Javier Moro - El sari rojo
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Como siempre en estos conflictos, estaba en juego la vida de los más pobres. La paralización de los trenes, al alterar el transporte de mercancías, era susceptible de provocar hambrunas, algo que Indira no estaba dispuesta a consentir. Así que aplicó una reciente ley (MISA, Maintenance of Security Act) que permitía realizar detenciones preventivas. Un despliegue nunca visto de policías invadió las railway colonies, los antiguos barrios creados por los ingleses para alojar a los ferroviarios y que se encontraban cerca de las estaciones de tren. «Parecía un país ocupado», diría un líder sindical que no salía de su asombro. Al alba, la policía entraba en las viviendas de los ferroviarios y detenían a todo el que se negaba a ir a trabajar. Algunas familias fueron expulsadas de sus casas -eran propiedad del gobierno- y obligadas a vivir a la intemperie. Los arrestos eran a veces violentos -hubo un caso en que la policía prendió fuego a la casucha de un ferroviario- y algunos huelguistas acabaron heridos. En total, sesenta mil trabajadores fueron arrestados. Indira actuaba como un general en el fragor de la batalla. Mandó al ejército y a la marina a proteger las instalaciones ferroviarias contra eventuales sabotajes. Los militares hicieron funcionar las señalizaciones y las telecomunicaciones, y manejaron los trenes bajo la protección de guardias armados. Estaba convencida de que si aplastaba esta huelga, no habría otra en cincuenta años.
Indira estaba muy lúcida, con pleno dominio de sus facultades, como era habitual en momentos de alta tensión. Confiaba en sí misma. Procuraba hacer varias cosas al mismo tiempo, era su receta infalible para relajarse y encontrar soluciones a problemas difíciles. Una tarde, mientras atendía una rueda de prensa en el jardín de su casa y veía a su nieto Rahul entretenido en el césped jugando a la guerra con armas de plástico, se le ocurrió una idea. Pensó que había llegado el momento de dar la autorización que los científicos llevaban esperando desde hacía años para detonar una bomba nuclear. Había sido precisamente la decisión de Nixon de mandar un portaaviones nuclear a la bahía de Bengala lo que había provocado la aceleración del programa atómico indio. No era precisamente una idea de abuelita, pero sí la de una brillante estratega. La mantuvo en secreto hasta el momento de la explosión, que tuvo lugar en Pokhran, en el desierto de Rajastán, próximo a la frontera con Pakistán, unos días más tarde.
Tal y como había previsto, la noticia provocó el entusiasmo de ciertas capas de la población que la vivieron con auténtico fervor patriótico. Los diputados que se levantaron en la gran sala del Parlamento para felicitarse los unos a los otros parecían haber olvidado los acuciantes problemas económicos y la huelga de trenes. Indira había conseguido su propósito, que era desviar la atención del país. La India, superpoblada y casi paralizada, cuya renta per cápita la situaba en el puesto 102. 0del ranking mundial, se convertía, en gran parte por necesidades de política interna, en la sexta potencia nuclear mundial. Las críticas arreciaron en el extranjero. Indira se defendió: «… India no acepta el principio del apartheid en ningún ámbito, y la tecnología no es ninguna excepción.»
Tardó veintidós días en aplastar la huelga con mano de hierro. A pesar de que la prensa condenó la brutalidad de la represión, la clase media, la gente que siempre había apreciado la puntualidad de los trenes, alabó la firmeza de la primera ministra. Las cámaras de comercio también, aunque eso no significaba muchos votos. Para Indira, fue una victoria agridulce. Mientras que la de Bangladesh la había elevado a la categoría de diosa, ésta dejaba un amargo sabor de boca. La primera ministra había demostrado que podía ser dura y hasta despiadada. Su manera de reprimir la huelga dejó una estela profunda de miedo en amplios sectores de la sociedad. El efecto contraproducente de tanta severidad fue que la oposición se unió aún más contra ella. Hasta los observadores políticos más afines tuvieron que admitir que su popularidad caía en picado. En las elecciones previstas para 1976, una derrota del Congress aparecía ahora como una posibilidad real.
