Javier Moro - El sari rojo
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Indira se disponía a quemar todos los cartuchos para evitar una guerra, o por lo menos retrasarla. Pensaba que sólo la intervención del resto del mundo podría conseguir un acuerdo pacífico para detener la sangría. La prensa mundial se hacía eco de las atrocidades cometidas en lo que empezaban a llamar Bangladesh. Los comentarios editoriales eran críticos con el apoyo que el presidente Nixon daba a los pakistaníes. La elite norteamericana parecía unida en su fuerte condena al general Yahya Khan. En Francia, André Malraux propuso entregar armas a la resistencia de Bangladesh. El ex Beatle George Harrison y el maestro indio de sitar Ravi Shankar organizaron un gigantesco concierto para recaudar fondos para los refugiados. Allen Ginsberg, el poeta al que Indira había escuchado en Londres cuando fue a inaugurar la exposición sobre su padre, cantó el sufrimiento de los campos.
No le quedaba a Indira otro recurso que salir de gira por Estados Unidos y Europa, intentando galvanizar a la opinión pública mundial.
– Si en Occidente la gente viese las imágenes del documental que vimos el otro día -le dijo a Sonia- estoy segura de que se movilizarían.
Tenía la intención de pasarse varios meses viajando por el mundo. Se iba con la certeza de que el frente doméstico estaba bien atendido, lo que le proporcionaba una muy necesitada tranquilidad de espíritu. Así lo confesó a un periodista árabe en una de sus escalas: «No tengo ninguna ansiedad por la familia cuando Sonia está en casa.» Antes de partir, su nuera le había comunicado otra noticia feliz: estaba de nuevo embarazada, y esta vez no parecía que tuviera que quedarse otros nueve meses en cama.
La gira empezó mal; su encuentro con Nixon fue un sonado fiasco. Decididamente, Indira acumulaba malas experiencias con los presidentes norteamericanos que la consideraban demasiado izquierdosa, aunque Nixon le parecía cien veces peor que el bruto de Johnson. Las discusiones estuvieron teñidas de desconfianza mutua y antipatía. Indira y Nixon se encontraron sentados en sillones con orejeras a cada lado de la chimenea del despacho oval de la Casa Blanca mientras su consejero y Kissinger, como sendos ayudantes en un duelo, escuchaban sentados al borde de unos sofás el diálogo de sus jefes. Nixon se negó a reconocer las dimensiones de la tragedia humana que estaba asolando Pakistán oriental. Se negó también a aceptar la sugerencia de Indira de convencer al general Yahya Khan para que liberase a Sheikh Mujibur Rahman y estableciese negociaciones directas con él y su partido, la única posibilidad seria de detener el conflicto. Nixon no se apiadó de la suerte de los refugiados ni de la de Sheikh. Las palabras de Indira parecían resbalarle. «Fue un diálogo de sordos», declaró Kissinger a la salida. Luego hizo el comentario de que Nixon había dicho cosas «que no eran reproducibles». Años más tarde, cuando los documentos de aquella época fueron desclasificados, se supo que Nixon basó toda su política en ese rincón de Asia en su simpatía personal por el dictador Yahya Khan -«un hombre decente y razonable»- cuya lealtad a Estados Unidos debía ser recompensada ayudándole a reprimir la rebelión de Pakistán oriental, y su aversión hacia los indios -«esos bastardos»- como los llamaba. Ambos estaban seguros de que no irían a la guerra. Eran pobres hasta para eso, pensaban.
