson…
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