El 12 de junio de 1975 amaneció con gruesos nubarrones negros en el cielo, que anunciaban las ansiadas lluvias, o quizás predecían tiempos aciagos. El calor, a esas horas de la mañana, ya era intenso, pero Indira siguió con su rutina diaria de hacer veinte minutos de ejercicios de yoga en su habitación. El llanto de su nieta Priyanka le provocó la tentación de interrumpir el ejercicio, pero como en seguida remitió, pensó que Sonia se había levantado ya y estaba ocupándose de la pequeña. Luego se duchó y se vistió en cinco minutos «algo que pocos hombres pueden hacer», le gustaba presumir. En su mesilla de noche los libros se amontonaban. Con jornadas que duraban dieciséis horas, no tenía tiempo de nada, ni de estar con la familia ni de recibir a amigos, ni por supuesto de leer, y lo echaba de menos.
Estaba desayunando en su habitación frente a una bandeja con té, fruta y tostadas cuando su secretario R. K. Dhawan, ese que se mostraba tan solícito con Sanjay, llamó a la puerta. Traía una mala noticia. D. P. Dhar, viejo amigo y consejero de Indira, el hombre que había enviado a Moscú cuando la crisis de Bangladesh para asegurarse el apoyo de los soviéticos y que desde entonces oficiaba de embajador en la URSS, había muerto minutos antes de ser operado para instalarle un marcapasos. Otro pilar de confianza y amistad desaparecía de su vida. Indira fue rápidamente al hospital a consolar a la familia y a ayudar en la organización de los ritos funerarios.
Volvió a casa hacia mediodía, donde le esperaba otra mala noticia. Su secretario le comunicó que en las elecciones de la víspera en el estado de Gujarat, el Frente Janata, una coalición de cinco partidos que incluía a los simpatizantes de J. P. Narayan, el idealista que quería derrocarla, habían vencido al Congress. No le sorprendió demasiado. Lo malo era que esos resultados auguraban derrotas en otros estados. ¿Era quizás el principio del fin?, se preguntaba. ¿No seguían todas las empresas humanas el mismo modelo de evolución que el de la naturaleza, es decir una fase de crecimiento, otra de desarrollo, y un final? Había intentado hacer las paces con J. P., pero su idea utópica de establecer un gobierno sin partidos era inaceptable porque significaba la muerte del funcionamiento democrático. Así se lo había expresado, pero J. P. era un revolucionario que seguía creyendo en grandes ideas abstractas. No cejaba en su empeño ni se mostraba flexible en sus demandas.
– ¿Estarás de acuerdo conmigo en que el gobierno de Bihar es muy corrupto? -le preguntó J.P. con su voz temblorosa.
– Sí, eso lo sabemos todos -replicó Indira.
– Pues insisto en que tienes que destituirlo y convocar nuevas elecciones.
– No puedo hacer eso, J.P. Es un gobierno elegido democráticamente y carezco de autoridad para destituirlo.
No hubo reconciliación, al contrario. Indira acabó acusándolo de contar con el apoyo de la CIA y Estados Unidos para derrocarla, y él le reprochó querer hacer de la India un satélite soviético.
Sin embargo, al terminar la reunión, J.P. pidió verla a solas, sin sus consejeros. Pasaron al salón y allí, ante la sorpresa de Indira, el hombre tuvo un gesto de amabilidad personal, a pesar de lo enconado de su enfrentamiento político. Le entregó una vieja carpeta que había pertenecido a su esposa y que contenía cartas que la madre de Indira, Kamala, le había escrito cincuenta años antes en el fragor de la lucha por la independencia.
– Las tenía guardadas desde que murió mi mujer -le dijo J. P.- con la esperanza de dártelas cuando tuviera la oportunidad de verte.
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