Al día siguiente, Nixon hizo esperar a Indira cuarenta y cinco minutos en la antesala del despacho oval. La primera ministra estaba llena de ira contenida cuando se sentaron a hablar. Era la cabeza de un país de gente pobre, pero de una gran nación democrática con una enorme población y con una civilización milenaria, y no se merecía un trato semejante. Enfrente tenía un personaje que no parecía humano, un hombre que, según su consejero, «carecía de principios morales». Y un Kissinger que era «un ególatra que se creía Metternich». ¿Para qué perder más tiempo con ese tipo de interlocutores? La suerte de los refugiados y la carga financiera que debía soportar la India les había dejado fríos. «Hubiera sido un error babear sobre lo que nos contaba la vieja bruja», había dicho Nixon en privado a su consejero. Eran claros aliados de Pakistán, e Indira se dio cuenta de que eso no lo iba a cambiar ella en esa visita. De modo que en este segundo encuentro, Indira le devolvió su grosería con sutileza. No hizo ninguna referencia al problema con Pakistán, como si el sur de Asia fuese la región más pacífica del mundo y, en su lugar, preguntó sobre Vietnam y sobre política exterior americana en otras partes del planeta. Nixon se lo tomó como un insulto. «Esa vieja zorra», así la llamaba en privado.
A pesar de lo apretado de su agenda, Indira consiguió un par de tardes libres para sus actividades privadas. Su amiga Dorothy Norman la encontró agotada. La tensión de las reuniones con Nixon y de los viajes continuos, el esfuerzo de tener que dominarse siempre y mantenerse razonable frente a la provocación empezaban a dejar su huella en el rostro de Indira. Dorothy había comprado billetes para asistir a una representación del New York City Ballet de una obra de Stravinsky coreografiada por Balanchine, lo que más podía gustarle a su amiga. En el último momento, Indira le dijo que no podía ir. «Parecía triste y nerviosa», recordaría Dorothy, que no entendía lo que le pasaba. Indira intentó explicarse:
– No puedo, Dorothy. Será demasiado bonito. No podré soportarlo.
Estaba a punto de echarse a llorar. Dorothy se quedó preocupada, pero al día siguiente notó aliviada que Indira «había recuperado su equilibrio».
En los demás países, Indira se topó con el mismo mensaje. Le pedían que tuviera paciencia, que aceptase la presencia de observadores de la ONU y que encontrase una solución pacífica. «El mayor problema con el que me encuentro -dijo a la prensa- no es la confrontación en la frontera, sino el esfuerzo constante de la gente de otros países en desviar la atención sobre lo que es la cuestión básica.» En la televisión inglesa, se mostró como una primera ministra a la altura de las circunstancias. Había perdido peso y en sus facciones aparecían rasgos de su padre, el mismo aire imperioso, de gran dignidad, y una mirada de fuego. Cuando el periodista le habló de la necesidad de la India de ser paciente, Indira estalló: «¿Paciencia? ¿Paciencia para que siga la masacre? ¿Para que continúen las violaciones? Cuando Hitler estaba agrediendo a todo el mundo… ¿os quedasteis sin hacer nada? ¿Dejasteis que matase a todos los judíos? ¿Cómo se controla un éxodo semejante? Si la comunidad internacional hubiera reconocido la situación, ya se habría solucionado el problema.» No era sólo al periodista a quien se dirigió, sino a todos los líderes mundiales que la ignoraban.
Cuando regresó a la India, se enteró de que el número de refugiados había ascendido a diez millones. Ahora estaba convencida de que la guerra era inevitable, pero no dijo nada en casa. Omitiendo las tensiones de los viajes y de lo que se avecinaba, les contó que había conseguido arañar tiempo para asistir a la ópera Fidelío en Viena donde también había visto un espectáculo que le había gustado mucho, la escuela de equitación española. En París, había cenado en casa de unos amigos donde había conocido a Joan Miró y a un político llamado François Mitterrand que le había causado muy buena impresión. Parecía que regresaba de un viaje de placer en lugar de una agotadora y frustrante gira internacional. Pero Rajiv y Sonia no se dejaban engañar. Sabían perfectamente el nivel de tensión que estaba soportando y al final Indira no pudo esconderles la verdad: habría guerra. A Sanjay no pareció afectarle la noticia, pero Rajiv y Sonia se inquietaron. El pequeño Rahul gemía en su cuna.
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